Un diálogo con mi esposa
(De un ensayo publicado en el número del 5 de marzo de 2005 del Seikyo Shimbun, diario de la Soka Gakkai.1)
Una mañana, escuché a mi esposa canturrear, casi para sus adentros, una tonada que, sin dejar de serme familiar, al mismo tiempo sonaba completamente nueva a mis oídos:
Como las flores del prado,
que mece la brisa.
Como las flores del prado,
que a todos cautivan…
“¿Qué estás cantando?” le pregunté.
“Es un tema que, hace unos años, llegó a ser muy popular…” replicó. Se llama Flores del prado2, y lo cantaba el dúo japonés Da Capo, dos intérpretes que, fuera del escenario, eran marido y mujer…
Sonrío y retomó la melodía:
Como las flores del prado,
azotadas por la lluvia.
Como las flores del prado,
bálsamo para quien las mira…
“Qué hermosa canción…” le dije. Siento que transmite el espíritu heroico de la gente anónima…
Oírla en boca de mi esposa me invitó a reflexionar en silencio.
* * *
“Flores del prado”… La letra no hablaba de ninguna flor en particular. Y esto tenía su virtud. Pues en distintos lugares, la expresión “flores del prado” podía aludir a especies y plantas diferentes. Por ejemplo, en el Japón, uno se imagina un campo de lirios, violetas, orquídeas cymbidium, amapolas silvestres o mostazas.
Las provincias norteñas siguen cubiertas de nieve. Cuando ésta finalmente se derrita, y en la falda de las montañas asomen los primeros brotes del amur adonis o de las petasitas, los corazones brincarán de júbilo, sabiendo que la primavera ha llegado.
Los narcisos de Echizen crecen incluso en los acantilados filosos que miran al mar del Japón, resistiendo los crueles vientos del invierno hasta que llega la temporada vernal.
Hiroshima y Nagasaki fueron devastadas por la bomba atómica. La gente pensó que pasarían décadas enteras antes de que volvieran a crecer plantas en ese suelo calcinado. Pero, como queriendo insuflar valor y esperanza a los sobrevivientes, puestos a reconstruir su vida, las adelfas no tardaron en volver a florecer.
Creo que todos tenemos grabada en nuestro corazón la imagen de esas estoicas florecillas campestres que se abren dichosas, sin dejarse intimidar por la lluvia o el viento…
Esas flores silvestres, allí donde echan raíz, extienden sus hojas, despliegan sus estambres y se abren espléndidamente, cada una a su propia manera, sin esperar que las miradas de la gente reparen en ellas. Algunas lo hacen a la vera de los caminos, en lugares tan recónditos o inesperados que, al descubrirlas, uno se quita el sombrero ante tamaña muestra de fortaleza y de tenacidad. A menudo me detengo a fotografiarlas, como si el obturador de la cámara fuese una muda ovación a su empeño silencioso.
* * *
“Flores del prado… ¡Pero, claro, si es un himno perfecto para la División de Damas de la Soka Gakkai!” comenté.
Mi esposa asintió pensativa y dijo:
“Tienes razón. A decir verdad, la que me habló sobre esta canción en una carta fue una miembro de la División de Damas de Meguro.”
Resultó que esta señora pertenecía a la primera promoción de las escuelas Soka de Segunda Enseñanza de Kansai. Había hecho un gran esfuerzo a lo largo de su vida cuidando a una hija afectada por una enfermedad crónica. Sin un día de respiro, esta señora dio lo mejor y entonó daimoku ardientemente, siempre haciendo gala de un férreo valor. Un día, escuchó la canción y comenzó a entonarla:
La vida a veces tiene infortunios,
pero a los días de niebla y de borrasca
también les siguen días de sol,
y es entonces cuando aprecias
el espíritu invencible
de las flores del prado.
“Espíritu invencible”… ¿No es esto sinónimo de bravura? La vida es una sucesión interminable de pruebas; es una lucha por dar flor --flores de felicidad--, sin dejar que los obstáculos nos detengan en el camino.
Mi esposa, con los ojos húmedos de emoción y sin ahorrar palabras de admirado reconocimiento, siempre me relata la lucha valiente y los nobles triunfos de nuestras señoras y señoritas en distintas partes del Japón y del mundo.
* * *
Una vez, durante una visita a la prefectura de Hyogo, en la región de Kansai, recité un poema que había leído en mi infancia:
Hollado y pisoteado,
el diente de león
se obstina sonriente3
en florecer.
Estos versos describen magníficamente la forma de vivir de muchos hombres y mujeres, corrientes y molientes, que lo enfrentan todo con bravura, armados de una noble sonrisa y sin acobardarse ante ninguna dificultad.
¿Por qué el diente de león no es vencido bajo el peso incesante de las pisadas que lo aplastan? La clave de su fuerza yace en su larga y sólida raíz, que se hinca en lo profundo de la tierra. Las raíces del diente de león llegan a medir un metro de largo.
El mismo principio se aplica a las personas y a la vida. Los genuinos vencedores son los que, a fuerza de enfrentar obstáculos y reveses incesantes, hunden las raíces de su ser tan profundamente que nada los puede arrancar. El escritor alemán Schiller captó perfectamente esta imagen en La doncella de Orleans --su obra sobre Juana de Arco--, cuando dice: “¡Ah, la bella flor de la victoria!”
4
* * *
Un poeta escribió:
Contempla con serenidad
a los grises impostores
y sigue tu propio camino,
tu sendero florido,
sin nada que reprocharte.
Las flores silvestres crecen lejos de toda impostura o altanería; no incurren en la envidia ni en la adulación servil. Viven por la senda de su misión única y simbolizan el principio budista que celebra la singularidad de las flores de “cerezo, melocotonero, ciruelo y albaricoquero”, sin restarse valor ni sentir celos de otras flores. Saben que no hay dos capullos iguales, y la conciencia de su identidad las yergue de legítimo orgullo.
Las flores silvestres no son frágiles; ni siquiera las más delicadas o pequeñas. Parecen vulnerables, pero sólo exhiben fortaleza. No las doblega el viento ni la lluvia. Con esa misma actitud invencible, nuestra consigna es “¡Nada nos vence!”.
* * *
Esa mañana, nuestra charla comenzó con una canción sobre las flores del prado.
“Nos aguarda otro día de nuevos desafíos, ¿no crees?” me dijo mi esposa.
“¡Claro que sí!” respondí. “¡Sigamos trabajando juntos por la felicidad y la victoria de las personas anónimas, las más preciadas y valiosas!”
Como un capullo radiante, vi abrirse una sonrisa en el rostro de mi esposa.
Las flores del prado
--todo entusiasmo--
también se agitan:
“¡La primavera!
¡La primavera ha llegado!”