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Chingiz Aitmátov, célebre escritor kirguís

(El presente ensayo de Daisaku Ikeda pertenece a una serie sobre los encuentros con figuras mundiales.)

Con voz resonante y grávida de sentimientos, dijo: «Mi deseo más profundo es construir una sociedad en que la oración y el poder de las madres sean más fuertes que cualquier autoridad».

Las palabras de Chingiz Aitmátov pulsaron una cuerda de profunda empatía en mi corazón. «Exactamente», respondí. «A ese mismo propósito he dedicado mi vida, y por eso, no podría estar más de acuerdo.

Un último adiós

En otoño de 1937, a los ocho años, el señor Aitmátov subió a un tren en la estación moscovita de Kazan, junto a su madre, su hermano menor y sus hermanas más pequeñas. El padre había ido a despedirlos.

Encuentro con Chingiz Aitmátov en Moscú

Encuentro con Chingiz Aitmátov en Moscú (julio de 1990)

«¿Por qué nos tenemos que ir?», pensó. No se le ocurría ningún motivo por el cual, inesperadamente, su padre tuviese que enviarlos a todos de regreso a Kirguizistán, su pueblo natal. Su padre, una figura popular y respetada dentro de su comunidad, era uno de los dirigentes del recién formado Partido Comunista de Kirguizistán. Había ido a Moscú con la familia para formarse en un establecimiento educativo del Partido Comunista Central.

Pero entonces comenzó el régimen del terror implantado por Stalin en la Unión Soviética. Una palabra del dictador era suficiente para que alguien desapareciera, sin mayores trámites. Se dice que la tragedia de las purgas estalinistas cobró la vida de decenas de millones, dado que se incitaba a la matanza de compatriotas entre sí. La amenaza del terror tendía su sombra hacia la familia Aitmátov. Consciente del peligro, el padre tomó una decisión. Al menos, debía salvar a su familia.

El tren arrancó, lentamente. Con la palma de la mano apoyada sobre la ventanilla del vagón en que viajaba su familia, el padre caminó por el andén siguiendo la marcha del tren. Los hijos le decían adiós con inocencia, sin advertir lo mucho que estaba en juego. Cuando el vagón tomó velocidad, el padre siguió escoltando el tren, a la carrera. Y así continuó hasta que el largo andén llegó a su fin, como si quisiera prolongar su adiós hasta el último momento posible.

Todos guardan en su memoria alguna escena imborrable, un momento que engloba la vida entera.

El señor Aitmátov recuerda aquel 1° de setiembre. Lo evoca cada vez que pasa por la estación Kazán. «Padre, tú sabías que era nuestro último adiós...»

«¡Nunca bajes la mirada cuando nombres a tu padre!»

Kirguizistán es una tierra hermosa, de amplias praderas; los montes Tien Shan se yerguen hasta lo alto del impecable cielo azul; sus arroyos cristalinos, sus lagos de aguas puras y salpicadas de olas platinadas; sus colinas de verde fronda, y la cúpula oscura de la noche, tachonada de miles de estrellas.

Pero en medio de semejante belleza natural, los Aitmátov debieron vivir prácticamente en el ostracismo, en la remota aldea en que habían erigido su hogar.

Cuando la madre preguntó al Partido sobre la suerte corrida por su esposo, le dijeron que lo habían sentenciado a diez años de cárcel y que no tenía permiso para enviar ni recibir correspondencia. Desde luego, era mentira, porque ya lo habían fusilado, dos meses después de su despedida en aquella estación. El hombre tenía apenas 35 años. Aunque ardía de pasión por los ideales del socialismo y trabajaba duramente en bien del pueblo, lo habían tildado de enemigo, y por ese motivo, terminó sus días fusilado.

Cuando la familia regresó a Kirguizistán, la más pequeña tenía sólo seis meses de edad. Aunque la madre del señor Aitmátov sufría de problemas de salud, debió hacer frente por sí sola a la manutención del hogar. Educó a sus hijos al mismo tiempo que trabajó como contadora para una de las granjas colectivas de su pueblo. El señor Aitmátov, por su parte, comenzó a labrar la tierra a muy temprana edad.

Pero los vecinos miraban a la familia con frialdad. Los Aitmátov no se atrevían a decir en voz alta el nombre de su padre. Muchos pobladores suponían que el hombre tenía que haber hecho algo malo, ya que el gobierno lo castigaba. Por momentos, el pequeño Aitmátov ni siquiera osaba decir cuál era su apellido.

