Un nuevo enfoque sobre la seguridad humana (East-West Center, EE. UU., 1995)
[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 247-260. Disertación pronunciada en el East-West Center, en Honolulu, Hawái, Estados Unidos, el 26 de enero de 1995].
Hawái envuelve a todas las personas en el abrazo de su hermosa naturaleza. Aquí, Oriente y Occidente conviven amistosamente; las culturas diversas se fusionan y mezclan en armonía, y hay equilibrio y simbiosis entre lo moderno y lo tradicional. Por estas razones, es un sitio muy apto para discurrir sobre temas esenciales para la humanidad como la paz y la vida humana.
Mi primer viaje por la paz me trajo a este sitio, en 1960, el mismo año en que se fundó este Centro. Desde mi juventud, había sentido el ardiente deseo de trabajar para que esta tierra, trágico lugar donde el Japón militarista dio comienzo a la guerra del Pacífico, se viera iluminada por el brillante amanecer de la paz mundial.
El siglo xx carga sobre su conciencia la vergonzante y reiterada masacre de hombres a manos de hombres. Fue una centuria signada por la guerra y la revolución; en efecto, los habitantes de este siglo fueron testigos de dos guerras mundiales y de incontables movimientos insurgentes, que condujeron a un torrente inaudito de cruentos conflictos y de caos.
Los avances científicos y tecnológicos han producido un incremento drástico en la capacidad letal de las armas; se estima que cien millones de personas murieron violentamente en la primera mitad de este siglo. Bajo el régimen de la guerra fría que se instaló a partir de entonces, los conflictos internos y regionales han cobrado más de veinte millones de vidas. Al mismo tiempo, la brecha de desarrollo económico que fue dividiendo al Norte y al Sur global cada vez es más marcada: hoy, [1] hay unos doscientos millones de personas que viven en estado de hambre extrema. No podemos cerrar los ojos ante la violencia estructural que provoca, cada día, la pérdida de miles y miles de valiosos jóvenes y niños, a causa de la desnutrición y de la enfermedad. [2] Además, muchos pensadores señalan con alarma el empobrecimiento espiritual que cunde tanto en Oriente como en Occidente, prueba del vacío que ha generado la mera prosperidad económica.
Arrancar a la humanidad del sufrimiento
¿Qué hemos ganado en el siglo xx, a costa de este escalofriante sacrificio de vidas humanas? En los albores del tercer milenio, en medio de un desorden creciente, nadie puede sustraerse a la angustia que provoca esta pregunta. Esto trae a colación una estrofa del Sutra del loto, enseñanza que contiene la esencia del budismo Mahāyāna:
No hay seguridad en el mundo triple;
es como una casa en llamas,
colmada de múltiples sufrimientos,
digna de temer…
[3]
La cita pone en palabras una empatía absoluta con la humanidad, atormentada por un estado infernal que aquí se metaforiza con la imagen del fuego, el espanto y el sufrimiento. En ese mismo sutra, con la mirada puesta en este panorama desolador, Shakyamuni formula la siguiente declaración:
Debo rescatarlos de sus sufrimientos, y darles la dicha de la infinita e ilimitada sabiduría del Buda para que puedan descubrir en ella su solaz.[4]
Esta determinación es una idea seminal en el pensamiento budista; a partir de ella, se ha creado una fluida corriente de dinamismo que, sin apartarse de la dura realidad social, busca construir un mundo donde la satisfacción y la seguridad sean conquistas indestructibles. La base de esta tarea siempre se encuentra en el cambio interior del individuo, en que se renueva la vida y se revitalizan los hechos cotidianos. Mi maestro Josei Toda, el segundo presidente de la Soka Gakkai, describió este proceso con el término «revolución humana».
La civilización contemporánea ha vivido a merced del culto al progreso que prevalece desde el siglo xix. El ser humano se ha consagrado febrilmente a mejorar las estructuras sociales y el Estado, con la creencia ilusoria de que ese esfuerzo, por sí solo, le abriría el camino hacia la felicidad. Pero, en el fragor de la acción, ha eludido una pregunta fundamental: cómo transformar y revitalizar al ser humano. Así pues, su empeño consciente en pro de la paz y de la felicidad solo sirvió para causar el resultado opuesto. A mi juicio, esta es la lección más importante que nos ha dado el siglo xx.
