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La ira legítima y la lucha por la justicial (Centro Simon Wiesenthal, EE. UU., 1996)

[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 261-274. Disertación pronunciada en el Centro Simon Wiesenthal de Los Ángeles, Estados Unidos, el 4 de junio de 1996].

En enero de 1993, tuve la invalorable oportunidad de recorrer el Museo de la Tolerancia, poco antes de que abriese oficialmente sus puertas. La historia del Holocausto merece una definición: es la tragedia más atroz que el odio y la intolerancia del ser humano hayan provocado jamás. Al detenerme en los objetos exhibidos, una conmoción visceral se fue apoderando de mí. Más que eso, fue una ira indignada, nacida en lo más profundo de la vida. Pero más poderosa aún que la emoción debe ser nuestra firme promesa: jamás debemos permitir que semejante tragedia vuelva a producirse, en ningún país y en ninguna época.

Simon Wiesenthal declaró: «Cuando el hombre recuerda, sobrevive la esperanza». Fiel a sus palabras, la Universidad Soka se enorgullece de haber organizado en el Japón, gracias al apoyo y la cooperación decidida de este Centro, la muestra itinerante «El coraje de recordar: Ana Frank y el Holocausto», que comenzó su recorrido en mayo de 1994.

En la ceremonia inaugural de la muestra, en la sede del Gobierno Metropolitano de Tokio, tuvimos el honor de contar con la presencia del rabino Cooper al frente de una distinguida delegación de este Centro, a quienes se sumaron el embajador Mondale de los Estados Unidos y representantes diplomáticos de veinte países.

El 15 de agosto del año pasado, 50.° aniversario del fin de la segunda guerra mundial, la muestra abrió sus puertas en Hiroshima. A la inauguración asistieron el rabino Hier, como representante del Centro, y numerosas personalidades de primer calibre. Con Posteriormente, la muestra continuó su actividad en Okinawa y, hasta la fecha, ha recorrido veinte importantes ciudades.

Con una concurrencia media de cinco mil visitantes diarios, su mensaje ha llegado ya a un millón de ciudadanos japoneses. Muchos de ellos han sido niños y adolescentes, a menudo conmocionados hasta el llanto frente al valeroso ejemplo de Ana Frank, una adolescente de su misma edad. Un aspecto alentador de la muestra ha sido la interminable sucesión de padres que recorrieron las salas en compañía de sus hijos. Me gratifica informar que «El coraje de recordar» está cumpliendo su cometido como un foro de aprendizaje donde la gente despierta y desarrolla el invalorable sentido de la justicia.

En la inauguración, no pude menos que recordar las palabras de mi maestro Josei Toda (1900-1958): «Debemos aprender del espíritu indomable del pueblo judío». Coincido en que hay mucho que aprender de la fortaleza y el coraje que le permitió a este pueblo superar interminables tragedias y persecuciones a lo largo de los siglos.

La colectividad judía se ha puesto de pie ante todas las embestidas de la vida; pero en cada circunstancia, ha sabido aprender, recordar y transmitir a las generaciones posteriores su sabiduría y su entereza espiritual. El coraje de recordar es, al mismo tiempo, la benevolencia de enseñar. Y dado que el odio se aprende, entonces habrá que enseñar la tolerancia.

El budismo afirma que la ira opera en función del bien y del mal. Huelga decir que esta emoción humana posee un aspecto pernicioso cuando fomenta sentimientos egocéntricos o nutre la codicia o el afán de poder. En efecto, la ira nacida del odio solo puede ocasionar conflictos y enfrentamientos a la sociedad.

Sin embargo, cuando la indignación se dirige contra el mal extremo, el ultraje a la humanidad y el desprecio insultante hacia la vida, estamos ante la ira del bien supremo. Esta clase de fuerza transforma y rejuvenece la sociedad, y abre rutas hacia un mundo de humanismo y de paz.[1]

No creo equivocarme si afirmo que la emoción incontenible que esta muestra despierta en los espectadores es esta «ira legítima».

