Doctor Aurelio Peccei, cofundador del Club de Roma
(De la serie de ensayos de Daisaku Ikeda en los que se refiere a sus encuentros con diversas figuras del mundo.[1])
Reencuentro de Aurelio Peccei y Daisaku Ikeda ante la mirada Kaneko, la esposa de este último (París, Francia, junio de 1983)
Hay un famoso acertijo. En un estanque, crecen lirios de agua. Grandes plantas acuáticas flotan sobre la superficie y duplican su tamaño cada día. El primer día hay un solo lirio; el segundo día, hay dos; el tercer día, hay cuatro; el cuarto día, ocho, y así sucesivamente.
Si al trigésimo día toda la superficie del estanque está tapada de plantas, ¿en qué día estará cubierta al cincuenta por ciento?
La respuesta, desde luego, es un día antes: el vigésimo noveno.
Un día antes de que el estanque esté totalmente cubierto, la mitad de su superficie está despejada. Todo parece estar muy bien: hay mucho lugar libre. Pero al día siguiente, en cuestión de horas, es el desastre: no hay más espacio para nadie.
Cualquiera podría avizorar el final observando el estanque en el vigésimo noveno o en el vigésimo octavo día.
Pero hubo un individuo que vislumbró el peligro mucho antes y exclamó: «Si no hacemos algo en este mismo momento, luego será demasiado tarde». Ese hombre fue el doctor Aurelio Peccei (1908-1984), primer presidente y cofundador del célebre foro de pensamiento internacional Club de Roma.
Advirtió sobre las consecuencias devastadoras del crecimiento demográfico sin control, la destrucción ambiental, la dilapidación de recursos naturales, y la trágica distribución desigual de la riqueza entre países desarrollados y en desarrollo. Hizo notar la naturaleza interrelacionada de todos estos factores, que si no eran tratados a tiempo podían desencadenar una reacción en cadena de magnitudes apocalípticas.
Se nos acaba el tiempo
El doctor Peccei me dijo que los líderes mundiales de esta época son irresponsables. Si dejamos que las cosas sigan por este rumbo, el planeta será un sitio yermo y estéril en el siglo xxi, donde no habrá espacio para el ser humano ni para la naturaleza. Aunque esta verdad está frente a nuestros ojos, afirmó Peccei, los líderes políticos, los hombres de negocios, los científicos, académicos y burócratas no hacen nada, y solo piensan en cuidar sus propios intereses. Dan más prioridad a mantener su estilo de vida que a pensar en la clase de mundo que dejarán a sus hijos y nietos.
Por eso, señaló, la humanidad debe iniciar una revolución. Y rápido, ya que no nos queda tiempo.
Un encuentro al aire libre
Conocí por primera vez al doctor Peccei bajo el cielo azul de París. La brisa primaveral hacía tremolar los capullos blancos de los manzanos. El doctor Peccei había viajado desde Italia para reunirse conmigo en nuestro centro de la SGI de la capital francesa. Al principio, comenzamos a dialogar en una sala de recepción, pero me tomé la libertad de hacer una «moción urgente». Me disculpé porque la sala estaba atestada y no resultaba lo bastante espaciosa, así que dije: «El jardín es muy bonito. ¿Por qué no salimos?». Al doctor Peccei le pareció una magnífica idea, y se plegó con una sonrisa entusiasta. Parecía compartir mi desagrado por las formalidades vacías.
Se puso de pie y su forma enérgica de moverse me dio a entender que era un hombre de acción. El doctor Peccei había sobrevivido a varias décadas en el despiadado y competitivo mundo de los negocios. Tenía sesenta y seis años cuando nos conocimos, un 16 de mayo de 1975.
Aunque era el cumpleaños de su esposa Marisa, acomodó sus asuntos para que coincidieran con los míos, y vino a verme a pesar de ser una fecha tan importante para su familia. Sentí que un espíritu cálido y sincero animaba su contextura maciza.
El sol ardía bastante, así que abrimos un parasol anaranjado sobre la hierba verde y transportamos algunos sillones al aire libre. En un abrir y cerrar de ojos, improvisamos una hermosa sala de reunión que nos sirvió de maravillas.
Hace falta una revolución humana, más que una revolución en la tecnología de la información
El doctor Peccei se inclinaba hacia delante en su sillón, al hablar. La especie humana, decía, ha experimentado tres revoluciones hasta ahora: la revolución industrial, la revolución científica y la revolución tecnológica. Todas ellas fueron de índole externa. El problema era que aún no se había desarrollado la sabiduría necesaria para decidir de qué manera usar los frutos de dichas revoluciones.