Me ha alentado mucho ver que el presidente Oksenberg, respetado experto en cuestiones de seguridad, sostenía una visión semejante. Cuando, en el otoño pasado, nos reunimos en Tokio, manifestó lo siguiente:
Cuando la gente vive en un vacío espiritual, experimenta inseguridad. La estabilidad se convierte en algo desconocido. Nadie se siente a salvo. Las naciones y Estados en los que el pueblo vive así no brindan a sus habitantes una auténtica condición segura. La seguridad genuina exige que, además de pensar en la salvaguarda del Estado, consideremos seriamente la seguridad de las culturas y de los individuos.[5]
Nuestra tarea es establecer un firme mundo interior, un sólido sentido de la identidad que no se vea sacudido por las dificultades ni esté a merced de las circunstancias. Nuestro esfuerzo por transformar el campo social solo podrá conducirnos a un mundo de paz duradera y de auténtica seguridad humana cuando tenga como punto de partida la revolución humana o cambio profundo de la vida interior.
En torno a esta premisa, deseo reflexionar sobre tres transiciones que debemos acometer en nuestro avance hacia el siglo xxi: del conocimiento a la sabiduría; de la uniformidad a la diversidad, y, por último, lo que llamaría «de la soberanía nacional a la soberanía humana».
Conocimiento y sabiduría
La primera transformación busca desplazar el énfasis actual en el conocimiento para depositarlo, en cambio, en la sabiduría. Josei Toda señaló con mucho acierto que el principal error del pensamiento contemporáneo era confundir conocimiento con sabiduría. El volumen de información y de datos que maneja nuestro mundo ha crecido en forma asombrosa en los últimos tiempos, comparado con lo que se sabía hace cien o cincuenta años. Con todo, no podemos decir que este conocimiento haya producido una sabiduría capaz de dar felicidad a las personas.
En cambio, el símbolo más concreto de la aflicción que ha generado el grotesco desequilibrio entre conocimiento y sabiduría probablemente sean las armas nucleares, el fruto más «sofisticado» de nuestra tecnología. La brecha de desarrollo entre el Norte y el Sur, a la que antes hice mención, también es otra consecuencia lamentable de ese desequilibrio.
Hemos visto el advenimiento de una sociedad basada en la información y en el conocimiento; ahora, es esencial e indispensable desarrollar sabiduría, para dominar los vastos recursos que esos dos logros han puesto a nuestro alcance. Por citar un ejemplo, la misma tecnología de comunicaciones que a menudo se emplea para sembrar el terror y el odio en poblaciones enteras puede aplicarse, con la misma facilidad, para generar una expansión impresionante en las oportunidades educativas. Entre uno y otro panorama, lo que marca la diferencia son dos factores humanos: la sabiduría y la solidaridad. El propósito permanente del budismo es cultivar esta sabiduría solidaria, inherente a la vida de todos. Nichiren (1222-1282), fundador del budismo que inspira el movimiento de la Soka Gakkai Internacional, escribió lo siguiente en una carta a uno de sus discípulos:
A menos que perciba la verdadera naturaleza de su vida, practicar las enseñanzas budistas no lo aliviará de los sufrimientos del nacimiento y la muerte. Si busca la iluminación fuera de usted mismo, terminará siendo en vano incluso que realice diez mil prácticas o diez mil actos virtuosos. Es como el caso de un hombre pobre que pasa los días y las noches contando el dinero de su vecino, pero no gana para sí mismo ni media moneda.[6]
Una característica propia del budismo, y del pensamiento oriental en general, es la insistencia en que toda actividad intelectual debe llevarse a cabo en íntimo diálogo con preguntas existenciales y subjetivas, como: «¿Qué es el yo?», o «¿Cuál es la mejor forma de vivir?». El párrafo que cité representa esta singular vertiente de razonamiento.
Se teme que la lucha por el agua y por otros recursos naturales provoque, cada vez con mayor frecuencia, una sucesión de conflictos regionales. Quisiera citar, al respecto, la clase de sabiduría que exhibió Shakyamuni cuando tuvo que dirimir una reyerta regional sobre derechos hídricos en su tierra natal. Sus enseñanzas peripatéticas lo habían llevado hasta Kapilavastu nuevamente; allí, descubrió que una sequía había evaporado las aguas de un río divisorio entre dos grupos étnicos de la región. Esto, a su vez, había disparado un conflicto que parecía irresoluble: ningún grupo estaba dispuesto a ceder. Habían tomado las armas, y parecía inevitable que la discusión terminase en un derramamiento de sangre. [7]
Shakyamuni intermedió entre ambas facciones y les advirtió lo siguiente: «¡Miren a los que luchan, dispuestos a matar! El temor nace a partir de que uno toma las armas y se prepara para atacar». [8] Agregó: «Es precisamente porque están armados que sienten miedo…». Este razonamiento claro y sencillo arrancó un eco de comprensión en el corazón de las partes en conflicto, que las despertó de su error y les hizo ver la insensatez de sus acciones. Depusieron las armas y se sentaron en círculo: amigos y adversarios. En su intervención, Shakyamuni no se refirió a los puntos en contra y a favor que encerraba el conflicto, sino al terror primigenio a la muerte. Habló con fuerza y con palabras muy cercanas a todos, sobre la forma de superar el miedo más primordial, el de la muerte inevitable, y sobre la manera esencial de vivir en paz y en seguridad.