Una de las cuestiones más acuciantes que enfrenta la humanidad, al término de la guerra fría, es el deber de superar los abismos de desconfianza y de odio que dividen a los pueblos, las culturas y las religiones. En noviembre pasado, en el quincuagésimo período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, Simon Wiesenthal dio un lúcido discurso durante el evento culminante del «Año de la Tolerancia»: «La tolerancia es el requisito previo para que todos los pueblos que habitan la Tierra puedan convivir pacíficamente; es la única opción para neutralizar el odio que condujo a horrendos crímenes contra la humanidad. El odio es el mal opuesto a la tolerancia».[2]

Debería notarse que, al igual que la ira, la tolerancia también tiene manifestaciones activas y pasivas, formas perjudiciales y beneficiosas.

La apatía indiferente que hoy prevalece en las sociedades modernas sería un ejemplo de tolerancia pasiva. A comienzos del siglo xx, era habitual que el pueblo japonés confundiera la tolerancia con una posición transigente, desprovista de principios; esto creó las condiciones espirituales necesarias para que proliferara el militarismo y nuestro país viviese una de las experiencias más amargas de su historia, si no la más atroz.

En cambio, la tolerancia activa es inseparable de la valentía; permite resistir y oponerse resueltamente a toda forma de violencia y de injusticia que amenace la dignidad humana. Es una postura de vida basada en la empatía, que vislumbra el mundo a través de los ojos de los demás y consigue sentir el gozo y los dolores ajenos como si fueran propios.

En el activismo colectivo, entidades como el Centro Simon Wiesenthal representan un modelo de tolerancia positiva, en la medida en que buscan activamente crear oportunidades de diálogo entre las culturas, promover el aprendizaje mutuo y dar lugar a la comprensión bilateral. La persona de verdad tolerante es, a la vez, una valiente persona de acción, que trabaja para estimular los lazos de aprecio y de empatía entre congéneres.

«Amigos del bien y enemigos del mal»

Hoy, en este Centro Simon Wiesenthal que es una fortaleza dedicada a la noble misión de proteger la paz y los derechos humanos, quisiera explayarme sobre la figura de Tsunesaburo Makiguchi, el pedagogo que fundó la Soka Gakkai y que fue maestro de mi citado mentor. Makiguchi dio, literalmente, la vida por sus convicciones; en homenaje a su heroísmo, hoy quisiera centrarme en dos aspectos de su vida que, de alguna forma, acabo de traer a colación: la ira legítima y la tolerancia activa.

En los escritos de Makiguchi, se reconoce de un modo insoslayable su oposición al militarismo japonés, la ideología que dominaba el clima espiritual en su tiempo. Allí leemos, por ejemplo: «Para establecer y proteger el bien es indispensable refutar y eliminar el mal». O, también: «No se puede ser amigo del bien sin ejercer una valiente oposición al mal». Y, en otra parte: «No hay que darse por satisfecho con la bondad pasiva; debemos ser personas de valor y entereza, capaces de trabajar por el bien en forma activa».[3] Como queda claro a partir de estas citas, Makiguchi se opuso al papel que asumió el Japón en la segunda guerra mundial y, sobre todo, a las restricciones que el gobierno japonés impuso sobre la libertad religiosa. Jamás transigió, aun cuando su postura le valió la detención y el encarcelamiento. Vivió con dignidad espléndida las cosas que hubieran degradado a cualquier otro; soportó el tormento humillante y, a los setenta y tres años, invencible en su espíritu, recibió la muerte en el presidio.

Tsunesaburo Makiguchi nació en 1871, en una pequeña aldea sobre el mar del Japón, en la prefectura de Niigata. Su pueblo se llamaba Arahama, que podría traducirse como «Playa de mares hostiles». El 6 de junio de 1996, es decir, pasado mañana, se cumplirán 125 años de su nacimiento. Solía referirse con orgullo a sus orígenes humildes, a su modesta estirpe de pobre pescador. La estrechez económica de su familia y la necesidad de que él contribuyese con su propio trabajo lo obligaron a interrumpir sus estudios al término de la escuela primaria. No obstante ello, aprovechaba cada instante para leer y absorber conocimientos; no tardó en mostrar una especial capacidad para la docencia. Era tan firme su afán de estudiar, que las personas con quienes él trabajaba realizaron una modesta colecta para que pudiese asistir a la escuela normal, en la cual se graduó a los veintidós años.