La especie humana, que posee conocimientos sorprendentes, también es sorprendente en su ignorancia acerca de cómo comportarse, dijo también. Aunque nuestra tecnología se está desarrollando rápidamente, nuestro crecimiento cultural se ha petrificado, se ha detenido. Para franquear esa brecha, insistía, necesitamos un renacimiento del espíritu humano, una revolución en el seno de cada ser humano.
Esto sucedía en 1975. Estoy seguro de que, en la actualidad, el doctor Peccei también consideraría la revolución humana más importante que la revolución en la tecnología de la información, que hoy está sacudiendo el mundo.
Los límites del crecimiento
En 1972, tres años antes de que el doctor Peccei y yo mantuviésemos nuestro encuentro en París, el Club de Roma había publicado su primer informe, Los límites del crecimiento, que suscitó gran controversia. Allí se advertía que si la población y el desarrollo industrial seguían creciendo a la misma tasa, los recursos naturales se agotarían, el ambiente sufriría contaminación y habría escasez masiva de alimentos en menos de cien años.
Un año después, en 1973, se produjo la crisis del petróleo. «¡No hay combustible!» La falta de provisión petrolífera hizo temblar al mundo entero. La advertencia contenida en el informe del Club de Roma de pronto cobró una dimensión muy realista, en mucho menos que cien años. Y entonces todos comenzaron a pensar con preocupación que la riqueza del presente era efímera.
Pero lo que el doctor Peccei quería recalcar no era que buscásemos recursos alternativos en vista del agotamiento de los ya existentes. En cambio, su objetivo era elevar el debate a niveles totalmente distintos. Afirmaba que había un profundo error en tomar como único objetivo de la humanidad la búsqueda frenética de riquezas cada vez mayores, de un desarrollo cada vez más ambicioso, de un crecimiento económico cada vez más complejo. Mientras siguiéramos en este camino, sea cual fuere la fuente de energía escogida, rápidamente acabaría por extinguirse y contaminar el ambiente.
Como señaló, la generación actual consumirá más recursos naturales durante su existencia que todas las generaciones que la precedieron. ¿Y con qué fin? El doctor Peccei creía que la humanidad había sido corrompida espiritualmente por el mito del crecimiento económico.
Este mito insiste en que este año debemos producir y consumir siempre más que en el año anterior. Pues si no, perderemos la carrera económica y los negocios se desplomarán. Los líderes políticos no conseguirán ser reelectos. No hay elección: debemos seguir trillando la misma senda. Si el planeta se arruina o si las naciones explotadas y desposeídas pasan hambre, habrá que verlo como un efecto inevitable. Esa es la mentalidad preponderante.
La palabra «desarrollo» se ha convertido en el mantra de nuestra época, y detrás de la falsa esperanza que pregona, yace la realidad de la futura catástrofe, de la cual nos obstinamos en apartar la vista.
¿Una época de locura?
En el mundo en vías de desarrollo, donde ni siquiera hay agua potable para subsistir, cada día mueren más de treinta mil niños. Es decir, una criatura cada dos segundos. En cambio, en las naciones desarrolladas, a pesar de que las necesidades básicas están más que holgadamente satisfechas, debemos seguir produciendo y vendiendo nuevos bienes y servicios, para mantener el crecimiento económico... aunque, en el proceso, desperdiciemos una inmensa cantidad de recursos naturales.
¿No es una conducta desequilibrada?
El costo de tres de los últimos aviones de combate bastaría para vacunar a todos los niños del mundo y protegerlos de las enfermedades. Y sin embargo, la prioridad se la llevan los aviones de combate. ¿Tenemos dinero para matar seres humanos pero no para mantenerlos con vida?
¿No es una locura?
Cuando las futuras generaciones miren retrospectivamente nuestra era, seguramente dirán que fue una «época de locura». A pesar de ello, nos enorgullecemos de tener las sociedades más desarrolladas y avanzadas de la historia humana.
¿No nos parece algo anormal?
El punto de partida de una vida de lucha
El que me recomendó que hablara con el doctor Peccei fue el gran historiador británico Arnold Toynbee. Por otro lado, aquel ya conocía mi diálogo con este último. Llevó consigo un ejemplar de mi novela, La revolución humana, cuando se presentó a nuestro encuentro, y manifestó saber que la Soka Gakkai había luchado contra el fascismo. Tenía plena conciencia de la forma en que nuestro primer presidente, Tsunesaburo Makiguchi, había muerto en prisión, y conocía bien la lucha de nuestro segundo presidente, Josei Toda, tras las rejas.
«Usted también, doctor Peccei», dije yo, «es un guerrero que ha soportado la prueba del presidio».
