El desafío de formar ciudadanos del mundo (Teachers College, Universidad de Columbia, EE. UU., 1996)
[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 63 - 74. Disertación pronunciada en la Universidad de Columbia, Nueva York, Estados Unidos, el 13 de junio de 1996].
Así como las aguas caudalosas del río Hudson avanzan sin cesar, con potencia y grandeza, la Facultad de Ciencias de la Educación está creando una corriente ininterrumpida de jóvenes líderes. Ellos son quienes construirán, en el siglo venidero, una magnífica nueva era.
Agradezco sinceramente el honor incomparable que hoy se me concede al invitarme a exponer mis reflexiones en esta institución, la más eminente de los Estados Unidos dedicada a los estudios de posgrado en el campo de la Pedagogía. Este recinto es un monarca en el mundo de la educación, cuya corona irradia una luz capaz de alumbrar el mañana. En especial, extiendo mi gratitud al presidente Levine y a todos los que han trabajado para hacer posible esta visita. Si me permiten, deseo anticiparme y dar las gracias, también, a los comentadores que luego nos esclarecerán con sus reflexiones.
Hace veintiún años, en 1975, tuve el privilegio de visitar la Universidad de Columbia. Cuatro años antes, en 1971, habíamos fundado la Universidad Soka, en Tokio. De esa visita traje conmigo algo que jamás olvidaré: el cálido aliento y los invalorables consejos de esta casa de estudios superiores a una institución hermana que recién se lanzaba a dar sus primeros pasos. Ha pasado el tiempo, pero mi deuda de gratitud es la misma, como lo es mi necesidad de reiterar este reconocimiento.
Antídotos para la guerra
Hoy me encuentro aquí, en la misma facultad donde el célebre filósofo John Dewey honró las aulas. El fundador de la Soka Gakkai y creador del espíritu fundacional de nuestra Universidad Soka, Tsunesaburo Makiguchi, citó con gran respeto las obras e ideas de John Dewey en su libro Sistema pedagógico de la creación de valores, escrito en 1930.[1]
En lo que a mí concierne, el interés y el compromiso que me unen a la educación se remontan a las experiencias que viví durante la segunda guerra mundial. Si se me permite aquí una mención de carácter personal, mis cuatro hermanos mayores fueron reclutados y movilizados al frente de batalla. El más grande murió en combate, en Myanmar; los tres restantes, uno después del otro, fueron regresando de China continental en los dos años siguientes al cese del fuego. Verlos llegar con el uniforme hecho jirones fue un espectáculo de patetismo desgarrador. Mis padres ya eran ancianos. ¿Cómo reducir a palabras el dolor de mi padre, la pesadumbre de mi madre? Podrán pasar los años, pero hasta el final de mis días seguiré recordando la repugnancia y la furia con que mi hermano mayor, durante una licencia, describió las atrocidades inhumanas que había visto cometer al ejército japonés en la China. Fue inevitable que yo desarrollase un profundo odio hacia la guerra, hacia su crueldad, su insensatez y sus pérdidas gratuitas.
En 1947, conocí a un educador extraordinario, Josei Toda. Él y su maestro, el mencionado Tsunesaburo Makiguchi, habían sido encarcelados por el gobierno japonés como prisioneros de conciencia por oponerse a la política bélica de invasión que estaba llevando a cabo nuestro país. Makiguchi murió sin recuperar la libertad; Toda sobrevivió a dos años infames de vida en el presidio.[2]
Cuando escuché su historia, yo tenía diecinueve años. Intuitivamente, comprendí que ese hombre que tenía ante mí, por su postura y sus acciones, merecía mi confianza y nunca me defraudaría. Así pues, determiné seguir sus pasos y atesorarlo como maestro de vida. El alegato continuo y apasionado de Toda puede resumirse en pocas palabras: la humanidad solo podrá liberarse del horror cíclico de la guerra cuando formemos nuevas generaciones de personas imbuidas por un profundo respeto a la dignidad suprema de la vida. Por eso él dio prioridad absoluta a la educación, en todas sus formas.
