Infancia y juventud
Daisaku Ikeda nació en Tokio el 2 de enero de 1928, como el quinto hijo, entre ocho hermanos, de una familia que procuraba su sustento con la producción de algas marinas comestibles.
Ikeda a los 19 años
Durante su juventud, Ikeda fue un joven de constitución enfermiza, agravada a causa de la tuberculosis. El pronóstico médico de que tal vez no viviría hasta los treinta años hizo que despertara en su interior un espíritu profundamente intenso y nutrió en él la determinación de no malgastar un solo instante de su existencia. Esa resolución se convirtió en uno de los rasgos más distintivos de su personalidad.
Ikeda se crio en Tokio durante una época en que el Japón ya había anexado a Corea y a Taiwán a su territorio, y el régimen militarista nacional estaba llevando inexorablemente al país hacia la Segunda Guerra Mundial. Casi todos los sectores de la sociedad japonesa –desde las familias y las fábricas hasta las escuelas y los grupos religiosos— fueron puestos al servicio de los planes bélicos, y cualquier clase de disenso fue reprimida de manera implacable.
Tal fue el entorno que generó en Ikeda su gran pasión por la paz. Siempre, al recordar ese período, lo invadía la furia ante la necedad y la arrogancia del militarismo. Ikeda era un adolescente en la década de 1940, cuando el Japón entró en la Segunda Guerra Mundial. Su familia, como casi todas las demás, resultó devastada, espiritual y materialmente. Su hogar sucumbió dos veces bajo el fuego de los ataques aéreos, y hubo un momento en que el joven y sus padres tuvieron que refugiarse provisoriamente en un gran boquete producido por una bomba.
Retrato de Ikeda en la escuela primaria (primera fila, cuarto por la izquierda)
Los cuatro hermanos mayores de Ikeda fueron reclutados y llevados al frente de batalla. A menudo, él rememoraba cómo su hermano Kiichi, el mayor de todos, quien se encontraba en casa con permiso temporario, había descrito con enorme disgusto la manera en que los militares japoneses trataban al pueblo chino. Una vez terminada la guerra, después de una larga y angustiosa espera de noticias sobre su hermano, le tocó observar cómo su madre recibía, sin proferir una palabra, una pequeña caja blanca que contenía las cenizas de Kiichi. Luego escribió: «Fue inevitable que yo desarrollase un profundo odio hacia la guerra, hacia su crueldad, su insensatez y sus pérdidas gratuitas». 1
En lugar de alivio, el final de la contienda solo produjo en muchos jóvenes de la generación de Ikeda un profundo sentimiento de angustia y de confusión espiritual. Él escribió al respecto:
Yo tenía diecisiete años cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, una conflagración que dejó un terrible sentimiento de vacuidad espiritual entre los jóvenes. Y no fue solo porque todo había quedado reducido a cenizas, sino porque la fraudulencia del sistema de valores que se nos había inculcado quedó finalmente expuesta hasta la médula. […] Al igual que ellos, sentí que me resultaba imposible confiar en los intelectuales y en lo políticos quienes, habiendo cantado las loas de la guerra y precipitado a innumerables jóvenes a la muerte, se habían transformado de la noche a la mañana en apóstoles de la paz y de la democracia.2 [Leer el texto completo]