Viendo su porte, sentí la convicción férrea que sostenía su corazón.
Quise preguntarle cuál era la fuente de su fortaleza espiritual, qué yacía en su alma que le permitió levantarse y luchar, cuando los demás no pudieron hacerlo.
Cuando el doctor Peccei se sumó a la resistencia antifascista en Italia, ya era un empresario triunfador, con experiencia internacional en Francia, Rusia y la China. Regresó del extranjero para unirse al movimiento clandestino.
Fue arrestado en febrero de 1944. El poder de Mussolini comenzaba a desmoronarse, y la aliada de Italia, la Alemania nazi, controlaba prácticamente el país. El doctor Peccei tenía treinta y cinco años. En su oscura celda de confinamiento, según dijo después, llegó a saber por primera vez quién era realmente. Acosado por la ansiedad interminable, centró sus pensamientos en el futuro. Pensó únicamente en una cosa: que esa tragedia no debía repetirse por ningún motivo y en ninguna circunstancia.
Soportar la tortura
Cuando el doctor Peccei fue arrestado, tenía consigo códigos secretos y documentos que detallaban los planes militares de la resistencia italiana. Lo cual lo puso en una situación gravísima. Sus captores decidieron que, si lograban hacerlo hablar, conocerían todos los planes de la oposición, así que lo torturaron sin piedad. Emplearon un grado horrendo de violencia, me contó el doctor Peccei; su odio y su fanatismo los volvían más crueles todavía.
La tortura continuó, pero el doctor Peccei seguía sin hablar. Una mañana, una mujer de la aldea llegó a la prisión en busca de su hijo, que había desaparecido. Vio que llevaban a alguien por el patio de la cárcel y contuvo el aliento, pasmada. «¿Será posible que ése sea el signor Peccei?». Era casi imposible reconocerlo por el rostro, ya que las facciones estaban desfiguradas por los golpes. Pero creyó distinguir su impermeable. «Tengo que informarles a sus camaradas de inmediato», se dijo.
Cuando supieron de su destino y de la forma en que lo estaban tratando, presentaron una demanda a los fascistas: Si no acababan las torturas al doctor Peccei, aplicarían una sentencia de muerte a los comandantes de la milicia fascista. Estos detuvieron las torturas con la condición de que sus comandantes no sufrieran daños. De lo contrario, fusilarían al doctor Peccei al instante. Así continuó este peligroso equilibrio de fuerzas.
Un amigo que había defendido al doctor Peccei en la cárcel fue también torturado, reiteradas veces. Querían sacarle algo que pudieran utilizar contra aquel, pero él protegió a su amigo hasta el final.
El doctor Peccei manifestó que, en la cárcel, lo único en que un ser humano puede confiar es en sus convicciones y en su humanismo. Aprendió que la gente acostumbrada a dar órdenes se quebraba enseguida. Los que revelaban fortaleza en circunstancias extremas eran las personas silenciosas y trabajadoras. Dijo que a nadie aborrecía tanto como a los traidores.
Estuvo en la cárcel once meses. De a poco, la marea de la guerra se fue volviendo en contra del fascismo. Aunque el peligro de la venganza pendió sobre su cabeza, se salvó por un verdadero filón de suerte. Una cuadrilla fascista, temerosa de la reivindicación posterior a la derrota, liberó al doctor Peccei una mañana helada de enero, en 1945.
Aprender de la adversidad
El doctor Peccei confesó que sufrió de una manera atroz, pero también reconoció que las odiseas padecidas fortalecieron sus convicciones. También descubrió en qué amigos realmente podía confiar sin reservas. Irónicamente, aprendió muchas cosas de sus captores fascistas. Sonrió, se encogió de hombros y agregó que, por ese motivo, estaba preparado para perdonarlos.
Me conmovió profundamente el triunfo humano del doctor Peccei, que le permitía sentirse afortunado de haber soportado esos once meses de cautiverio.
En prisión, sufrió las profundidades más abyectas de la maldad humana, pero también conoció las alturas más sublimes de la nobleza. Comprendió que dentro de nosotros, hay una tremenda fuerza que busca el bien. Podrá estar dormida, pero existe. Ese fue su gran despertar.
Un nuevo punto de partida a los sesenta años
Después de la guerra, el doctor Peccei concentró su lucha en la reconstrucción económica de Italia. Llegó a ser un empresario muy exitoso. Pero, a medida que fue viajando por el mundo –cruzó el Ecuador más de trescientas veces–, una oscura nube comenzó a cernirse sobre su corazón. ¿Estaba bien que trabajara tanto en pos del crecimiento y del desarrollo, por su propio beneficio? Si todo su esfuerzo solo conducía a la destrucción del mundo, ¿no era fundamentalmente inútil?
