Entrevista con Daisaku Ikeda, presidente de la Soka Gakkai Internacional
[Entrevista a Daisaku Ikeda realizada por Jasmina Una Tumpej de la revista literaria EMZIN de Eslovenia. Publicada en la página web de la revista en noviembre de 2003.]
EMZIN: ¿Cuáles son los desafíos concretos que atraviesan las comunicaciones en la era informática?
Ikeda: Irónicamente, en una época en que la tecnología de las comunicaciones se está desarrollando a toda velocidad, la gente de hecho se está refugiando cada vez más dentro de sí misma y apartándose de los demás. No se puede negar que el desarrollo de la Internet, del correo electrónico y otros avances tecnológicos similares ha hecho posible la comunicación global instantánea, que supera todas las fronteras nacionales. La tecnología, en sí misma, es neutra: puede ser una fuerza para el bien o para el mal; puede conectar a las personas o alimentar el odio; todo depende de la intención de quien la utilice.
Pero me temo que aún no hemos podido apreciar los beneficios de una tecnología empleada con sensatez y buen criterio para unir a las personas. Como resultado, si bien las barreras físicas y técnicas para la comunicación están despareciendo, los muros que aíslan el corazón de la gente se vuelven cada vez más densos.
Siento que cuanto más comenzamos a depender de medios unilaterales, como la radio, la televisión o las imágenes y palabras estáticas que aparecen en la pantalla de una computadora, más tenemos que acordarnos de atesorar el son de la voz humana “viva”, la sencilla pero preciosa interacción de una voz con otra, de una persona con otra, en definitiva, el intercambio de vida a vida.
En una verdadera conversación entre personas, los interlocutores pueden hacer preguntas o mostrar su desacuerdo. Quienes imparten conocimiento están expuestos a los cuestionamientos y a las críticas. Dialogar no significa únicamente intercambiar información; es un proceso por el cual aprendemos, nos abrimos al otro, exploramos juntos toda clase de temas y logramos una mayor apreciación y entendimiento mutuo.
Desde luego, las imágenes propias de la realidad virtual tienen un cierto valor. Pero pueden provocar distorsiones y simular muy bien situaciones de la vida real, como si las personas mantuvieran contacto entre sí. En cuanto al aspecto perjudicial, creo que la excitación y el entusiasmo irresistibles que provoca la realidad virtual terminan por embotar la imaginación y volvernos insensibles ante el verdadero dolor y sufrimiento de los demás.
Me preocupa que la gente pueda convertirse en un mero receptor pasivo de imágenes programadas. Nuevas investigaciones de la neurociencia confirman que las facultades humanas activas, como la capacidad de ejercer el pensamiento crítico, de tomar decisiones, amar, simpatizar y creer en algo, tienden a debilitarse cuando están sujetas a un flujo de información unilateral.
Eso me recuerda las palabras del profesor Majid Tehranian, un estudioso de la paz originario de Irán con quien he publicado recientemente un diálogo. Dijo el profesor que vivíamos en un mundo de “canales de comunicación cada vez más numerosos, sin embargo, estamos profundamente sedientos de diálogo”. No podría estar más de acuerdo.
Curiosamente, creo que tal vez no exista un grupo de gente que subestime tanto el valor del diálogo como mis compatriotas, los japoneses. Cuando están en la oficina, prefieren trabajar en silencio. Nunca hablan con extraños cuando viajan largos tramos para trasladarse de un lugar a otro. Una vez que llegan a casa, muchos leen el periódico o ven televisión, y en general solo se habla lo indispensable entre los miembros de la familia. En los últimos años, muchos niños japoneses se han dejado absorber completamente por las computadoras y por los juegos virtuales, lo que ha reducido aun más la comunicación directa entre padres e hijos. Los observadores han dejado traslucir su preocupación a medida que esa falta de diálogo íntimo y franco va deteriorando los lazos familiares y dificulta el desarrollo integral del niño.
Tal vez en ese sentido, yo no sea un japonés típico. Siempre he disfrutado de charlar con las personas más diversas y siento que es realmente estimulante estar abierto a diferentes modos de pensamiento. Eso significa un alimento espiritual para mí. Desde una perspectiva más general, creo sinceramente que ahora el gran desafío para todos es revitalizar el sentimiento de conexión mutua, que en la actualidad se ve a veces sumamente debilitado. Y solo podremos lograrlo a través del diálogo, una herramienta esencial, si queremos establecer los cimientos firmes de una sociedad global de paz y de coexistencia creativa.
EMZIN: ¿Qué tenemos que hacer para emprender un diálogo fructífero en nuestro mundo de hoy?
