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Hasta la quincuagésima persona. Homenaje a Daisaku Ikeda

Clark Strand –escritor y experto estadounidense en espiritualidad y religión, y exmonje budista zen–, fue el primer redactor en jefe de la revista Tricycle: The Buddhist Review. Es autor de un libro sobre la historia, la práctica y la importancia de la Soka Gakkai, titulado Waking the Buddha: How the Most Dynamic and Empowering Buddhist Movement in History Is Changing Our Concept of Religion (Despertar al Buda: Cómo el movimiento budista más dinámico y poderoso de la historia está cambiando nuestro concepto de la religión).

Clark Strand, escritor y exredactor en jefe de Tricycle: The Buddhist Review

Clark Strand

Cuando el World Tribune me pidió que reflexionara sobre mis experiencias con Daisaku Ikeda, lo que había aprendido de él como erudito, filósofo y líder del movimiento budista laico más grande del mundo, me di cuenta de que no podría escribir sobre ello sin escribir sobre mí mismo. La verdadera medida de cualquier líder espiritual radica en el efecto que tiene en la vida de otros seres humanos. Durante los últimos veinte años, he entrevistado a cientos de miembros de la SGI, incluyendo prácticamente a todos los máximos responsables de la organización en Japón. En cada uno de esos encuentros, la persona me habló de su vínculo individual con Daisaku Ikeda. A continuación voy a hablar sobre el mío.

Como periodista especializado en la historia de los movimientos religiosos, no habría podido escribir de manera convincente sobre Daisaku Ikeda o el movimiento que lideró si lo hubiera hecho desde dentro de ese movimiento. Así que tomé la decisión desde el principio de no identificarme como miembro de la Soka Gakkai Internacional. Lo hice así a pesar de que realicé dos viajes a Japón para estudiar la organización y publiqué un libro sobre su historia y su lugar en la religión mundial, y a pesar de que a lo largo de los años se me concedió un acceso periodístico sin precedentes a Daisaku Ikeda, para entrevistarlo y mantener correspondencia con él.

A decir verdad, a menudo sentía celos de mis amigos de la SGI, que podían llamar a Daisaku Ikeda «sensei» o «maestro». En varias ocasiones, quise dejar de escribir sobre la SGI y simplemente convertirme en miembro, como todos los demás. Pero no había manera de hacerlo y, a la vez, decir las cosas que tenía que decir sobre el presidente Ikeda y sus extraordinarias contribuciones a la esfera de las ideas religiosas. Creo que él debió de comprender mis verdaderos sentimientos, aunque nunca se los confesé. Lo sé por una conversación que tuve con un líder de la SGI de Estados Unidos a mediados de la década del 2000.

A los pocos días de conocer la SGI en 2003, supe que nunca podría entender su cultura desde fuera. Era demasiado diferente de todo lo que había experimentado en un contexto religioso. Resultaba imposible aprehender la experiencia completa del budismo Nichiren sin aprender a recitar el gongyo y entonar el daimoku. Era necesario asistir a reuniones, conocer a otros miembros y estudiar sus enseñanzas en profundidad –no solo como investigador en estudios religiosos, sino con el objetivo de ponerlas en práctica para transformar mi vida–.

Naturalmente, eso significaba recibir el Gohonzon, y convertirme en miembro de la SGI, al menos por algún tiempo. Sopesé la decisión con todo cuidado, pero decidí que no había otro camino. Estaba dispuesto a salir de mi zona de confort como periodista si era necesario. Ninguno de los otros movimientos religiosos que había estudiado tenía un plan creíble para abordar las crisis del siglo xxi. Es más, a menudo, formaban parte del problema. Si la SGI era capaz de abordar tales conflictos, ¿no valía la pena correr el riesgo? ¿Qué otra opción había realmente? El mundo tenía demasiados problemas como para ponerse a discutir sobre cuestiones de integridad periodística.

Todos los miembros de la SGI pueden adivinar cuanto sucedió después. Una vez que recibí el Gohonzon y participé en algunas reuniones, entré en el radar de mi organización local. En el buen sentido, claro. Sin embargo, era un poco abrumador. ¿No quería que alguien viniera a orar conmigo a mi casa? ¿No sería bueno asistir a más reuniones? ¿No eran las actividades de la SGI esenciales para la práctica? ¿No era el kosen-rufu el objetivo?

Hice todo lo posible para no apagar el entusiasmo de nadie por difundir la fe. Además, lo que decían era cierto. Pero, una vez que empecé a escribir artículos sobre el movimiento en revistas y periódicos de gran tirada, debo haberle mencionado esta cuestión a alguno de los miembros que desde hacía algún tiempo venían a visitarme a mi casa en Woodstock, Nueva York.

Una semana después, un líder local pasó por mi casa a decirme que la SGI y sus miembros estaban allí para responder a cualquier pregunta que yo pudiera tener sobre el movimiento y para proporcionarme materiales, experiencias y oportunidades de diálogo que ayudaran a mi investigación. Aun así, yo no tenía obligación alguna de participar en las actividades ni de mostrar mi apoyo de manera pública a la SGI.

Sentí que el presidente Ikeda había entendido lo que yo quería hacer y que se me ofrecía el espacio necesario para continuar con autenticidad mi labor periodística.

Ese era el aliento que necesitaba, y, echando la vista atrás, creo que el presidente Ikeda sabía exactamente lo que estaba haciendo. Dudo mucho de que yo hubiera seguido escribiendo sobre la SGI, tal como lo hice, sin ese mutuo entendimiento.