Conocimiento y felicidad
La educación es un privilegio singularmente humano. Es la fuente inspiradora que nos permite habitar nuestra condición en el verdadero sentido de la palabra; gracias a la educación, el individuo puede asumir una misión constructiva en la vida, con compostura y confianza en sí mismo. Como lo demuestra la historia contemporánea, el conocimiento es capaz de seguir su desarrollo aislado de toda consideración por la vida. El punto final de este rumbo desviado son las armas de destrucción masiva. Pero al mismo tiempo, también es el conocimiento lo que ha vuelto a nuestra sociedad tan cómoda y conveniente, en la medida en que ha promovido la industria y la prosperidad material. En vista de estos planteos, la educación debería asegurar, fundamentalmente, que el conocimiento sirva para promover la causa de la felicidad y de la paz. Esta es la labor esencial de toda actividad educativa.
Digamos, entonces, que la educación debería ser la fuerza impulsora de una permanente indagación humanística, capaz de desplegarse sin pausa por toda la eternidad. Por esta razón, creo que el emprendimiento último de mi vida, y también el más crucial e importante, será la educación. Y también por eso concuerdo con el presidente Levine en que la labor educativa podrá ser el medio más lento de cambio social, pero es el único posible.
La sociedad de hoy enfrenta un sinfín de crisis, todas simultáneas e interrelacionadas. Entre ellas, forman fila las guerras, la destrucción ambiental, la brecha de desarrollo entre el Norte y el Sur, las divisiones de naturaleza étnica, religiosa o idiomática… Es una lista larga y familiar; reconozco que el camino hacia las soluciones puede parecer demasiado remoto y que, a fuerza de escollos, termina por intimidar aun al más optimista. No obstante, me permito decir que en la raíz de todos estos problemas se halla una imposibilidad colectiva: la de poner al sujeto y su felicidad en el centro de todas las empresas y en la meta de todas las actividades. La vida humana es el punto al cual debemos regresar y es, al mismo tiempo, la línea de partida infalible de cada nueva travesía. En síntesis, lo que hace falta es una transformación en la mentalidad del individuo: una revolución humana.
En el pensamiento de Makiguchi y en el de Dewey hay muchos puntos de contacto, y este es uno de ellos. Ambos postularon a rajatabla la necesidad de crear nuevas formas de educación centradas en el pueblo y en el individuo. Como bien expresó Dewey, «todas las cosas característicamente humanas se enseñan y se aprenden».[3] Dewey y Makiguchi vivieron en una misma época. Separados por medio planeta, pero en sociedades de reciente industrialización y, por lo tanto, sembradas de problemas y dislocaciones, uno y otro lucharon por trazar rutas hacia un futuro de esperanza.
Influido en gran medida por las ideas de Dewey, Makiguchi afirmó que el propósito de la educación debía ser la felicidad duradera de los educandos. Creyó, además, que la auténtica felicidad se hallaba en una vida creadora de valor. Para decirlo del modo más sencillo, la creación de valor es la capacidad de hallar sentido a cualquier circunstancia, de mejorar la propia existencia y de contribuir al bienestar de los demás, en toda situación. La filosofía creadora de valor que postuló Makiguchi surgió de los conceptos sobre las funciones profundas de la vida que le fueron brindando sus estudios sobre el budismo.
Tanto Dewey como Makiguchi miraron más allá de los límites de las naciones-Estado para vislumbrar nuevos horizontes de convivencia humana. Podría decirse que ambos concibieron la idea de la ciudadanía mundial y plantearon la necesidad de formar individuos creadores de valor en cada ámbito del quehacer global.