Ikeda: Estoy convencido de que antes que nada, tenemos que mantener una fe sincera en la humanidad de la otra persona. Siempre y cuando los esfuerzos por comunicarnos se basen en un reconocimiento de nuestra condición humana compartida, se puede encontrar sin falta un camino.
Recuerdo, por ejemplo, cuando conocí por primera vez a Mijail Gorbachov, en 1990, cuando él era presidente de la Unión Soviética. Yo estaba decidido a que nuestro encuentro no se limitase a un intercambio de cortesías intrascendentes. De modo que lo saludé diciéndole que había llegado hasta allí para pelear con él. El intérprete me miró bastante perplejo, pero yo aclaré que lo que en verdad quería era conversar francamente sobre temas que beneficiaran a las personas de nuestras respectivas comunidades y del resto del mundo. El presidente Gorbachov aceptó mi “desafío” y dijo que él también disfrutaba de hablar abierta y honestamente con los demás. Ese fue el comienzo de un diálogo muy rico que no se vio entorpecido por diferencias ideológicas o culturales.
Creo firmemente que debemos mirar más allá de las etiquetas que les ponemos a las personas, como las de “amigo” o “enemigo”, y concentrarnos en la realidad de nuestra humanidad en común. Si nos atenemos firmemente a ese criterio y expresamos lo que está en nuestro corazón, incluso aquellos problemas que parecen insolubles pueden encontrar una vía de resolución.
Insisto, es la capacidad de respetar a la otra persona lo que hace posible el diálogo auténtico. En tal sentido, el esfuerzo de escuchar sinceramente a nuestro interlocutor es, en cierta medida, más importante que expresar nuestro propio parecer. La destacada especialista en la paz, doctora Elise Boulding, he recalcado que prestar atención a los puntos de vista y a los sentimientos de la otra persona es un factor primordial para lograr una “cultura de paz”.
El pensador judío Martin Buber, también conocido por su filosofía sobre el diálogo, criticó en sus escritos el monólogo disfrazado de diálogo. Y es verdad: a menudo escuchamos algo que parece una conversación, pero que, de hecho, es la voz de una sola persona que habla todo el tiempo. Buber comprendía muy bien el gran reto que implicaba el diálogo cuando dijo: “Le lleva a uno toda una vida mantener una posición firme, ir hacia otros y ser abiertos con ellos, sin perder su propio lugar. Y al mismo tiempo, mantener ese lugar sin excluir a los demás”.
El diálogo genuino es un proceso que nos transforma a nosotros y a la otra persona. Implica el esfuerzo de hacer surgir las cualidades más positivas y éticas que yacen en lo profundo del ser humano. Se trata de una empresa espiritual mayúscula que implica un serio compromiso e intercambio entre dos almas.
Eso se refleja en la enseñanza budista que sostiene que, si uno se inclina ante la imagen en un espejo, la imagen, a su vez, se inclinará respetuosamente ante uno. En última instancia, abrazar la vida de otro y demostrarle un profundo respeto es de hecho manifestar el mismo respeto por nuestra propia vida.
EMZIN: ¿Qué sucede entonces con esas personas –mayormente, los jóvenes– que no quieren tener el menor contacto ni comunicación con los demás?
Ikeda: Esa es una de las tendencias más alarmantes de la sociedad contemporánea, un motivo de franca preocupación. Para comenzar a cambiar esa situación, tenemos que recordar que el “yo” solo se puede desarrollar al tomar conciencia de los demás. La intensa interacción espiritual, incluso a través de un conflicto, es esencial para crecer, madurar y llegar a ser auténticamente humanos. Si falta ese proceso, la gente no puede desarrollarse más allá del nivel de su propio ensimismamiento. El narcisismo es en rigor la fuente donde se nutren el odio y la violencia.
Para referirme nuevamente a lo que sucede en Japón, esa clase de actitud introvertida e insensible hacia los demás se ha expandido de tal manera, que, hace algunos años, la pregunta: “Por qué está mal matar a otros?”, hecha por una persona joven, tuvo que ser tratada en un conocido programa de televisión, en revistas y en libros.
Esa clase de indiferencia por el valor de la vida yace esencialmente en la incapacidad de reconocer y de aceptar de buen grado la existencia de lo “otro”. Ese es el peligro que involucra una visión apática y cínica de la vida, en la que solo percibimos un yo aislado que deambula por las capas exteriores de la conciencia. Un sentido del yo más verdadero y pleno es posible solo cuando nos damos cuenta de que, en realidad, estamos inexorablemente unidos a todo lo que es lo “otro”, todo aquello que es diferente de nosotros.