Luego de ese episodio recité el gongyo y entoné el daimoku dos veces al día con tal intensidad que, cierto año, mi hija pequeña me regaló para mi cumpleaños una placa de madera que había hecho en su clase de arte y que llevaba un pequeño retrato mío, dibujado a mano, con la boca abierta y las manos juntas en oración. La leyenda decía: «El monje loco recitando». Ella sabía que yo había sido sacerdote zen antes de casarme con su madre, lo cual explica lo de «monje». En cuanto a lo de «loco», le echo la culpa a Daisaku Ikeda: él era el responsable de que mi corazón ardiera apasionadamente.

Aprendí muchas cosas de Ikeda Sensei a lo largo de los años. Muchas de ellas las descubrí en sus numerosas obras sobre el Sutra del loto, Los escritos de Nichiren Daishonin, y la historia de la SGI. Otras las pude entender a través de mis interacciones con él. Lo que más me impresionó fue el valor práctico de su sabiduría. Sabiduría que se sostuvo en pie bajo el escrutinio y que no se desmoronó bajo la presión. Sabiduría que resistió por la sencilla razón de que había nacido de la lucha. ¿Acaso algo podría destruir una determinación por la felicidad de toda la humanidad forjada en el fuego de la adversidad?

Al comienzo de mi libro Waking the Buddha (Despertar al Buda) comparé la creación de una tradición espiritual duradera con la fabricación de una vasija de barro. El proceso constó de tres etapas. Primero, la arcilla fue golpeada con fuerza en el torno para darle una base sólida. A continuación, la mano del alfarero la moldeó para darle una forma útil. Finalmente, la vasija fue barnizada y cocida. Si todo iba bien, el resultado sería algo hermoso y, con suerte, duradero. Pero todo dependía de lo que sucediera dentro del horno. Utilicé esta analogía para describir los años de formación de la Soka Gakkai y el trabajo de toda una vida de sus tres primeros presidentes.

Tsunesaburo Makiguchi había establecido una «base» inquebrantable de fe para la Soka Gakkai al negarse a apoyar el sintoísmo patrocinado por el Estado japonés durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que Josei Toda le había dado la «forma» moderna que caracterizaba al movimiento. A Daisaku Ikeda le correspondió la parte decisiva del proceso, ya que la Soka Gakkai fue refinada por el «fuego» del diálogo internacional durante los años más peligrosos de la Guerra Fría.

Fue el compromiso continuo de la SGI con la paz, incluso cuando la Guerra Fría parecía haber terminado, lo que en un primer momento me hizo decidirme a investigar más a fondo el budismo Nichiren. Pero no es eso lo que la terminó distinguiendo en mi mente del resto de manifestaciones religiosas modernas. Solo en el budismo, había docenas de escuelas que abogaban por la resistencia no violenta, y algunas que alentaban protestas, boicots y otras formas de acción social. Pero la cultura de estos grupos era, en casi todos los casos, cómplice de la violencia que se cuece en la sociedad moderna. Carecían de medios para resistir a formas endémicas de violencia como el racismo y la desigualdad, porque no poseían estrategias para oponerse a ellas. Lo que se mantenía firme ante la violencia no era la ausencia de la violencia… sino la alegría.

La felicidad indestructible de seres humanos individuales, cultivada con fe y con una práctica vigorosa y decidida: este era el antídoto contra la «ilusión fundamental» que Nichiren identificó como la causa última del sufrimiento humano en todas sus innumerables formas; pero solo sería así si se transmitía, como una vela encendida con otra, hasta hacer resplandecer el mundo entero.

En el capítulo «Los beneficios de responder con alegría» del Sutra del loto, Shakyamuni describe este proceso: «Y supongamos que […] cada persona, después de escuchar [el Sutra del loto], respondiera con alegría y propagara las enseñanzas, y que estas continuaran, del mismo modo, transmitiéndose de persona a persona hasta llegar a la quincuagésima.[1]

Durante mis años de estudio de la SGI en Estados Unidos y Japón conocí a cientos, quizá miles, de esas «quincuagésimas personas», demasiadas para dudar de la veracidad de las enseñanzas de Daisaku Ikeda o de su lugar en la historia moderna. Mientras escribía este texto en su homenaje, un miembro con muchos años de práctica me contó una historia que habla de la influencia de Daisaku Ikeda en tantas personas con mayor elocuencia que cualquier cosa que yo pueda escribir sobre su muerte, que tanto me ha conmovido.

«El día después de recibir la noticia del fallecimiento de Sensei, participé en una reunión de diálogo en la que un miembro afroamericano, de avanzada edad, dijo que su reacción a la noticia fue: “No. Sensei está vivo en mi corazón”». Esta, según tengo entendido, ha sido la respuesta abrumadoramente mayoritaria de los miembros de la SGI en todo el mundo: que, como discípulos y discípulas, están decididos a impulsar en su nombre el sueño del kosen-rufu. En vez de lamentar la pérdida de una figura que es tan imponente como la de Gandhi, los millones de Gandhi que Sensei ha forjado –personas comunes a quienes empoderó e hizo tomar conciencia– encarnan un sentido de misión para dar continuidad y ampliar el movimiento por la paz de la SGI mucho más allá de lo que pueden ver, hasta la quincuagésima persona.

[Publicado por primera vez en la edición del 2 de enero de 2024 del World Tribune, SGI de Estados Unidos]

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