Makiguchi volcó la energía y la pasión de su juventud a lograr un sueño: quería dar mayores oportunidades educativas a los niños de escasos recursos. Muchos de los que tuvieron a Makiguchi como maestro brindaron agradecidas descripciones de su trabajo como educador.

Mientras él se iniciaba en la docencia, el Japón se internaba inexorablemente en una política de Estado expresada en la consigna «poderío nacional y fortaleza militar»;[4] dicho de otro modo, el camino de la expansión imperialista. En el ámbito de la enseñanza, esta ideología se lanzó a privilegiar los objetivos nacionalistas; el Japón no escatimó ningún esfuerzo con tal de inculcar en el pueblo un patriotismo ciego, ajeno a todo cuestionamiento.

Frente a un panorama tan preocupante, Makiguchi optó por recordarle al Japón un punto de vista esencial:

¿Cuál es el propósito de la educación nacional? En lugar de concebir complejas interpretaciones teóricas, es mejor mirar a esos niños adorables que sostenemos sobre el regazo y preguntarnos: «¿Qué puedo hacer yo para asegurar que esta criatura viva de un modo más feliz?».[5]

El interés de Makiguchi nunca apuntaba al Estado, sino a la persona, al pueblo y a cada individuo. En una época en que los objetivos de la soberanía imperial se imponían a los ciudadanos con total autoritarismo, su nítida conciencia de los derechos humanos lo llevó a declarar que «la libertad y los derechos del individuo eran sagrados e inviolables».[6]

En 1903, a los treinta y dos años, Makiguchi publicó una obra de mil páginas titulada Geografía de la vida humana, que vio la luz en vísperas de la guerra ruso-japonesa. Allí exponía conceptos como la noción de la «ciudadanía global», que tardarían décadas enteras en revelar su auténtico valor. El clima social que se vivía en el Japón a comienzos de siglo, cuando Makiguchi proclamó estas ideas, tal vez pueda medirse a través de un dato elocuente: siete de los académicos japoneses más prestigiosos, pertenecientes a la Universidad Imperial de Tokio, peticionaron al gobierno que adoptase una postura enérgica y severa contra Rusia, y utilizaron su posición de autoridad intelectual para exacerbar el entusiasmo público por la guerra. En cambio, Makiguchi, un simple maestro de escuela, estaba promoviendo en el pueblo la visión del mundo como una gran comunidad, asentada en los firmes pilares de la vida colaborativa, para evitar los peligros del «nacionalismo estrecho y cerrado».

Tenía cuarenta y dos años cuando fue designado director de escuela primaria. Durante los veinte años siguientes, se desempeñó en este puesto de responsabilidad, desde el cual contribuyó al desarrollo de algunas de las escuelas públicas más destacadas de Tokio. Una de las influencias más importantes que registra el pensamiento de Makiguchi es la obra del filósofo norteamericano John Dewey (1859-1952), de cuyos trabajos se valió para proponer cambios en el sistema educativo japonés. Franco defensor de la reforma pedagógica, se vio siempre sometido a la vigilancia y a las presiones de las autoridades. Entre sus controvertidas propuestas, se hallaba la de abolir el sistema oficial de supervisión escolar, mediante el cual los funcionarios administrativos de la burocracia estatal podían interferir directamente en la actividad de las escuelas de cada distrito.

También rehusaba la perversa costumbre de otorgar trato preferencial a los hijos de familias influyentes. En cierta ocasión, la postura imparcial de Makiguchi afectó los intereses de un renombrado político, quien, ofuscado, utilizó su influencia para destituirlo. Estudiantes, padres y maestros por igual organizaron un movimiento de protesta en defensa de Makiguchi, con el propósito de frenar su traslado a otra escuela. Llegaron a organizar un boicot y a suspender la asistencia a clases. Consciente de que su traslado se efectuaría de todas formas, Makiguchi decidió forzar una última medida antes de dejar su puesto, y consiguió que las autoridades renovaran un área recreativa en beneficio de los alumnos. Pero en la institución a la cual, finalmente, fue transferido, Makiguchi encontró el mismo hostigamiento solapado.

