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Un yo perdurable (Universidad de California en Los Ángeles, EE. UU., 1974)

[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 119-127. Disertación pronunciada en la Universidad de California en Los Ángeles, Estados Unidos, el 1º de abril de 1974].

Es un inmenso placer para mí exponer en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), centro del saber que ostenta una de las tradiciones más prestigiosas en el campo del conocimiento. Por este privilegio, le estoy agradecido al presidente Charles E. Young, al vicepresidente Norman Miller, al cuerpo docente y a los estudiantes, hombres y mujeres que guiarán este país en su tránsito hacia el siglo xxi.

El camino de la moderación

Arnold J. Toynbee (1889-1975), filósofo e historiador, alberga una seria preocupación por el destino de la humanidad en el siglo venidero. En los años recientes, tuve oportunidad de entablar una extensa serie de diálogos con este gran pensador. Nuestras disquisiciones fueron, al menos para mí, fuente de gran enriquecimiento personal y de intenso estímulo intelectual.[1]

Toynbee representa, para los miembros de la joven generación, un exigente ejemplo de laboriosidad. A los ochenta y cinco años, todas las mañanas se levanta a las seis y cuarenta y cinco, y a las nueve ya está en su escritorio, listo para trabajar. Una vez tuve ocasión de verlo allí sentado, sumergido en la labor, y me conmovió la belleza de su ancianidad. Toynbee me contó un episodio sobre el diligente emperador romano Lucio Séptimo Severo (146-211), quien, el día de su muerte, enfermo de gravedad y aun al frente de sus tropas en el frío norte de Inglaterra, transmitió a sus hombres, como lema, la palabra Laboramus, que significa, en latín, «¡Trabajemos!». Según me refirió el propio Toynbee, él mismo había adoptado esta consigna como inspiración personal. Y entonces pensé que allí se encontraba el secreto de su vigor perdurable y de su determinación frente a los nuevos desafíos. El historiador posee la clase de belleza que emana de una vida entera dedicada a la exploración interior y a la contienda intelectual sin cuartel.

Nuestros diálogos cubrieron un vasto espectro de temas: la civilización, la vida, el saber y la educación, la literatura, el arte y la ciencia, los asuntos internacionales y la sociedad moderna, la naturaleza humana, la mujer… Toynbee tenía una imperiosa inquietud sobre el curso de los acontecimientos en épocas posteriores a su muerte. Quería dejar, a todas luces, un mensaje inspirador para quienes lo sucedieran, de modo que la nota dominante de nuestras conversaciones fue su deseo de ayudar a las generaciones futuras. Espero que mi propia vida, en sus capítulos finales, no se quede atrás en esta dedicación al bienestar de la posteridad.

Según Toynbee, la embriaguez tecnológica del siglo xx ha llevado a la contaminación ambiental y a la posibilidad inédita de que el género humano se extermine a sí mismo. En su opinión, cualquier solución posible a la crisis actual dependerá del autocontrol que seamos capaces de cultivar. Sin embargo, el dominio de sí mismo no se adquiere mediante la extrema permisividad ni mediante el ascetismo extremo. La población del siglo xxi deberá aprender a recorrer el camino medio, la senda de la moderación.

Esta proposición me resulta especialmente afín, ya que los ideales de la moderación y del camino medio son elementos que permean la enseñanza del budismo Mahāyāna. En tal sentido, la moderación se refiere a una forma de vivir que es síntesis del materialismo y de la espiritualidad. El camino moderado es la única respuesta posible a la actual crisis de nuestra civilización.

Con todo, para seguir esa ruta, la humanidad necesita una guía confiable. Toynbee y yo, tras ponderar algunos problemas metodológicos, hemos coincidido en que priorizar el enfoque técnico no nos conducirá a ningún lado. A la hora de buscar guías aptas para la época actual, debemos regresar a cuestiones básicas, como la naturaleza de la vida humana y el sentido de la existencia, en cuanto ambas necesariamente conducen a la pregunta por la cualidad esencial de la vida. Saber quiénes somos de verdad y qué es la vida resulta fundamental para entender las culturas y las civilizaciones. Cuando los hombres y mujeres del siglo xxi puedan percibir la naturaleza esencial de la vida, la sociedad se apartará de su fascinación por la tecnología y creará una civilización humana, en el sentido más rico y pleno de la palabra.

Una de las enseñanzas primordiales del budismo es que el vivir involucra un conjunto de aflicciones: el trauma del nacimiento, la agonía de la vejez, el dolor de la enfermedad, el duelo de perder a los seres queridos y, por fin, la angustia de la propia muerte. Estos son los sufrimientos más primordiales, pero hay otros. Los momentos de dicha son efímeros; todos estamos sujetos a verlos terminar. Y, además, en la sociedad actual hay muchos motivos de desdicha; por ejemplo, la discriminación racial y étnica, y la brecha cada vez más acentuada entre ricos y pobres.