La red de Indra y los ciudadanos del mundo
En las décadas pasadas, tuve el privilegio de dialogar con destacadas personalidades de los más diversos campos. En este ámbito de intercambio, dediqué no pocas energías a ponderar una cuestión: ¿cuáles son las cualidades que debe reunir un ciudadano del mundo? Obviamente, la ciudadanía mundial no tiene que ver con el número de idiomas que uno domine ni con la cantidad de países que uno haya visitado. Conozco a muchas personas que, a simple vista, parecen ignotos ciudadanos anónimos, pero poseen una nobleza interior extraordinaria; que nunca han ido más allá de su ciudad natal, pero sienten genuino compromiso con la paz y la prosperidad del mundo. Así pues, si debiera puntualizar el resultado de mis reflexiones, mencionaría las siguientes características fundamentales de un ciudadano global:
- Sabiduría para reconocer la trama de vínculos indisolubles que mantienen unida la vida en todas sus formas.
- Valentía para no temer a las diferencias ni negarlas, pero también para respetar y tratar de comprender las diferentes culturas, y crecer a partir del contacto con ellas.
- Solidaridad para cultivar una empatía despierta, que vaya más allá del entorno inmediato y abrace a los que sufren, incluso en lugares remotos.
La manifestación concreta de cualidades humanas como la sabiduría, el valor y la solidaridad implica, en lo profundo, percibir la trama de vínculos que entrelaza todas las expresiones de la vida. Este concepto, que en la cosmovisión budista se denomina «interdependencia universal», acaso se entienda mejor si recurrimos a una notable parábola. Esta hermosísima metáfora visual nos lleva a comprender, de forma intuitiva, la interdependencia y la inclusión recíproca de todos los fenómenos.
Suspendida sobre el palacio de Indra —la deidad budista que simboliza las fuerzas naturales protectoras y nutricias de la vida—, pende una red de dimensiones gigantescas. En cada nudo de esa red hay una gema brillante. Cada piedra preciosa contiene y refleja en sus facetas la imagen de las demás joyas sujetas a la red. Y esta, como totalidad, resplandece en un haz magnífico de luces fulgurantes.[4] Cuando aprendemos a reconocer lo que Thoreau denominó «la extensión infinita de nuestras relaciones»,[5] podemos detectar los hilos de la vida, que sostienen y son sostenidos al mismo tiempo. A partir de este descubrimiento, el ser humano puede percibir, desde el lugar donde está, las gemas brillantes de todos sus congéneres.
El budismo busca cultivar una sabiduría afianzada en esta clase de resonancia empática con todas las formas de vida. En su marco conceptual, la sabiduría y la solidaridad se encuentran íntimamente ligadas y se fortalecen una a la otra. Pero, en el budismo, esta empatía solidaria no implica la supresión forzada de nuestras emociones naturales, ni la negación de nuestras afinidades y rechazos. Por el contrario, significa comprender que aun lo que nos genera aversión tiene cualidades que pueden contribuir a nuestra vida; aun eso que nos desagrada representa una oportunidad de desarrollar nuestro humanismo. Por otro lado, el deseo solidario de contribuir al bienestar de los demás hace surgir, en forma creativa, una sabiduría sin límites.
El budismo enseña que tanto el bien como el mal existen en cada individuo como potenciales innatos. La solidaridad consiste en el esfuerzo valeroso y sostenido de ir en busca del bien en cada semejante, sea quien fuere, sea cual fuere su conducta; significa empeñarse, mediante un compromiso continuo, en cultivar las cualidades positivas de uno mismo y de los demás. Sin embargo, para asumir un compromiso así se requiere de bravura. Son demasiados los casos en que la solidaridad, por no ir acompañada de valentía, se queda en la mera expresión de sentimientos.
El budismo llama bodisatva a la persona que encarna tales cualidades —sabiduría, valentía y solidaridad— y que trabaja sin descanso por la felicidad de los semejantes. Si nos atenemos a ello, vemos que el bodisatva representa un precedente antiguo y, a la vez, un ejemplo moderno del ciudadano del mundo.