La lucha de este maestro nos hace evocar el inmenso amor a la humanidad que exhibió otro contemporáneo suyo, el extraordinario educador judío-polaco Janusz Korczak (c. 1878-1942), quien libró contienda hasta el último momento para proteger la vida de sus alumnos, muertos junto a él en el Holocausto.[7]

La teoría sobre la creación del valor

En 1928, Makiguchi tomó contacto con el pensamiento budista. Como percibió desde un primer momento, el budismo puede considerarse una filosofía de educación popular, en el sentido de que reconoce y busca desarrollar la sabiduría inherente a todos los seres humanos. Makiguchi sintió que había hallado, en el budismo, el medio para concretar los ideales perseguidos durante toda su vida: un movimiento de reforma social a través de la educación. Aunque tenía cincuenta y siete años cuando decidió adoptar esta práctica como filosofía de vida, esto produjo una apertura ilimitada en el pensamiento de Makiguchi, quien se lanzó a una actividad impresionante en sus últimas décadas.

Dos años después, el 18 de noviembre de 1930 —fecha que se considera el inicio de las actividades de nuestra organización—, Makiguchi publicó junto a su colega y discípulo Josei Toda el primer volumen de una obra seminal, Sistema pedagógico de la creación de valor.[8]

La palabra japonesa soka se traduce como «creación de valores». Desde el enfoque de Makiguchi, la vida misma constituye el valor supremo y fundamental. A partir del pragmatismo de Dewey, concluía: «El único valor, en el verdadero sentido del término, es la vida misma. Todos los demás valores surgen solo en el contexto de la interacción con la vida».[9] El criterio clave para definir un valor, según Makiguchi, era preguntar si mejoraba o lesionaba, promovía u obstruía, la condición humana.

Así pues, el mayor objetivo de la educación Soka o creadora de valores es forjar hombres y mujeres de sólida personalidad, que se esfuercen tenazmente en pro de la paz, que es «el bien máximo». Cuando el individuo experimenta este proceso de fortalecimiento interior, se consagra a proteger la dignidad suprema de la vida y aprende a crear valor aun en las circunstancias más adversas.

En 1939, se llevó a cabo lo que resultaría ser la primera reunión general de la Soka Kyoiku Gakkai (Asociación pedagógica para la creación de valores). Hablo del mismo año en que comenzó la segunda guerra mundial, cuando Alemania invadió el territorio polaco. Mientras tanto, las tropas japonesas, movilizadas en la China y en Corea, cometían toda clase de atrocidades y escribían, con sus actos de barbarie inexcusable, una de las páginas más deshonrosas de su historia.

Profundamente contrariado por el curso de los acontecimientos, Makiguchi lanzó una crítica abierta al militarismo fascista. En el momento crucial, el gobierno obligó a la mayoría de los cultos y organizaciones religiosas del Japón a subordinarse al sintoísmo estatal, sin cuyo soporte espiritual y filosófico no podía justificar la participación japonesa en la guerra. Sin embargo, Makiguchi se opuso a este deplorable avasallamiento de derechos, que atentaba contra la libertad de conciencia y de creencias; consciente de lo que se avecinaba, lejos de consentir servilmente la ideología estatal, reafirmó más aún sus convicciones orientadas a la paz. El afán de imponer el culto sintoísta japonés a los pueblos de Asia lo movía a escribir, profundamente indignado: «La arrogancia del pueblo japonés no conoce fronteras».[10] Lo que podría verse solo como una actitud severa e intransigente nacía, en realidad, de una profunda tolerancia, respetuosa del legado cultural y religioso de los demás pueblos.

En diciembre de 1941, las fuerzas armadas del Japón lanzaron un ataque sorpresivo contra Pearl Harbor. La agresión marcó el inicio de la guerra del Pacífico. Cinco meses después, alegando razones de «seguridad nacional», el gobierno ordenó el cierre del periódico Kachi Sozo (Creación de valores), órgano oficial de la Soka Kyoiku Gakkai.