En nuestra vida, el pesar y el dolor se producen por razones muy diversas, pero ¿cuál es la causa esencial del sufrimiento en sí? El budismo responde que nada en el universo es constante, y que el dolor se origina en la incapacidad humana de entender este principio fundamental. La naturaleza transitoria de todos los fenómenos es una verdad axiomática. El joven debe envejecer; el sano en algún momento enferma; todas las criaturas vivientes están sujetas a morir, y todo lo que posee forma debe, en última instancia, experimentar la disolución. Como manifestó Heráclito, hace casi dos mil años y medio, todas las cosas están sometidas a un fluir constante; nada en el universo se mantiene igual; todo cambia, segundo a segundo, como la corriente de un río en movimiento. Pese a lo que nuestros sentidos quieran hacernos pensar, nada es inmutable. Más aún, una de las enseñanzas más salientes del budismo plantea que aferrarnos a la ilusión de la permanencia trae aparejados los sufrimientos del espíritu humano.

El apego a lo transitorio

Es propio del ser humano aspirar a la permanencia. Todos deseamos que la juventud y la belleza perduren eternamente. A medida que nos empeñamos en conseguir todo lo bueno que tiene la vida, confiamos en que la riqueza que podamos acumular habrá de conservarse intacta. Así y todo, comprendemos que, por mucho que trabajemos y por inmensa que termine siendo nuestra cuenta bancaria, no podremos llevarnos un solo céntimo al otro lado, como dice el saber común. Conscientes de ello, seguimos trabajando para disfrutar del producto de nuestra labor y, como es natural, queremos gozar de ello todo el tiempo que nos sea posible. Esta es una causa de aflicción: no podemos conservar eternamente el fruto de nuestro trabajo. Lo mismo cabe decir de las relaciones humanas. Uno podrá amar sin límites al ser querido, pero algún día llegará el momento de decirle adiós. La pérdida de un ser amado —marido o mujer, padre o madre, hijo o amigo— provoca el sufrimiento espiritual más profundo que alguien pueda experimentar.

El apego a las personas genera dolor; el apego a las cosas y el deseo codicioso de bienes materiales también puede ser causa de conflictos; el apego al poder conduce, frecuentemente, a la guerra. Demasiado apego a la propia vida puede sumergirnos en un declive de temores e incertidumbre. La mayoría de nosotros no vive preocupada por la inminencia de la muerte a cada instante. Lejos de ello, llevamos a cabo nuestros quehaceres cotidianos con la idea general de que la vida seguirá, para nosotros, por tiempo indefinido. Sin embargo, hay personas que no pueden adoptar esta actitud de optimismo a priori; poseídas por un frenético deseo de conservar la vida el mayor tiempo posible, terminan obsesionadas por el miedo a la muerte, la vejez y la enfermedad.

La vida humana cambia y cambia, por mucho que hagamos para impedirlo. Nuestro cuerpo, manifestación física de la transformación incesante del universo, algún día habrá de morir. Para vivir sanamente y con sentido, debemos enfrentar este aspecto con objetividad y sin temor. En términos budistas, el camino a la iluminación no se puede transitar sin reconocer el cambio constante y universal.

Pero sería un error desechar por completo la utilidad del apego a las cosas, aunque estas sean transitorias. En la medida en que somos humanos y estamos vivos, es lógico y natural que nos empeñemos en preservar la vida, valoremos el amor de los demás y disfrutemos de los beneficios materiales que nos brinda el mundo. En determinadas épocas y lugares, se interpretó que las enseñanzas budistas apuntaban a cortar todo vínculo con las pasiones y los deseos mundanos. También se las vio como un impedimento o una fuerza opuesta al avance de la civilización.

Es cierto que el budismo ha penetrado profundamente en la cultura y el pensamiento del Japón. Puede ser que la falta de tecnología avanzada en ciertas naciones budistas se deba, en parte, a la doctrina de la transitoriedad; esto, no obstante, es solo un aspecto de la filosofía. Las enseñanzas budistas esenciales no instan a suprimir los deseos de este mundo ni a aislarse de los apegos. No postulan la resignación ni el nihilismo. El pensamiento budista, en su raíz, es una enseñanza sobre la Ley inmutable, la vida genuina, la esencia invariable que, subyacente a toda transitoriedad, unifica y da ritmo a todas las cosas, y genera los deseos y apegos de la vida humana.