Pero en el pueblo había personas de sano juicio, que no estaban dispuestas a dejarse confundir por la convulsión reinante. Una de ellas era un maestro de escuela primaria que, un día, dijo al señor Aitmátov: «Jamás bajes los ojos cuando nombres a tu padre. ¿Me entiendes?». Estas palabras fueron, para él, un tesoro de por vida.

«Ese maestro me dio valor», recuerda el escritor. «En aquellos días, era impensable que alguien me exhortara a sentir orgullo de mi pobre padre en desgracia. Ese maestro me enseñó a no apartarme de mi humanismo y a dar importancia primordial a la dignidad del ser humano. [...] Aún hoy, me hierve la sangre cuando veo que insultan o degradan a alguien».

Un hombre de espíritu intrépido

Conocí por primera vez al señor Aitmátov en Tokio, en 1988, en uno de sus viajes por el mundo como abanderado de la perestroika. Luego, a instancias del presidente Mijaíl Gorbachov, pasó a integrar el Consejo Presidencial Soviético, donde fomentó la filosofía política conocida como «nuevo pensamiento». En cuanto estreché su mano, supe instintivamente que era un hombre valiente como un león. Su rostro intrépido revela un espíritu audaz. Su sólida contextura irradia fortaleza y calidez, como si en su interior ardiera una caldera al rojo.

El señor Aitmátov cree que, en ciertos sentidos, todos deberíamos conservar un «alma campesina»: no olvidarnos de cómo huele la tierra, pues allí mismo florecen miles de hermosos capullos espirituales.

Lágrimas de dolor y de pesar

El señor Aitmátov nació en diciembre de 1928, es decir, el mismo año que yo. «Nuestra generación», dice, «experimentó la guerra cuando éramos niños. Hemos visto el tremendo sufrimiento que produce; el hambre y el dolor que deja como secuela. También hemos visto al pueblo ponerse de pie sobre las cenizas de la destrucción, en busca de la luz de una nueva época».

Cuán cierto es... No creo que ningún período de la historia haya arrancado tantas lágrimas de dolor y de agonía a las madres del mundo como el siglo xx.

Aún recuerdo la expresión con que mi madre recibió la noticia de que mi hermano mayor había muerto en la guerra. En silencio, se volvió de espaldas a nosotros mientras sus hombros menudos temblaban, en el esfuerzo por sofocar el llanto.

Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, en el pueblo del señor Aitmátov todos los hombres aptos para el servicio militar fueron destinados al frente de combate. Sólo quedaron las mujeres, los ancianos y los niños. La vida de los Aitmátov se tornó más difícil aún. Habitaban un cobertizo de adobe en estado semirruinoso, que alguien había abandonado. La madre del escritor ya era de salud débil, pero la pérdida abrupta del esposo había agravado mucho su condición, de tal manera que la mujer solía caer en cama con frecuencia.

No podía enviar a sus cuatro hijos a la escuela, por razones económicas, así que el señor Aitmátov tuvo que abandonar sus estudios formales a los catorce años. Pero como superaba a todos los demás jóvenes en lectura y escritura, el consejo del pueblo lo eligió secretario. Como tal, una de sus funciones era recaudar impuestos de los pobladores. Para un joven de catorce años, era una tarea demasiado pesada. ¡Qué difícil le habrá resultado ir a cobrar tributos a hogares que no tenían qué comer, habiendo perdido el sostén del hogar!

Portador de noticias fúnebres

Pero el trabajo que más odiaba era tener que informar a las familias las bajas de los soldados caídos en combate. Cuando se presentaba a las puertas de aquellos hogares que tenían parientes reclutados, lo miraban con rostros temerosos y tensos de ansiedad. Extraía del morral un pequeño papel del tamaño de la palma de su mano, con el sello del Ejército Ruso. Tenía que leer el parco mensaje y traducirlo a la lengua kirguís.

Las madres soltaban un grave y denso suspiro. Él dice que era «como si se desplomara una montaña de roca», un gemido transido de dolor y de congoja indescriptible. «¡Ay, mi hijo ya no regresará nunca más...! ¡Jamás podré volver a abrazarlo! ¡Ay, mi pobre hijo reducido a este pedazo de papel...!». El joven Aitmátov no se atrevía a mirar a estos seres desconsolados, pero tampoco tenía coraje para irse. Ni sabía cómo reconfortarlos. Lo único que atinaba a hacer era quedar allí de pie, frente a esas madres partidas de dolor, mientras sentía crecer en su corazón una furia imposible de sofocar.