El poder militar fascista no encontró grandes escollos para suprimir la libertad de expresión: ya había recortado con éxito la libertad de conciencia y la de culto. Al privar a la ciudadanía de sus derechos más elementales, el gobierno pretendía crear una masa amorfa, obediente y sumisa. Makiguchi expresó, entonces, su firme convicción: «Un solo león es capaz de dominar a mil corderos. Una sola persona valiente puede lograr más que mil cobardes».[11] Enfrentó abiertamente cualquier manifestación del mal, cualquier forma de injusticia; como era de prever, su pensamiento se convirtió en una amenaza contra los poderes de turno. Pasó a considerárselo un «delincuente ideológico», y sus actividades fueron objeto de continua vigilancia por parte de la policía secreta.

No obstante, Makiguchi continuó organizando pequeñas reuniones de intercambio donde expresaba en claros términos sus convicciones morales y religiosas. Según su propio testimonio escrito, en el transcurso de dos años, en plena guerra, participó en más de doscientas cuarenta reuniones de diálogo. Era común que la policía se presentase en medio de estos encuentros, pero Makiguchi no dejaba de criticar el fascismo militar aun cuando sus inquisidores lo interrumpían para obligarlo a callar.

En ese momento, los sacerdotes que decían compartir la misma fe budista que él capitularon ante las presiones del gobierno y aceptaron modificar la práctica del budismo para orar al talismán sintoísta que imponía el culto imperial; indignado y a la vez riguroso, Makiguchi se negó hasta el último minuto.

En julio de 1943, él y su discípulo Toda fueron arrestados por fuerzas militaristas equivalentes a la Gestapo alemana. Se los acusaba de violar la infame «Ley de preservación de la paz»[12] y de lesa majestad, es decir, falta de respeto al Emperador. Makiguchi ya tenía entonces setenta y dos años: pasó los dieciséis meses siguientes —un total de quinientos días— en una celda de aislamiento. Sin embargo, no dio un solo paso atrás. Se dice que solía alzar la voz desde su celda solitaria, para preguntar a los demás prisioneros si estaban aburridos; les proponía contrarrestar la angustia emprendiendo debates. Uno de ellos se centró en un interesante planteo: ¿había alguna diferencia entre no hacer el bien y cometer efectivamente el mal?[13] Tenían por compañero de infortunios a un maestro consumado en el arte de la educación humanística; en toda ocasión, buscaba la oportunidad de entablar un diálogo igualitario y libre con los demás.

Incluso les explicaba los principios del budismo, con claridad y paciencia, a sus carceleros y a los policías que lo sometían a duros interrogatorios. Paradójicamente, los registros oficiales en donde se transcribieron estas sesiones resultaron ser un claro testimonio de su pensamiento. Allí aparece diciendo: «Es contraria a las enseñanzas del budismo toda forma de vivir que vuelva al hombre tan sensible al favor o a la censura de la sociedad, que este termine por no hacer el bien, aun cuando no cometa el mal».[14]

Un célebre aforismo budista dice que el que enciende una antorcha para otros también alumbra su propio andar.[15] En verdad, Makiguchi eligió, hasta el último momento, una vida de contribuciones positivas a la sociedad; encendió la brillante luz de la esperanza tanto para sí mismo como en inmenso beneficio de sus semejantes.

Durante uno de los interrogatorios, según consta en las transcripciones oficiales, se le pide opinión sobre la invasión japonesa a la China y la «gran guerra del Lejano Oriente». Y Makiguchi responde que ambas eran una «catástrofe nacional» perpetrada por el grave extravío espiritual que sufría el país. En una época en que las invasiones japonesas solían describirse como «guerras sagradas», cuando la prensa y los formadores de opinión glorificaban cualquier emprendimiento bélico con discursos encendidos, las palabras de Makiguchi reflejaban un solitario clamor de lucidez y de coraje.