La fe en la bondad del ser humano
La literatura budista también nos acerca la historia de una mujer contemporánea de Shakyamuni. Esta dama, llamada Shrīmālā, escogió dedicarse a educar a sus semejantes y lo hizo enseñando que la práctica de un bodisatva era alentar, con amor maternal, el potencial supremo del bien que existía en cada ser humano. Leamos su compromiso tal como ella lo enunció:
Si veo a alguien solo, alguien que ha sido injustamente encarcelado o que ha perdido la libertad, si veo a alguien que padece a causa de la enfermedad, la desgracia o la pobreza, jamás lo abandonaré. En cambio, le brindaré alivio espiritual y material.[6]
En lo específico, la práctica de Shrīmālā abarcaba varios aspectos:
- el aliento que se brinda a los demás con palabras afectuosas y consideradas, mediante la herramienta del diálogo (priyavacana).
- la ofrenda que se da al otro; es decir, dar a la gente lo que cada cual necesita (dāna).
- la acción en beneficio de los semejantes (arthacaryā).
- la mancomunidad de la acción colectiva y del trabajo junto al pueblo (samānārthā).
Con esta labor, Shrīmālā perseguía un objetivo: extraer los aspectos positivos de las personas con las que tomaba contacto. Como esta historia sugiere, la práctica del bodisatva implica, necesariamente, una profunda fe en la bondad innata del ser humano.
El conocimiento debe encauzarse hacia la tarea de liberar el potencial creador y positivo que llevamos latente en nuestro interior. Este direccionamiento podría compararse con las competencias que permiten a alguien utilizar los instrumentos de precisión de una aeronave para llegar a destino a salvo y sin percances. Pero para lograr este fin, también es indispensable detectar el mal inherente a la naturaleza humana, causa esencial de la destrucción y de las divisiones que escinden a la humanidad. Dicho de otro modo, la práctica del bodisatva es una confrontación inexorable con lo que el budismo llama la «oscuridad fundamental»[7] de la vida.
Si el bien puede definirse como todo lo que nos mueve en dirección a la convivencia armoniosa, a la empatía y a la solidaridad con los demás, entonces la naturaleza del mal es dividir a las personas de sus semejantes y escindirnos del resto de la naturaleza. La patología del impulso a dividir despierta en el sujeto un apego irrazonable a las diferencias y le impide ver los rasgos comunes a la condición humana. Y esto no se limita solo a los individuos; por el contrario, constituye la profunda psicología del egoísmo colectivo, que adopta su modalidad más destructiva en expresiones virulentas como el etnocentrismo y el nacionalismo.
En la raíz de la práctica de un bodisatva anida la lucha por superar ese egoísmo y por vivir en niveles superiores del yo, donde la vida se expresa en actitudes solidarias. La educación justamente se basa —o debería basarse— en este mismo espíritu altruista que encarna la figura del bodisatva. La orgullosa labor de los que hemos tenido acceso a la educación debería ser prestar servicio a quienes no han tenido esa oportunidad; es decir, servir a los semejantes, tanto en actividades visibles como en el trabajo en segundo plano. Por momentos, la educación parece reducirse a una cuestión de títulos y de diplomas; su finalidad termina teniendo que ver con la autoridad y el prestigio que ellos confieren. Sin embargo, y esta es mi convicción, debería ser un vehículo para cultivar, en la propia personalidad, la noble actitud de atesorar y enriquecer la vida de los demás. De tal forma, la educación debería dar al sujeto el impulso necesario para vencer sus propias flaquezas y persistir en el esfuerzo, a pesar del desaliento que a veces impone la realidad social. Así, el ser humano podrá experimentar sus propias victorias e, iluminado por ellas, encontrar el camino hacia un futuro mejor.
De la vecindad al mundo
La tarea de forjar ciudadanos del mundo nos compete a todos. De nosotros depende trazar los cimientos éticos y conceptuales de la ciudadanía mundial, dado que este es un proyecto vital en el cual todos somos protagonistas y del cual debemos hacernos responsables. Para que sea fructífera, la educación formadora de ciudadanos del mundo debe estar integrada a la vida cotidiana y echar raíces en la comunidad donde transcurre el diario vivir. Al igual que Dewey, Makiguchi se centró en la «comunidad local», en el vecindario o localidad, como ámbito ideal para la formación de ciudadanos del mundo. Precisamente, en su Geografía de la vida humana, de 1903 —hoy considerada una obra precursora de la ecología social—, Makiguchi recalcó la importancia de la comunidad como ámbito físico del aprendizaje.