La población del planeta estaba creciendo cien millones de habitantes por año. A mediados del siglo xxi, llegaría a los diez mil millones de personas. La producción agrícola jamás podría abastecer a esa cantidad de seres humanos. Si la deforestación continuaba a ese paso, todos los bosques de la Tierra desaparecerían en los próximos cien años. El recalentamiento global también avanzaba a paso alarmante.
Los nazis habían cometido un genocidio, pero ahora toda la humanidad era culpable de «ecocidio», es decir, la destrucción del ambiente natural. El doctor Peccei había jurado en prisión nunca permitir que se repitieran esos actos de barbarie. En 1968, invitó a destacados intelectuales a mantener una reunión en Roma. El mundo estaba lleno de especialistas, pensó, pero lo que hacía falta era un sentido de la responsabilidad basado en la comprensión del cuadro general: el futuro de la especie humana. Lo que hacía falta eran personas que sintiesen dicha responsabilidad y que estuvieran dispuestas a actuar en defensa de esa conciencia.
De esa forma comenzó el foro interdisciplinario que hoy se conoce como Club de Roma. Y así empezaron los «años de oro» del doctor Peccei: un nuevo punto de partida, a los sesenta años.
Recuerdos de una amistad
Nuestros diálogos, que comenzaron aquel día al aire libre, en París, prosiguieron durante casi diez años, hasta la muerte del doctor Peccei. Nos vimos personalmente en cinco oportunidades.
En nuestra segunda reunión, en Tokio, vino a verme a las oficinas del diario Seikyo Shimbun, a pesar de sus muchos compromisos: llegó al Japón un día, y partió al día siguiente.
Cuando volví a verlo en Florencia, condujo su pequeño auto cuatro horas desde Roma, para que nos encontráramos. Me sentí profundamente agradecido y conmovido por su amabilidad, cuando me enteré de que había vuelto de Londres a Italia tan solo el día anterior. El doctor Peccei puso todo su corazón y su empeño en la publicación de nuestro diálogo, Antes de que sea demasiado tarde, que fue uno de los temas de aquel encuentro.
Nos vimos una vez más en el Centro Internacional de la Amistad de Shibuya, en Tokio, donde pudimos pasear juntos por el pequeño jardín. ¡Tan absortos estábamos en nuestra conversación, que casi nos caemos al estanque! El doctor Peccei dijo entonces, casi como para sus adentros, que aunque el jardín era precioso, no había nada en el mundo tan hermoso como la amistad. Más que a mí, sentí que esas palabras estaban dirigidas a sí mismo, para reafirmar su propia convicción.
Nuestro último encuentro se produjo otra vez en París, en junio de 1983, apenas nueve meses antes de su fallecimiento. Ese día, acababa de aterrizar en París, luego de participar en una conferencia en los Estados Unidos. Del aeropuerto vino directamente al hotel donde me hospedaba, para verme. Desafortunadamente, le habían robado el equipaje. Se había dado cuenta, por supuesto, pero en lugar de hacer el trámite y llenar el formulario de reclame, prefirió venir directamente a verme, para no demorar nuestro encuentro. Apareció en el hotel sin corbata, con las ropas arrugadas luego del viaje en avión, pero irradiando una energía luminosa y vital que me pareció casi divina.
Durante ese encuentro, dijo que estaba decidido a que nuestra amistad creciera cada vez más, por muchas críticas o ataques que nos lanzaran los medios de comunicación. Fueron las últimas palabras que me dijo.
Mirar a la distancia
Al doctor Peccei le disgustaba profundamente la cortedad de miras de los periodistas, tan distinta de su visión amplia y extensa. El cofundador del Club de Roma siempre decía que los argumentos y las gestiones no sirven de nada, cuando uno no adopta una perspectiva a largo plazo. Cuando es claro que un barco se dirige por un rumbo que lo llevará a un impacto, ¿no hay que cambiar la dirección de inmediato? ¿Qué se gana mirando las olas que golpean contra la proa?
Gran parte de la prensa profirió sarcasmos sobre el Club de Roma y se ocupó de ridiculizar sus actividades. Muchos periodistas denostaron al doctor Peccei como un «profeta del Apocalipsis». También hubo intelectuales que restaron importancia al Club de Roma y a sus advertencias, con toda clase de argumentos irresponsables. Por ejemplo, un intelectual japonés dijo que la preocupación del Club de Roma por el crecimiento industrial y por la explosión demográfica era como los temores de la gente en el siglo xviii, que decía que el aumento de carruajes sepultaría al mundo en bosta de caballo. Para este académico, no se habían tenido en cuenta los avances de la tecnología.