Las cartas que escribió en la cárcel a sus seres queridos siguen siendo, cincuenta años después, un tesoro de entereza conmovedora, rebosante de afecto y de consideración; no solo transmiten calma y compostura, sino incluso optimismo.[16] Una de ellas dice: «Por el momento, aun con los años que llevo a cuestas, este será el sitio donde habré de cultivar mi pensamiento». En otro párrafo se lee: «Tengo la posibilidad de leer libros, lo cual es un placer. No deseo nada en especial. Por favor, durante mi ausencia, cuiden bien a la familia y no se preocupen por mí»; o «Al estar en confinamiento aislado, me es posible ponderar diversos asuntos en paz, que es como yo prefiero». Un fragmento que los censores del presidio tacharon llegaba a decir: «Hasta el infierno tiene sus deleites, según los ojos con que uno mire las cosas».

La prisión y la libertad espiritual

Pero esas cuatro paredes húmedas que lo condenaban al aislamiento, con crudos fríos y calores bochornosos, fueron cobrando un precio muy alto en el anciano Makiguchi, que pagó con su salud. Así y todo —y he aquí lo admirable— jamás cayó en el resentimiento; encendido de ira legítima, prosiguió su lucha contra las fuerzas de un Estado autoritario que se negaba a reconocer los derechos humanos. Pero, en su fuero íntimo, el sol fulgurante de sus convicciones siguió brillando en el zenit, bien alto y sin mengua. Ni una sola vez, su ira se tiñó de odio.

Con el paso de los días, la edad avanzada y la desnutrición provocaron el inevitable debilitamiento físico; Makiguchi finalmente aceptó que lo transfirieran a la enfermería. Alcanzó a vestirse con su traje formal, se alisó los cabellos y caminó por sus propios medios hasta la sala de asistencia médica, con paso frágil pero resuelto. El día siguiente, 18 de noviembre, aniversario de la fundación de la Soka Gakkai, Tsunesaburo Makiguchi se despidió del mundo como cabía esperar: con dignidad y en paz. Ni siquiera el terror de la muerte pudo doblegarlo o forzarlo a abandonar sus convicciones.

Para el ser humano, acaso no haya nada tan universalmente temido como la representación de la propia muerte. Podría incluso decirse que el miedo a morir forma la base de los instintos de agresividad. Pero el budismo habla de la inseparabilidad entre la vida y la muerte; afirma, entonces, que ambos son aspectos integrales de una continuidad eterna. Para el que vive con esta convicción justa e inquebrantable, para quien comprende en lo profundo la naturaleza esencial de la vida y la muerte, tanto el vivir como el morir pueden ser motivo de alegría.

En su celda helada, Makiguchi demostró una verdad: si se vive con total dedicación a ideales nobles y humanos, es posible recibir la muerte sin un solo atisbo de temor, sin lamentaciones ni resentimiento. Lejos de la mirada de los demás, Makiguchi llevó a término la vida que él mismo engrandeció con su espíritu y sus acciones.

Pero su muerte silenciosa sería, al mismo tiempo, un nuevo comienzo, una renovada partida. Josei Toda confesó el dolor y la ira ingobernables que se apoderaron de él cuando, dos meses después, sin ninguna muestra de humanidad, uno de los jueces le espetó a boca de jarro: «Makiguchi se murió». Sus propias palabras revelaron la letanía de dolor contenido que se permitió manifestar en la soledad de la celda; lloró a su maestro hasta que ya no le quedaron más lágrimas. Pero, desde lo profundo de su desconsuelo, sintió que nacía una nueva esperanza. Toda, el discípulo, salió con vida de esa cárcel inhumana donde a su mentor le había tocado recibir la muerte. La furia hacia las fuerzas autoritarias que socavaron la vida de su mentor se convirtió en una promesa inamovible: crear un nuevo movimiento popular para la paz.

En Sistema pedagógico de la creación de valores, Makiguchi escribe estas reflexiones: «Impulsadas por su instinto de autopreservación, las malas personas se alían y aumentan la fuerza con la cual persiguen a la gente de bien. En contraste, las personas de buena voluntad siempre padecen el aislamiento que las debilita […] La única solución está en que las personas de bien se unan».[17] Este era el aprendizaje que había extraído de sus vivencias personales.