El “yo” que no se identifica con el “otro” es insensible al dolor, la angustia y el sufrimiento. Eso lleva a la gente a encerrarse en su propio mundo, porque se siente amenazada ante la menor provocación –lo que despierta una conducta violenta– o porque experimenta un profundo rechazo por todo. Si no percibimos en nuestro interior la noción de lo “otro” o no vislumbramos la posibilidad de una perspectiva diferente, es imposible emprender un verdadero diálogo. En nuestros intercambios, el luchador por la paz Johan Galtung recalcó que el “diálogo interior” era el requisito previo para el “diálogo exterior”. Un intercambio entre dos personas en el que no existe esa noción interna del “otro” tal vez pueda parecer un diálogo, pero de hecho, es un simple ir y venir de opiniones preestablecidas. La realidad se revela solamente a través de un auténtico diálogo, en el que el “yo” y el “otro” trascienden los estrechos límites del ego e interactúan plenamente.
Es únicamente en el crisol ardiente de esos intercambios de todo corazón donde nuestro ser se templa y se perfecciona. Solo entonces podemos comenzar a entender y a comprobar profundamente la realidad de estar vivos.
EMZIN: ¿Cómo podemos mejorar la comunicación entre las diferentes culturas?
Ikeda: Cuando la gente siente demasiado apego a una noción muy limitada de identidad, las diferencias culturales se pueden convertir en motivo de fricciones o aun de conflicto. En ese sentido, pienso que es importante reconsiderar la naturaleza esencial de la cultura. Personalmente, creo que las culturas del mundo condensan el largo esfuerzo realizado por los distintos pueblos para captar con sus oídos esa vibrante “voz interior” de la sabiduría y la misericordia que existe en lo profundo de todas las personas y, a mi modo de ver, de toda vida dentro del cosmos. Podríamos decir entonces que, en la base de cada cultura, existe una búsqueda de la verdad, una verdad que incluso puede considerarse religiosa.
Inspirándose en esa sabiduría interior, los distintos pueblos han intentado responder a sus circunstancias y aceptar los diversos desafíos planteados por el entorno natural y el social. Pero más esencialmente aun, han buscado darle voz a su comprensión de lo que es un ser humano. En tal sentido, cada cultura contiene algo que enseñarnos y es inherentemente digna de respeto.
En el texto budista denominado Sutra del loto, hay un pasaje que describe cómo una inmensa variedad de árboles y de hierbas, de todos los tamaños y formas, son nutridos por la misma lluvia imparcial. La lluvia simboliza la misericordia y la sabiduría del universo; los árboles y las hierbas representan los pueblos del mundo y sus diferentes culturas.
Al decir que nuestra vida se sostiene gracias a la misma fuente vital universal no estamos indicando que somos o deberíamos ser todos iguales. Es justamente lo contrario. Tal como lo indica la parábola, la diversidad cultural, como la biodiversidad, es natural y asimismo, necesaria. Puede realzar y enriquecer nuestra vida individual y social al tiempo que nos enseña a vernos a nosotros mismos reflejados en la civilización y en las experiencias de otros grupos humanos. Idealmente, esas diferencias pueden ser las que estimulen el crecimiento y el desarrollo mutuos. Al interaccionar de esa manera, podemos profundizar y esclarecer nuestro propio sentido de identidad, sin que eso implique excluir o rechazar a los demás.
Para que puedan manifestarse los aspectos positivos y estimulantes de las diferencias culturales, creo que es vital que tengamos siempre en cuenta las raíces universales de todas las culturas y que mantengamos una postura básica de respeto por todas las tradiciones. De ese modo, podremos mirar más allá de las diferencias y encontrarnos con nuestra común condición humana, que es lo que nos permitirá entablar una genuina comunicación con los demás.
EMZIN: ¿Cómo ve usted el papel que cumplen los intercambios culturales?
Ikeda: Creo firmemente que cuando los llamados “ciudadanos comunes” provenientes de distintas tradiciones tienen la oportunidad de intercambiar directamente sus expresiones culturales y artísticas, surge entre ellos un acercamiento muy positivo y espontáneo.
Veo esa clase de intercambios como una oportunidad de crear ecos de reconocimiento dentro de cada corazón y de unir a la humanidad en su anhelo de paz compartido.
Por ejemplo, la música, que trasciende cualquier doctrina política o ideología, es algo que le habla directamente al corazón. Solo tenemos que prestar oídos para que la música en nuestro interior comience naturalmente a resonar en armonía con la que resuena en el exterior.