En otro lugar, Makiguchi escribe: «En síntesis, la comunidad es un mundo en miniatura. Si alentamos a los niños a observar de manera directa las complejas relaciones que median entre los seres humanos y la tierra, entre la naturaleza y la sociedad, ellos captarán sagazmente la realidad de su hogar, de su escuela, de su pueblo, aldea o ciudad. Y así podrán comprender el gran mundo».[8] Esto concuerda con una observación de Dewey; según el filósofo norteamericano, quienes no han tenido experiencias que profundicen su comprensión de la vida en vecindad ni del mundo circundante, tampoco podrán sentir respeto por las personas de países distintos.[9]
Nuestra vida cotidiana está colmada de oportunidades de aprendizaje, para nosotros mismos y para quienes nos rodean. Cada una de nuestras interacciones con los demás —diálogo, intercambio o participación— es un inapreciable estímulo para crear valor. Justamente porque aprendemos a partir del contacto con otras personas, el humanismo de un maestro es el factor clave de toda experiencia educacional.
Makiguchi sostuvo que la educación humanística, es decir, la que guía el proceso de formación de la personalidad, era una aptitud trascendental. Para él, solo podía ser definida como un arte. La primera experiencia docente de Makiguchi transcurrió en una escuela rural de una lejana aldea japonesa. En honor a la verdad, la «escuela» consistía en una única aula, donde él enseñaba a alumnos de todos los grados; los niños pertenecían a familias de escasos recursos y, por provenir de hogares muy modestos, naturalmente tenían modales muy rústicos. Sin embargo, Makiguchi era insistente: «Todos son alumnos por igual. Desde el punto de vista de la educación, ¿qué diferencia hay entre ellos y otros estudiantes? Aunque lleguen a clase cubiertos de tierra y de polvo, sus ropas humildes reflejan la brillante luz de la vida. ¿Nadie piensa percatarse de ello? Entre estos pequeños y la cruel discriminación de la sociedad media una sola cosa: la presencia del maestro».[10]
El maestro es el factor más importante del entorno educativo; esta convicción de Makiguchi es, al mismo tiempo, el espíritu invariable de la pedagogía creadora de valores (soka). En otro texto, advierte: «Los profesores deben descender del trono en el que se han encaramado, como objetos de culto, para actuar como servidores públicos. Desde este lugar, han de brindar orientación a todos los que ansíen subir al trono del aprendizaje. Lejos de exhibirse como parangones, han de ser compañeros en el descubrimiento de nuevos modelos».[11]
La escuela no existe en los edificios inanimados, sino en los maestros que se dedican a servir a los alumnos; aquellos son, en sí mismos, una escuela viviente. Hace poco, escuché esta reflexión en boca de un educador: la vida de los alumnos no se transforma a fuerza de escuchar disertaciones, sino en el contacto estimulante con otros seres humanos. Por esta razón, es tan importante el vínculo entre docentes y alumnos.
En lo que a mí concierne, la mayor parte de mi educación transcurrió bajo la tutela de mi maestro, Josei Toda. Todas las mañanas durante unos diez años, antes de iniciar la jornada laboral me impartió lecciones de Historia, Literatura, Filosofía, Economía, Ciencias Exactas y Administración. Los domingos, nuestras lecciones de a dos se iniciaban por la mañana y duraban todo el día. Jamás dejaba de preguntarme —de interrogarme, diría yo— sobre los libros que estaba leyendo. Pero, más que nada, yo aprendí de su ejemplo. Su ardiente consagración a la paz, imperturbable aun después de haber sido injustamente encarcelado, se mantuvo incólume toda su vida. Esta actitud, y la profunda solidaridad que impregnaba cada uno de sus actos e interrelaciones con los demás, han sido las lecciones más valiosas que me dejó Josei Toda. Me complace decir, con orgullo, que debo a mi maestro prácticamente todo cuanto he llegado a ser en la vida.