¿Por qué los seres humanos se matan unos a otros? ¿Por qué? ¿Para quién? ¿Qué eran las naciones, además de hogueras alimentadas con el combustible de vidas humanas? ¿Y qué lo había privado de la vida de su padre?

Combatir el mal que amenaza la vida de la gente

Desde la primera vez que nos vimos, me reuní con el señor Aitmátov muchas veces; nuestros diálogos se han acumulado con el transcurso del tiempo, en muy variados ambientes, lugares y estaciones. Moscú a comienzos del verano; Tokio en otoño; Karuizawa [en la prefectura japonesa de Nagano] en verano; Luxemburgo en primavera, cuando el señor Aitmátov desempeñaba funciones como embajador soviético en dicho país... También nos reunimos en Francia y en Kyoto. A lo largo de todo ese tiempo, nuestras familias también fueron entablando una amistad. El señor Aitmátov y yo publicamos un diálogo juntos, titulado Oinaru Tamashii no Uta [Oda a la Grandeza de Espíritu], en el cual intentamos profundizar la necesidad de luchar contra todas las manifestaciones del mal que amenazan la preciosa vida de la gente.

El enemigo del pueblo es el nacionalismo y el totalitarismo, de derechas o de izquierdas; es la burocracia y el autoritarismo; es cada expresión del fanatismo; y también el mercantilismo inescrupuloso, que no se detiene ante nada con tal de lucrar.

Recuerdo un episodio que se produjo en 1992, un año después del colapso de la Unión Soviética. Recién comenzaba el otoño en la Universidad Soka de Tokio, y el señor Aitmátov y yo estábamos en la Casa de Man’yo (Diez mil hojas), ese magnífico lugar de vieja techumbre y antiguo estilo japonés situado dentro del predio de la universidad. Me dijo: «El mundo entero es escenario de derramamientos de sangre y de trágicos conflictos étnicos. Pero en la radio, se siguen informando semejantes horrores con voces neutras, desprovistas de emoción... “Hoy se han registrado doscientas víctimas fatales”; “Han muerto equis cantidad de personas”, como si el número de las muertes importara más que los seres humanos realmente fallecidos...»

Afuera, el aire otoñal transportaba el tenue chirrido de los insectos.

Perseguir a un abigeo

Cuando el señor Aitmátov era pequeño, le tocó vivir un incidente que lo hizo temblar de ira y salir corriendo de su hogar con irrefrenables deseos de matar. Su familia tenía una vaca de la cual todos dependían para obtener leche. Era, prácticamente, la única posesión familiar, y por tal motivo todos la valoraban mucho. Un pariente se la había dado para paliar el hambre y la pobreza de los Aitmátov. Los cuatro niños cuidaban con afecto a la vaca, a la que habían puesto Zujra de nombre. Ansiaban la llegada de la primavera. Pues entonces podrían beber la deliciosa leche fresca que daría Zujra e, incluso, preparar una rica cuajada.

Pero una mañana, cuando el pequeño caminó hasta el cobertizo donde pasaba las frías noches la vaca, se quedó atónito al ver que el animal no estaba. ¡La habían robado! Fue una conmoción tremenda para toda la familia, como si el suelo se les hubiera abierto bajo los pies. Tan desesperados los dejó la noticia, que sólo atinaron a llorar.

La madre del señor Aitmátov padecía de asma y de reumatismo graves. También vivía con ellos una tía que había perdido a su esposo en una de las purgas y cuyo hijo de dieciocho años se encontraba luchando en el frente.

«¿Cómo se atreve alguien a robarnos lo único que tenemos, que es esta vaca? ¿Cuántos sufrimientos más podrá soportar nuestra madre? ¿Cómo vamos a vivir ahora?». Todo esto pasó por la mente del joven Aitmátov.

Lo que sentía era una furia incontrolable hacia el ladrón. «¡No! ¡No pienso dejar que esto quede así! Encontraré al abigeo y lo mataré. ¡Sí, lo mataré!». Tomó un rifle prestado a un vecino y partió bajo la nieve y el viento en busca del culpable, a través de campos y de valles. Pero el sujeto no aparecía, y la ira del señor Aitmátov era cada vez mayor.

Empezó a sentir hambre; y había arruinado la suela del único par de zapatos que tenía, y que compartía con su hermano.

Mientras deambulaba por la nieve, con la mirada poseída por la rabia, se topó con un anciano montado en un burro. Era, a todas luces, un hombre pobre, de larga barba blanca y ropas raídas. Era costumbre en Kirguizistán que los jóvenes saludaran a los mayores con respeto cuando se los cruzaban en el camino, pero ese día, el señor Aitmatov no estaba para reglas de cortesía. En cambio, fue el anciano quien lo interpeló.