Josei Toda fue un verdadero discípulo que compartió las metas de su maestro. Sobre las ruinas de la posguerra, tornó a construir un movimiento basado en la solidaridad de los ciudadanos comunes y en su buena voluntad. También en ello, su metodología consistió en el diálogo de persona a persona, en las filas del pueblo, y en realizar encuentros de intercambio humanístico. En lo profundo, este movimiento se asienta en el principio de la dignidad suprema de la vida que expone el budismo; busca dotar a los pueblos de mayor fuerza y poder, despertar en la gente su sabiduría potencial y crear un mundo donde se conceda respeto universal a la justicia y a los valores que compartimos como congéneres.

En su teoría sobre el valor, Makiguchi señala que la existencia de la religión se justifica solo en la medida en que esta alivie el sufrimiento y genere felicidad, tanto al sujeto (es decir, el valor del beneficio) como a las sociedades (el valor del bien). Este humanista consumado afirmaba que las personas no existían en bien de la religión, sino que la religión debía estar al servicio del pueblo.

El primer ministro Yitzhak Rabin (1922-1995), en cuya memoria hemos plantado un cerezo en el predio de la Universidad Soka, fue quien dijo: «No hay victoria más grande que la paz. En la guerra hay vencedores y vencidos, pero, en la paz, el triunfo es para todos».[18] Tengo la profunda convicción de que, en cada nueva primavera, el Cerezo Rabin dará brotes y capullos cada vez más fuertes, del mismo modo que, en la historia, irán surgiendo nuevas generaciones cada vez más consagradas a la visión de paz que fue su norte.

A decir verdad, la luz de la esperanza y el resplandor de la renovación vital no están en otro lado más que en la educación. La labor educativa de Makiguchi fue una contienda a muerte o a vida contra la autoridad del fascismo, una lucha en la cual no hubo lugar para el menor retroceso. Su mensaje de coraje y de sabiduría seguirá despertando ecos y resonando en el corazón de los seres humanos, para esclarecer su conciencia en los siglos venideros.

Makiguchi sabía muy bien que ni siquiera los principios más nobles se concretan sin el trabajo tenaz y concertado de los hombres y mujeres que forman las filas del pueblo. Con esta idea en mente, la Carta de la SGI[19] invita al diálogo y a la cooperación entre personas de diferentes creencias religiosas, para resolver las cuestiones urgentes que jaquean a la humanidad. El ejemplo de Makiguchi pervive en la Soka Gakkai Internacional, como inspiración de todas sus actividades. Tal como nos enseña la historia, no hay otra forma de perpetuar las convicciones de Makiguchi en el lejano futuro que mantener una firme resistencia a cualquier forma de autoritarismo. Nuestro movimiento, junto a todas las personas de buena voluntad que comparten sus ideales, seguirá desarrollando y construyendo un movimiento popular de paz, educación y cultura en el milenio que viene, inspirada en las enseñanzas de Nichiren, fundador de la escuela budista cuyas enseñanzas practicamos.

Personalmente, desde hace mucho tiempo he decidido actuar sin ningún temor, hasta el día en que me despida del mundo, para construir una era de paz en el siglo xxi. Como bien manifestó Rabin, es la paz, y no otra cosa, lo que nos dará la victoria para todos. Confío en que tendré el placer y el privilegio de compartir este camino con los distinguidos amigos que hoy se han reunido en este lugar.

Por último, quisiera dedicar estas palabras a la memoria de Makiguchi, a todos los que han dado la vida por la justicia y los valores humanos, y a los jóvenes de este mundo que viven cada día con una poderosa determinación centrada en el mañana.

Esta es mi convicción:
el sol espléndido
de la dicha, la gloria
y el triunfo perpetuos
coronarán
a las personas y a los pueblos
que abracen una noble filosofía,
a los ciudadanos que elijan una fe ejemplar,
a las personas y a los pueblos
que sostengan la gesta de la realidad
y de los más grandes ideales
aun bajo el acoso de la borrasca enfurecida,
aun sometidos al hostigamiento interminable,
aun resistiendo la persecución continua.