Las Naciones Unidas y los ciudadanos del mundo
El sistema pedagógico de la creación de valor se instrumentó con el deseo de que las generaciones futuras tuvieran oportunidad de experimentar esta misma educación humanística. Mi más noble esperanza es que los egresados de las escuelas Soka lleguen a ser ciudadanos del mundo y protagonistas de una nueva historia para la humanidad.
Pero, para ser eficaces, los actos de los ciudadanos del mundo necesitan llevarse a cabo con coordinación. Y, en este sentido, hay que reconocer el gran potencial del sistema representado por las Naciones Unidas. En la encrucijada de esta época, la ONU puede actuar como centro, no solo para «armonizar los esfuerzos de las naciones»,[12] sino también para crear valor a través de la formación de ciudadanos del mundo, capaces de construir un mundo en paz. Si bien, hasta el momento, el debate de esta organización internacional se ha visto dominado por los Estados y por los intereses nacionales, últimamente creo sentir cada vez con más fuerza la energía de ese «Nosotros, los pueblos…» que palpita en el preámbulo y, de manera particular, en las actividades de las organizaciones no gubernamentales.
En los últimos años, bajo el auspicio de la ONU, se ha puesto en marcha un discurso global sobre desafíos cruciales como el ambiente, los derechos humanos, los pueblos originarios, la mujer y la expansión demográfica. Se han llevado a cabo congresos mundiales con la participación de representantes oficiales y no gubernamentales, donde se ha impulsado la configuración de una ética global, indispensable para sostener la acción de los ciudadanos del mundo. En forma paralela con la gestión permanente de la ONU, sería excelente que ciertas cuestiones quedasen incorporadas como elementos integrales de la educación en todos los niveles. Por ejemplo:
- Una educación para la paz, que enseñe a los jóvenes la barbarie y la irracionalidad de la guerra, para arraigar la práctica de la no violencia en la sociedad.
- Una educación ambiental, que enseñe la situación ecológica actual y los medios idóneos para proteger el ambiente.
- Una educación para el desarrollo, que se centre en el análisis de la pobreza y de la justicia global.
- Una educación para los derechos humanos, que cree conciencia sobre la igualdad y la dignidad insoslayable de la vida.
La actividad educativa jamás debería subordinarse a los intereses políticos. Para ello, propongo otorgarle un lugar de reconocimiento equivalente al que, dentro de los asuntos públicos, tienen los tres poderes —el legislativo, el ejecutivo y el judicial—. Esta propuesta nace de la experiencia de mis predecesores al frente de la Soka Gakkai, quienes libraron una permanente batalla contra el control político de la educación. Si se me permite proponer iniciativas concretas en esta dirección, invitaría, en los años próximos, a realizar una reunión cumbre mundial, no de políticos sino de educadores. El motivo, muy simple, es que no encuentro nada tan importante para el futuro del género humano como la solidaridad internacional entre los actores de la educación.
Con esta finalidad, la Universidad Soka seguirá trabajando para promover el intercambio educativo entre los jóvenes, siguiendo el ejemplo de la Facultad de Ciencias de la Educación, que, según escuché, posee un claustro estudiantil formado por alumnos de ochenta países. Como señaló Makiguchi, «cuando el trabajo educativo se apoya en una clara comprensión y tiene un propósito definido, puede superar las contradicciones y las dudas que asedian a la humanidad, y generar una victoria eterna para todos».[13]
Por último y a modo de despedida, me comprometo a trabajar denodadamente, junto a los respetados amigos y colegas que hoy me acompañan, para forjar ciudadanos del mundo capaces de dar a la humanidad esa «victoria eterna» que tanto anhelamos.