Desde luego, el desenlace de este episodio tal vez parezca muy simple, sobre todo si se lo compara con la temible complejidad de los problemas contemporáneos. La actual guerra en la ex Yugoslavia, por todo ejemplo, tiene raíces que se remontan a casi dos mil años. Durante dicho lapso, el área fue escenario de un cisma entre las iglesias cristianas occidental y oriental; además, padeció la conquista de los turcos otomanos y, en este siglo, sufrió las atrocidades del fascismo y del comunismo. La apretada trenza de aversiones raciales y religiosas que convergen en dicho territorio es tan profunda e intensa, que desafía toda simplificación. Cada grupo sostiene y reafirma su carácter único y singular; cada grupo conoce su historia y apela a ella, en busca de justificativos. El resultado es un mortal callejón sin salida en el que hoy se ven envueltas millones de personas.
Por este motivo, veo un significado importantísimo en el modelo que nos plantea el diálogo valeroso de Shakyamuni. Nuestra época exige una sabiduría amplia y abarcadora que, en lugar de dividir, ponga el foco en lo que tenemos en común y en lo que señala nuestra pertenencia común al género humano. Las enseñanzas del budismo brindan un tesoro de sabiduría orientada a la paz. Nichiren, por ejemplo, ofrece este certero enfoque de la relación entre las tendencias negativas que habitan en el interior del sujeto y las amenazas urgentes y externas a la paz y la seguridad.
En un país donde imperan los tres venenos [de la codicia, el odio y la estupidez] en tal medida, ¿cómo puede haber paz y estabilidad? […] El hambre es producto de la codicia; la peste, resultado de la estupidez, y la guerra, consecuencia del odio.[9]
La sabiduría del budismo nos permite romper los confines del «yo limitado», ese yo personal y aislado, cautivo de sus propios deseos, pasiones y odios. Y nos permite dar un enfoque correcto a la psicología de la identidad colectiva, de tan hondo arraigo, a medida que elevamos nuestra vida con exuberancia hacia un «yo superior», que convive con la esencia viviente del universo. No hay que buscar esta sabiduría en ningún sitio remoto, sino dentro de nosotros mismos y bajo nuestros pies. Esta fuerza innata reside en el microcosmos viviente de cada sujeto, e irrumpe en profusión ilimitada, cuando nos consagramos a realizar acciones valerosas y solidarias en bien del género humano, de la sociedad y del futuro.
Mediante esta clase de «práctica del bodisatva», desarrollamos la sabiduría necesaria para romper con los grilletes del yo; así pues, nuestros conocimientos escindidos comienzan a integrarse con vibrante equilibrio hacia un próspero futuro.
De lo uniforme a lo diverso
La segunda transformación a la que quiero referirme es el tránsito de la uniformidad a la diversidad. Agradezco profundamente esta ocasión de debatir el tema en Hawái, este archipiélago pletórico de colores que es un verdadero símbolo de lo diverso. Por feliz sincronía, este discurso tiene lugar a comienzos de 1995, ciclo que las Naciones Unidas denominaron Año Internacional de la Tolerancia.
Los ciudadanos de Hawái marchan a la vanguardia en el desafío de armonizar y construir la unión a partir de la diversidad; a medida que transcurra el tiempo, este aspecto no hará más que cobrar importancia. Su esfuerzo pionero puede compararse con el árbol de ohia, el primero que extiende sus raíces bajo el yermo suelo de lava recién enfriada, y el primero en dar hermosas flores rojas.
Así como esta civilización ha entendido el desarrollo económico como la mera búsqueda del máximo beneficio, la sociedad actual pretende eliminar las diferencias en aras de la ganancia; la diversidad natural y la multiplicidad humana deben desaparecer, tras la búsqueda de objetivos monolíticos. El resultado de este proceso no es otro que el sombrío panorama mundial que hoy se cierne por delante, y del cual la destrucción ambiental es solo una parte. Es fundamental que sigamos una senda de desarrollo sustentable, basado en un profundo sentido de la solidaridad con las generaciones futuras.