Los comunistas tildaban al Club de Roma de «capitalista». Los capitalistas lo denunciaban como un foro «comunista». Los países en vías de desarrollo decían que las ideas del Club eran una conspiración para detener su crecimiento, y esgrimían que los ricos eran incapaces de comprender los sentimientos de los pobres.
Pero, de a poco, la posición del Club de Roma fue ganando apoyo. Hoy, cualquier persona reconoce que la Tierra tiene una capacidad limitada de sustentar la vida humana. La humanidad por fin despierta de su obsesión unilateral por la opulencia económica a cualquier costo. En 1992, las Naciones Unidas celebraron la Cumbre de la Tierra, y desde entonces muchas organizaciones internacionales, gobiernos nacionales y grupos privados han tratado de afrontar las numerosas cuestiones globales que penden sobre nosotros.
El primer paso solitario del doctor Peccei se convirtió en un paso gigantesco para la humanidad.
Una vida de trabajo y de compromiso continuos
El 14 de marzo de 1984, este sublime pionero falleció a los setenta y cinco años. La suya fue una vida de trabajo y de compromiso continuos. Doce horas antes de morir, se hallaba dictando desde su lecho. Era un hombre de tremenda determinación. Su último manuscrito, sin terminar, se titulaba Agenda for the End of the Century (Programa para el fin de siglo), y fue publicado en forma póstuma. El doctor Peccei no llegó a verlo impreso.
Uno de sus párrafos dice:
El progreso, tal como hoy se lo concibe, no puede ser detenido. Por ende, el único recurso de la humanidad yace en mejorar la calidad y las cualidades de sus miembros en todas partes del mundo, de tal forma que, aprendiendo a domar los tigres tecnológicos que la especie humana ha puesto en libertad, los protagonistas del mañana sean los hombres, y no las máquinas.[2]
Al principio, el doctor Peccei llamaba «revolución humanística» a este mejoramiento de la calidad y las cualidades del ser humano. Pero luego escogió llamarlo «revolución humana». En un manuscrito que data de apenas un mes antes de morir, escribió: «Lo que necesitamos es una nueva filosofía de vida».[3]
Heredar el espíritu de un gran individuo
Después de la muerte del doctor Peccei, conocí a sus hijos, Roberto (físico) y Ricardo (sociólogo). Con este último me encontré en Londres. Estábamos compartiendo recuerdos de su padre, cuando le dije: «Cuando muere una gran persona, tendemos a olvidar sus ideales y su espíritu, y dejamos que se reafirme nuestro propio yo. Esta es una señal de debilidad humana y es un rasgo muy desagradable en el hombre. Creo que lo más importante para nosotros es continuar con los ideales del doctor Peccei y con sus metas, sin vacilar».
Hoy, firme tras los objetivos de su cofundador, el Club de Roma continúa sus influyentes actividades tras la conducción de su presidente, Ricardo Díez-Hochleitner.
Ricardo Peccei me contó que su padre, en sus últimos años, solía decirle que la misión de los jóvenes era cambiar el mundo, y que estos lo harían a través de sus revoluciones humanas. En vida, el doctor Peccei elogió a la División de Jóvenes de la Soka Gakkai y manifestó que estaba abriendo un camino en esa dirección, difundiendo el valor de la amistad en todo el globo.
El doctor Peccei fue un hombre de inmensa personalidad, como un padre afectuoso. Sabía contemplar el futuro como un filósofo auténtico, pero también tenía criterio práctico y capacidad para tomar decisiones, como un hombre de negocios. Su grandeza yacía en que todas estas cualidades derivaban de su intenso amor por la humanidad.
Cuando pienso en el doctor Peccei, recuerdo aquel cielo azul de París y la voz de ese guerrero intrépido que luchó tan ardientemente para crear un futuro brillante y claro como aquel firmamento.
Aún me parece oírlo decir que, aunque el crecimiento económico tiene límite, el aprendizaje humano es ilimitado. Nuestros recursos externos son finitos, decía, pero nuestras riquezas internas son interminables. Aún no hemos tomado contacto con ellas, y la revolución humana es lo que nos permite extraerlas y hacerlas surgir. Debemos hacer uso de todos los medios disponibles para impulsar esa revolución humana, fue su exhortación.
«Estamos de acuerdo. ¡Hagámoslo!», declaró extendiéndome la mano, para que nos diéramos un fuerte apretón. «¡Hagámoslo!», dijo, «en bien del siglo xxi, en bien de nuestros hijos y nietos, antes de que sea demasiado tarde!».