La perspectiva budista de la vida y muerte
(Extracto de la conferencia brindada en la Universidad de Harvard, Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos, el 24 de septiembre de 1993.)
Fue el filósofo griego Heráclito quien afirmó, con su célebre panta rhe, que todo estaba sometido a un fluir constante y que el cambio constituía la naturaleza esencial de las cosas. En verdad, todo cambia continuamente, a cada momento, se trate del mundo de los fenómenos naturales o de los asuntos humanos. Nada conserva exactamente el mismo estado, ni siquiera al cabo de un brevísimo instante: hasta las rocas y los minerales de aspecto más compacto y sólido están sujetos a la erosión del tiempo. Pero durante este siglo de guerras y de revolución, el proceso normal de cambio parece haber adquirido una magnitud y una velocidad apabullantes. A decir verdad, hemos sido testigos de las transformaciones sociales más extraordinarias.
El budismo denomina "transitoriedad de todos los fenómenos" (shogyo mujo, en japonés) a este aspecto efímero de la realidad. En la cosmología budista, la idea se describe como un ciclo incesante de formación, continuidad, declinación y desintegración, por el que pasan todos los sistemas.
En nuestra vida como seres humanos, experimentamos dicha transitoriedad por medio de cuatro sufrimientos: el sufrimiento de nacer (que implica el dolor de la existencia cotidiana), el sufrimiento de la enfermedad, el de la vejez y, por último, el de la muerte. Ningún ser humano puede considerarse exento de estos pesares. Podría decirse que la angustia y, en especial, el problema de la muerte fueron lo que condujo a la formación de sistemas filosóficos y religiosos.
Se dice que Shakyamuni se sintió compelido a buscar la verdad a partir de una serie de encuentros accidentales con estos sufrimientos, en los portales del palacio en que había sido criado. Platón señaló que los auténticos filósofos siempre abordaban la cuestión de la muerte. Y Nichiren, fundador de la escuela de budismo en la cual basa sus actividades la Soka Gakkai Internacional, nos aconseja "primero estudiar la muerte, antes de estudiar cualquier otro asunto". (1)
Esta cuestión pende gravemente sobre el corazón del hombre, cual recordatorio ineludible de la naturaleza finita que posee nuestra existencia. Y por ilimitados que parezcan ser los poderes o la riqueza que el ser humano es capaz de acopiar, hay algo que se presenta como una certeza y es la seguridad de que habremos de morir algún día. Consciente de su propia mortalidad, el género humano ha tratado de controlar el temor y la aprensión que circundan la muerte, buscando formas de participar en lo eterno. Gracias a esta búsqueda, el hombre aprendió a trascender las formas instintivas de vivir y desarrolló, precisamente, las cualidades que hoy conocemos como "humanas". Este enfoque nos permite comprender por qué la historia de la religión obviamente coincide con la historia del hombre.
La civilización moderna trató de ignorar la muerte; hemos apartado la mirada de este problema fundamental. El morir, cubierto por un manto de sombras, pasó a contarse entre las cosas de las cuales sólo cabe aborrecer. Para la humanidad moderna, la muerte es la simple ausencia de vida, el vacío, la nada. La vida pasó a identificarse con todo lo bueno, con lo que es, con lo racional, con la luz; la muerte sólo es el mal, la nada, lo oscuro y lo irracional. Desde todo punto de vista, lo que prevalece es una percepción negativa de la muerte.
No obstante, ¿cómo ignorarla? La disolución física, imposible de negar, le ha cobrado una agobiante retribución a la humanidad moderna. El clima horrendo e irónico de esta civilización moderna es lo que Zbigniew Brzezinski ha dado en llamar el "siglo de la megamuerte". Más en lo inmediato, una serie de tópicos de variada índole reclaman que se evalúe y se examine el auténtico significado de la muerte. Entre ellos, la muerte cerebral, el derecho a morir con dignidad, la atención de los enfermos con cuadros terminales, las diferentes modalidades funerarias y las investigaciones sobre la muerte y el fallecimiento que llevaron a cabo autores como Elisabeth Kübler-Ross.
La humanidad parece estar a punto de reconocer, por fin, el error fundamental de las nociones que veníamos albergando sobre la vida y la muerte; parece dispuesta a comprender que el morir es más que la ausencia de vida; que la muerte --junto con la vida activa-- es necesaria para la formación de un todo más grande y esencial. Ese todo más amplio que menciono refleja la profunda continuidad de la vida y la muerte que experimentamos como individuos y expresamos mediante la cultura. Uno de los desafíos más imperiosos que nos aguardan en el siglo venidero es establecer una cultura basada en la comprensión de la vida y la muerte, y en la eternidad esencial de la vida. Esta actitud no implica desestimar la muerte, sino enfrentarla en forma directa, para situarla dentro del contexto más amplio de la vida.
El budismo habla de una naturaleza intrínseca, que en japonés se denomina hossho y, a veces, se traduce como "naturaleza del dharma". Existe en las profundidades de la realidad fenoménica; depende de las condiciones ambientales y responde a ellas; esta naturaleza intrínseca manifiesta estados alternos de aparición y de latencia. Todos los fenómenos --entre ellos la vida y la muerte-- pueden ser vistos como fases cíclicas de aparición (en estado manifiesto) y de repliegue (al estado de latencia).
Los ciclos de vida y muerte se asemejan a los períodos alternos de sueño y de vigilia. La muerte, de tal forma, puede ser concebida como una fase de descanso y recuperación, antes de una nueva vida, así como el sueño nos prepara para las actividades del día siguiente. Cuando uno logra ver la muerte desde esta perspectiva, lejos de repudiarla, encuentra en ella, al igual que en la vida, un beneficio digno de apreciar. El Sutra del Loto, esencia del budismo mahayana, señala que el propósito de la existencia, del ciclo eterno de vida y muerte, es "sentirnos felices y en paz". Además, enseña que la fe y la práctica constantes nos permiten experimentar, en la muerte (y no sólo en la vida), una profunda e intensa alegría; es decir, sentirnos igualmente "felices y en paz" (2) tanto en una como en otra fase de la existencia. Nichiren describe el logro de esta condición como "la más grande de todas las alegrías". (3)
Si las tragedias de este siglo de guerras y de revolución nos han dejado alguna enseñanza, seguramente ésta fue la inutilidad de ver como único determinante de la felicidad humana la reforma de factores externos --como, por ejemplo, los sistemas sociales--. Estoy convencido de que, en el siglo venidero, se dará prioridad a la transformación interior, inspirada en una nueva comprensión de la vida y de la muerte.
(1) Nichiren Daishonin Gosho Zenshu, edit. por Nichiko Hori, Tokio, Soka Gakkai, 1952, pág. 1404.
(2) Taisho Issaikyo, edit. por J. Takakusu, Tokio, Taisho Issaikyo Publishing Society, 1925, vol. 9, pág. 43c.
(3) Nichiren Daishonin Gosho Zenshu, pág. 788.