«¡Un momento, jovencito! ¿Tú no tendrás pensado matar a alguien?»

«Sí, eso es lo que me propongo».

Y entonces los dos se miraron. El anciano lo contempló con ojos cálidos y bondadosos, y el señor Aitmátov se sintió inclinado a contarle la penosa historia. Cuando concluyó, aquel le dijo: «Sé muy bien cómo te sientes. Se me estruja el corazón y hasta la osamenta, de verte en semejante estado. Pero no debes matar, ni siquiera en tu imaginación. Ni siquiera a un infame ladrón como éste. Pues sus crímenes encontrarán debido castigo en algún momento de la vida».

«Si regresas a tu hogar y te olvidas de este deseo de matar, serás bendecido con la felicidad. Al principio quizá no lo notes, pero un buen día te darás cuenta de que la dicha se ha instalado en tu corazón. Pensarás que lo que te digo es un sinfín de estupideces, pero confía en mí y vuelve a tu casa. ¿De acuerdo? ¡Jamás salgas así, dispuesto a matar a un ser humano! ¡Ni siquiera dejes que se te cruce la idea! Algún día entenderás por qué te lo digo. Pero ahora, jovencito, por favor regresa a tu hogar».

Y con esto, el anciano siguió su camino.

Por alguna razón, el señor Aitmátov siguió su consejo. No había hecho unos metros cuando volvió la cabeza, pero el anciano ya era una diminuta figura a la distancia.

Se encaminó entonces a su hogar, con el pesado e innecesario rifle pendiendo del hombro. Los campos vacíos y cubiertos de nieve blanca resplandecían bajo la luz del Sol. De pronto, por su rostro echaron a rodar las lágrimas, sin que él se diera cuenta, mientras el espasmo del llanto le doblaba el cuerpo en sollozos incontenibles. Arrastrando con torpeza el pie que llevaba el zapato roto, siguió desandando el camino rumbo al hogar.

Literatura arraigada en la vida del pueblo

El niño pudo traducir el sufrimiento en fortaleza, profundidad y amplitud de espíritu. «En mi temprana infancia, veía la vida desde una perspectiva luminosa y poética», cuenta el señor Aitmátov. «Pero, luego, tuve que descubrir sus aspectos duros, crudos, dolorosos y hasta heroicos».

Como secretario del consejo local, el joven Aitmatov conocía en detalle cada casa y cada familia del pueblo. Esta sucesión de contactos humanos con diversas personas le permitió adquirir sabiduría práctica, a la cual supo dar buen uso a lo largo de toda su vida. No aprendió tanto de las palabras, como de la vida y el ejemplo diario de esas personas, que se ganaban la existencia con el sudor de la frente. De a poco y sin que lo advirtiera, la vida y el espíritu de su pueblo fueron echando raíz en sus escritos.

Esté donde esté, aun en los sitios más deslumbrantes, el señor Aitmátov nunca se olvida del lugar del que provino. Nunca olvida cuánto le debe a esa gente de trabajo, que hizo de él lo que es hoy.

Reencuentro en Luxemburgo (junio de 1991)

Reencuentro en Luxemburgo (junio de 1991)

Creció escuchando los viejos relatos y leyendas que le contaba su abuela paterna sobre los habitantes de las estepas y oyéndola cantar antiguas tonadas folclóricas. De joven, buscó respuesta a sus preguntas sobre la vida en las obras de los grandes escritores. Después de la Segunda Guerra Mundial, egresó del Instituto Agrícola de Kirguizistán y trabajó como experto en cría de ganado. Sin embargo, su atracción por la literatura no hacía más que crecer, así que, a los 27 años, entró en el Instituto de Literatura, adjunto a la Federación Soviética de Escritores, en Moscú.

A los 29, su novela Jamilya llamó la atención del escritor francés Louis Aragon, quien la calificó como «la historia de amor más hermosa del mundo» y, de esta forma, consolidó la reputación del señor Aitmátov como escritor. A los 34, ganó el prestigioso Premio Lenin de Literatura. Sus obras fueron traducidas a muchos idiomas, y tienen adeptos no sólo en la Unión Soviética, sino en todo el mundo.