La subjetividad humana se sustenta en un yo inferior y en un yo superior. Cuando uno se deja cegar por las circunstancias temporales y se deja atormentar por deseos descontrolados, vive solo para su pequeño yo inferior. Vivir para el yo esencial o superior significa reconocer el principio universal que hay detrás de todas las cosas y, con esta iluminación, trascender la transitoriedad de los fenómenos mundanos. ¿Qué es este yo esencial o superior? Es el principio básico de todo el universo. Al mismo tiempo, es la Ley que genera las muchas manifestaciones y actividades de la vida. Toynbee, quien describió el yo esencial como la realidad espiritual suprema del universo, considera que el concepto budista sobre la Ley es más cercano a la verdad que las nociones antropomórficas de Dios.

Vivir para el yo esencial no implica abandonar el yo inferior o limitado: este último solo puede actuar porque existe el primero. El efecto de dicho vínculo es motivar en los individuos los deseos y apegos comunes a todos para estimular el avance de la civilización. Porque la riqueza seduce, es posible el desarrollo económico. Porque el ser humano se ha empeñado en dominar los elementos naturales, ha podido florecer la ciencia. Sin los apegos y conflictos que caracterizan las relaciones sentimentales, la literatura se habría visto privada de uno de sus temas más líricos y perdurables.

Aunque algunas ramas del budismo enseñaron que el practicante debía sofocar el deseo, y a veces hasta condonaron la inmolación como forma de escapar de la vida, este enfoque no representa los elementos más importantes y constitutivos del pensamiento budista. El deseo y el padecimiento son aspectos esenciales de la vida; no se los puede eliminar. El deseo y todo lo que trae aparejado constituyen una fuerza motriz generadora de actividad humana. Así y todo, el deseo (y el yo inferior que se ve afectado por él) necesitan una orientación correcta. El verdadero enfoque budista para cultivar el yo superior no consiste en reprimir o extinguir el yo limitado, sino en controlarlo y dirigirlo, para que, gracias a él, la civilización pueda elevarse a horizontes más nobles y mejores.

Más allá de la vida y la muerte

El budismo enseña que todas las cosas llegarán a su fin, y que la muerte es una cuestión que debemos examinar objetivamente. Aun así, el Buda no fue un profeta de la resignación, sino un hombre que llegó a comprender de raíz la ley de la transitoriedad. Enseñó la necesidad de enfrentar la muerte y el cambio sin temor, porque sabía que la Ley inmutable era el origen de todos los valores y expresiones de la vida. Ninguno de nosotros puede escapar a la muerte, pero el budismo nos permite ver que, atrás de la muerte, está esa vida eterna, invariable y esencial que es la Ley universal. Si se llega a la absoluta convicción de que esta es la verdad, es posible enfrentar con bravura tanto nuestra propia muerte como la transitoriedad de todos los hechos mundanos.

Según la Ley budista, ya que la vida es en sí misma eterna y universal, la vida y la muerte son dos fases o aspectos de una misma entidad. Ninguna está subordinada a la otra, de ninguna manera. En japonés hay un término, , que nos ayuda a comprender esa vida eterna y suprema que gobierna las funciones del nacimiento y la muerte en cada existencia individual. trasciende el marco espaciotemporal, pues alude a un potencial ilimitado. Es la esencia a partir de la cual todas las cosas se tornan manifiestas, y a la cual todas ellas regresan; supera el marco espaciotemporal, en tanto es perenne y permea todo el universo. En nuestros muchos debates sobre la eternidad, Toynbee dijo que, en la idea de , advertía una aproximación a lo que él llamaba la «realidad espiritual suprema».

Es imposible hacer justicia a la naturaleza de en pocas palabras, pero, así y todo, quisiera destacar algunos puntos. En primer lugar, no es la «no existencia». A decir verdad, no es «existencia» ni «no existencia». Estos dos términos representan interpretaciones humanas de la realidad basadas en los ejes del espacio y el tiempo, dentro de los cuales situamos nuestras vivencias y definimos nuestro ambiente. es algo más profundo y esencial; es una realidad fundamental. Su naturaleza podría ejemplificarse a través de las experiencias universales del desarrollo humano. Los cambios psicológicos y físicos que se van produciendo a medida que el sujeto pasa de la infancia a la madurez son tan grandes que pareceríamos estar ante un cambio de persona. Sin embargo, a lo largo de este proceso, hay un yo que une mente y cuerpo, y que permanece relativamente constante. No siempre tenemos conciencia de ese yo, que se manifiesta tanto en los planos físico como mental, pero es la realidad fundamental que yace más allá de las dimensiones de la existencia y la no existencia.