Esa respuesta, ese eco dentro de uno, significa para mí un tesoro, pues es la prueba de que el corazón puede trascender las barreras del tiempo, el espacio y la nacionalidad. No hace más que confirmar que podemos conversar honestamente entre nosotros. Bien podríamos decir que es la clase de diálogo más auténticamente humano que somos capaces de mantener.
El arte y la cultura que enriquecen el corazón y estimulan los aspectos más positivos de la naturaleza humana tienen la capacidad de crear lazos entre la gente, a pesar de las diferencias de raza, lenguas o costumbres. Es posible, gracias al poder de la música y de otras formas de creación expresiva, establecer una corriente de comunicación recíproca entre nuestros sentimientos más profundos.
La importancia de los contactos entre culturas radica en que permiten a los pueblos superar sus prejuicios y rencores del pasado, y crear una sociedad pacífica. Basada en esa convicción, la SGI promueve activamente los intercambios culturales y educativos.
EMZIN: Para finalizar, ¿podría usted referirse al papel de la religión? Parecería que la religión más que unir a la gente solo ha logrado separarla. ¿Es posible mantener un diálogo fructífero entre religiones?
Ikeda: Desde el 11 de setiembre de 2001, mucho se ha especulado acerca del papel de las creencias religiosas como factor que propicia el terrorismo. Pero el problema real yace en las ideologías excluyentes y las acciones fanáticas que se esconden detrás del lenguaje y de los símbolos de la religión. Si no nos damos cuenta de eso y comenzamos a sospechar de los practicantes de alguna fe en particular, solo lograremos profundizar la desconfianza y agravar aun más las tensiones. No hace falta decir que cualquier religión que justifique el terrorismo o la guerra lleva en sí misma las semillas de su propia destrucción espiritual.
Las religiones pueden en primer lugar contribuir al logro de un mundo más pacífico, al proveer la base filosófica para que la confianza que se deposita en el poder “duro” en esta época se convierta en la confianza en el poder “moderado”. Al mismo tiempo, los distintos credos pueden desempeñar un papel esencial para lograr la unión solidaria de los ciudadanos de buena fe y crear así una fuerza vital para el cambio.
A lo largo de los años, he tenido el privilegio de conversar con pensadores pertenecientes a un amplio espectro de tradiciones filosóficas y religiosas, entre ellas, el cristianismo, el islam, el judaísmo, el hinduismo, el taoísmo y el confucianismo. El tema en común de todas esas charlas ha sido y es la búsqueda de una paz duradera. Eso me ha permitido confiar en que, si volvemos al punto de partida de la naturaleza humana que todos compartimos, siempre será posible encontrar caminos hacia la resolución de los problemas, aun los que parecen insolubles.
Sin el diálogo, estamos destinados a caminar en la oscuridad de nuestro propio dogmatismo. El diálogo, por su propia naturaleza, es una fuente de luz capaz de disipar las tinieblas y de iluminar nuestros pasos.
Cuando entablamos así el diálogo, debemos concentrarnos en la misión que comparten todas las religiones: hacer acopio de la sabiduría humana y crear una base para la acción, que pueda resolver las crisis globales que enfrenta la humanidad, como el problema del desarme, la prevención de conflictos, el alivio de la pobreza y la protección ambiental.
Para lograrlo, el diálogo entre religiones no debe limitarse a demostraciones superficiales de amistad y de cooperación, sino convertirse en una empresa compartida por todos, para llegar a descubrir el perfil de una sociedad global deseable y trabajar para hacerla realidad. Con ese fin, la religión debe funcionar, según palabras de Gandhi, no de manera sectaria, sino como factor que contribuya a crear una “fe en el ordenado gobierno moral del universo”.
Por un lado, la religión busca congregar a los seres humanos en unión y armonía con el universo eterno. Al mismo tiempo, la religión se caracteriza en principio por su compromiso de mejorar la vida de la gente y las sociedades. Nunca debemos olvidar que las personas no existen para servir a la religión; es la religión la que existe para servir a la causa de la felicidad y la paz del ser humano.
En última instancia, siento que es un error suponer que hay que catalogar a la gente según su origen étnico, religioso o extracción social. Creo que, por el contrario, al entablar el diálogo, debemos esforzarnos por considerar a cada persona como alguien único. En ese sentido, más que el diálogo entre grupos religiosos o el diálogo sobre dogmas, es necesario cultivar el diálogo entre las personas. Es esa clase de intercambio, el que se produce de vida a vida entre individuos de todo el globo, al que he decidido dedicar mi vida.