Escribir con la vida

Escribir fue una lucha para el señor Aitmátov. Cada palabra, una gota de sangre. Ha dicho: «La responsabilidad de un escritor es encontrar palabras que capturen, mediante sus penosas experiencias personales, el sufrimiento, el dolor, la fe y la esperanza del pueblo. Porque a un escritor le cabe la responsabilidad de hablar en nombre de sus congéneres. Todo lo que sucede en el mundo me está sucediendo a mí personalmente». Seguramente, la libertad de expresión se ha conquistado en bien de aquellos que poseen este elevado sentido de la misión.

Pero las autoridades hicieron estragos con sus palabras, que eran la esencia de su ser. Su esposa María me contó de sus penurias. «Durante la era soviética, cada cosa que se publicaba debía ser aprobada por la KGB. A menudo acompañaba a mi esposo a ver a los censores. Le decían: “Tiene que cortar esta parte y esta otra” o “Saque esta frase”. Mi marido tenía que hacer lo que le exigían, para que no censuraran el libro entero».

No pasa mucho tiempo antes de que los poderosos que sofocan la voz del espíritu comiencen a extinguir también la vida de la gente. Los que queman libros no tardan demasiado en lanzarse a quemar seres humanos.

«Siempre me irrita que tantos líderes del pasado y presente que gobiernan al pueblo y a la sociedad tengan una opinión tan desmesurada de sí mismos. No tienen ningún motivo para ser tan jactanciosos».

Verano del 91

El señor Aitmátov no supo nada de su padre durante décadas. Cuando la madre falleció, treinta años después de aquel adiós en el andén, el señor Aitmátov hizo grabar en la lápida que ambos descansaban allí, y se dijo a sí mismo que así era.

Pero, inesperadamente, veinte años después, aparecieron los restos de su padre.

En agosto de 1991, el entonces presidente soviético Mijaíl Gorbachov y su familia fueron puestos bajo arresto domiciliario durante un intento de golpe de estado. Esos fueron los «tres días que sacudieron al mundo» y que, en última instancia, condujeron a la caída de la Unión Soviética. Y el episodio sucedió poco antes de que hallaran los restos del padre del escritor.

En una antigua fábrica de ladrillos de Kirguizistán, se descubrió una fosa colectiva con 138 cuerpos, identificados como víctimas ejecutadas por Stalin en 1937. Debido al largo tiempo transcurrido, las ropas y el calzado se habían desintegrado por completo. Pero entre los restos se halló un papel atravesado por un orificio de bala. Era una sentencia escrita con el nombre «Trekul Aitmátov», claramente legible.

Al cabo de 54 años, el señor Aitmátov finalmente se reunía con su padre.

El corazón le ardía de angustia por ese padre, falsamente acusado y ejecutado de una forma infame, y por su madre, que había fallecido sin jamás enterarse de la suerte corrida por el esposo. Esa madre que soportó y resistió todo, permitiéndole al hijo estudiar sin preocuparse por ella ni por la familia. El corazón le ardía de odio hacia esos mentirosos desalmados, hacia esa sed endemoniada de poder y de dominio que los impulsaba a la locura.

Y el corazón le ardía de ira, hacia todos aquellos que infligían tanto, tanto dolor y sufrimiento a las madres y a los niños.

El señor Aitmátov declara: «Finalmente, ¿qué es lo correcto? ¿Cuál debería ser el parámetro para distinguir el bien del mal? Debo creer que el amor a nuestros semejantes, el amor por todos los que han nacido en este planeta es lo que nos lleva a desear a cada uno la libertad y la felicidad. No existe ninguna ideología o estructura nacional que sea más importante que esto. Las personas se convierten en verdaderos héroes cuando aman».

Amor a la humanidad

Han pasado doce años desde mi primer encuentro con el señor Aitmátov. Doce años turbulentos de cambios históricos. Muchas de las instituciones y organizaciones sociales de la era soviética han desaparecido, incluso aquellas que, en aquel momento, parecían omnipotentes. El señor Aitmátov, un activista que rebosa de amor por la humanidad, lo atribuye al hecho de que todas ellas han sido creadas sólo con fines políticos; cuando la base política se derrumbó, también se derrumbaron las estructuras junto con ella.

«En cambio», dice, «la Soka Gakkai es una organización que trasciende la política; que se erige por sobre la política. Esa, en mi opinión, es la causa de su fortaleza. Por eso, también, es blanco de tantos ataques».

El señor Aitmátov es un aliado de todos los que anhelan ver una nueva época en que la solidaridad de las madres triunfe sobre los males del poder.

(Traducido el material publicado el 20 de mayo de 2000 en el Seikyo Shimbun, diario de la Soka Gakkai.)

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