Según la filosofía budista, este yo perpetuo está conectado, en forma directa, con la gran red de la vida cósmica, y por eso es capaz de operar eternamente: por momentos lo hará en la fase de existencia; por momentos, en la fase de muerte. Por eso, el budismo interpreta la vida y la muerte como dos aspectos de una misma entidad. Ya que el yo limitado queda incluido dentro del yo esencial, cada uno de nosotros participa de la vida cósmica inmutable al mismo tiempo que vive en un mundo de transitoriedad y de cambios perpetuos.

Romper las cadenas del deseo

Por desventura, las sociedades modernas parecen estar influidas casi en forma total por los deseos del yo inferior. La codicia humana ha producido un inmenso y sofisticado sistema tecnológico que ha tenido un costo devastador, traducido en la actual destrucción ambiental y en el agotamiento de los recursos naturales del planeta. El apego a las cosas, deseos y pasiones nos ha llevado a erigir colosales edificios, impresionantes redes de transporte y armamentos de potencia ominosa. Si el sujeto no rectifica las actitudes que han dado lugar a estos fenómenos desmesurados, la autodestrucción de la humanidad será simple cuestión de tiempo. No obstante, soy optimista y tengo esperanza; opino que la actual tendencia mundial a reflexionar sobre el rumbo de la sociedad y a reclamar nuevos valores evidencia que, por fin, estamos buscando nuestra propia naturaleza esencial como hombres y mujeres de este mundo.

Una persona podrá tener soberbias aptitudes intelectuales; así y todo, si vive dominada íntegramente por sus pasiones y por la búsqueda de lo transitorio, nunca llegará a ser más que un animal. Es hora de que todos los seres humanos aspiremos a los aspectos perdurables de la vida y que nuestra forma de vivir exprese el auténtico valor que posee la existencia. ¿Cómo se llega a esto, ahora y en el futuro? Una vez más, Toynbee sugirió la solución, cuando definió la codicia y las ansias del yo inferior como «deseos demoníacos», y la voluntad de fusionarnos con el yo esencial como un «deseo de amor». Insistió en que el sujeto podía controlar los primeros y dar libre despliegue al último, solo mediante un estado de atención y de autocontrol permanente.

En el próximo siglo, espero que la civilización rompa su esclavitud del yo inferior y avance consciente del yo perdurable que palpita tras la vigencia efímera del mundo material. Solo así podremos ser dignos de nuestra condición humana; solo así podrá la civilización ser un ámbito de humanismo auténtico. El siglo venidero deberá consagrarse a respetar la vida en el sentido más amplio de la palabra, pues la Ley que subyace al universo es la vida, en sí.

La base sobre la cual elijamos actuar los que hoy vivimos determinará el éxito o el fracaso de la civilización futura. ¿Vamos a patinar en el fango de los deseos egoístas y de la codicia? ¿O a recorrer, a paso firme, la tierra sólida de la iluminación, plenamente conscientes del yo esencial? Lograr todo lo que anhelamos con respecto al bienestar y a la felicidad del género humano depende por completo de nuestra disposición a centrarnos en la realidad inmutable, invariable y poderosa que es la Ley y la vida esencial. Llegados hasta este punto, se torna necesario decidir con claridad.

Nuestra época marca la transición entre un siglo y otro, es cierto. Pero también es mucho más que eso. Ahora, cada uno de nosotros debe ponderar si ha de vivir como un ser humano, en el sentido más rico y pleno del término. Aun a riesgo de parecer extremo, siento que, hasta ahora, el colectivo humano pocas veces ha avanzado más allá del nivel del «animal ilustrado». Hace setecientos años, Nichiren Daishonin, fundador de la filosofía budista cuyas enseñanzas practico, habló de la condición de quien vive como un «animal talentoso». Si consideramos el proceder humano reciente en el mundo moderno, sus palabras adquieren un profundo significado. Tengo la convicción de que debemos llegar a ser mucho más que seres inteligentes o dotados de habilidad. Es hora de empezar a actuar en el terreno espiritual, mientras luchamos por percibir y comprender el yo esencial y la vida cósmica.

Cada persona tiene que hallar su propio camino. Yo he encontrado el mío en el budismo, y me he lanzado a recorrer la travesía de la vida basado en sus enseñanzas, desde mi temprana juventud. Los jóvenes de hoy, situados en un punto crucial de la historia, son capaces de contribuir inmensamente al bien de la humanidad. Si he compartido con ustedes algunas perspectivas de la sabiduría budista, ha sido con la esperanza de que cuanto he dicho sirva a los jóvenes a la hora de escoger su camino hacia el futuro.


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