Esta nueva apreciación de la diversidad humana, social y natural es, en cierto sentido, una respuesta inevitable ante la crisis actual. Recuerdo la sabiduría de Rachel Carson (1907-1964), bióloga marina y pionera del movimiento ambientalista que, en 1963, un año antes de morir, manifestó con estas palabras su punto de vista:
En este momento, creo de verdad que los habitantes de esta generación debemos aprender a convivir en buenos términos con la naturaleza; siento que, hoy más que nunca, nos encontramos ante el desafío de demostrar hasta qué punto hemos adquirido madurez y dominio, no sobre la naturaleza, sino sobre nosotros mismos.[10]
El creciente interés en la Cuenca del Pacífico se relaciona, en gran medida, con la esperanza de que este «mar experimental» —caracterizado por una inusitada diversidad étnica, cultural e idiomática— asuma un papel preponderante en la unión de la familia humana. Hawái es el punto de intersección y encuentro del Pacífico. Su rica historia de convivencia en paz se debe a haber aceptado las contribuciones de numerosas culturas y a haber alentado la afirmación colectiva de valores diferentes. Por eso, siento que Hawái seguirá siendo un modelo precursor en el proceso de construir una civilización «panpacífica».
La sabiduría del budismo también puede aportar interesantes perspectivas sobre la cuestión de la diversidad. Ya que uno de los principios centrales del budismo es que lo universal existe dentro de la vida individual, esta filosofía obra, básicamente, contrarrestando cualquier intento de imponer uniformidad o estandarización por la fuerza. En las enseñanzas de Nichiren leemos: «El cerezo, el ciruelo, el melocotonero y el albaricoquero, cada uno en su propia entidad, sin experimentar ningún cambio [florecen como son]». [11] Como este pasaje indica, no es necesario ni deseable que todos seamos «cerezos» o «ciruelos»; por el contrario, cada uno tiene que manifestar el brillo único de su propia subjetividad.
Esta analogía apunta al principio básico de valorar lo diverso, que se aplica por igual tanto a los seres humanos como a los ámbitos naturales o sociales. Como sugiere el concepto budista de «revelar la propia naturaleza intrínseca», la misión primordial del budismo es permitir que cada persona florezca expresando plenamente su potencial. Sin embargo, el individuo no puede realizarse a expensas de los demás o en conflicto con la realidad circundante, sino solo mediante la valoración activa de las diferencias y de la singularidad. Para decirlo con otras palabras, el florido jardín de la vida debe su belleza a la policromía de matices.
Las enseñanzas de Nichiren también contienen la siguiente parábola: «Cuando uno se inclina respetuosamente ante un espejo, la imagen reflejada también lo reverencia a uno». [12] Esto expresa de manera poética y elocuente la causalidad que impregna todos los fenómenos, médula del budismo. El respeto que sentimos por la vida ajena vuelve a nosotros, infalible como la imagen de un espejo, para ennoblecer nuestra vida.
Según la cosmología implícita en el principio budista del origen dependiente, [13] todos los fenómenos naturales y humanos cobran vida dentro de una matriz de interrelaciones recíprocas. Se nos insta a respetar la singularidad de cada existencia, en la medida en que cada una sostiene y alimenta la gigantesca totalidad viviente.
El concepto budista de la interdependencia se caracteriza por representar una comprensión directa e intuitiva de la vida cósmica inmanente en todos los fenómenos. El budismo rechaza en forma absoluta la violencia, como ataque a la armonía subyacente que mantiene unida la trama de la vida. Las siguientes palabras del profesor Anthony Marsella, de la Universidad de Hawái, sintetizan muy bien la esencia del origen dependiente:
Pienso aceptar y adoptar la verdad axiomática de que la mismísima fuerza vital que hay en mí es la que mueve, impulsa y gobierna el universo. Y, por eso, debo aproximarme a la vida con un nuevo sentido del respeto y del asombro, admirado del misterio de esta gran verdad, pero al mismo tiempo exultante y confiado en sus consecuencias. ¡Estoy vivo! ¡Soy parte de la vida![14]
Cuando nos centramos en las dimensiones más profundas y universales de la vida, podemos sentir una espontánea empatía hacia la infinita diversidad de la existencia. Pero lo que, en definitiva, hace posible la violencia es, justamente, la falta de empatía, tal como ha señalado el profesor Johan Galtung (1930- ), pionero de los estudios sobre la paz. [15]
El profesor Galtung y yo estamos preparando la edición de un diálogo que nos ha tenido ocupados con temas como el desafío de educar a los niños para la paz y el futuro de los jóvenes. [16] Allí planteamos la necesidad de un compromiso positivo con quienes, por ser «otros» y por ser diferentes, pueden aportar algo capaz de enriquecernos. Esta clase de «empatía abierta» nos permite ver lo diverso como un catalizador de la creatividad y, a la vez, como base de un mundo donde sean posibles la inclusión y la prosperidad mutua. Al respecto, la tarea que está llevando a cabo la Soka Gakkai Internacional para promover el intercambio cultural en todo el mundo se apoya en esta certeza y en esta clase de compromiso.
De la soberanía nacional a la soberanía humana
La tercera transformación que quiero analizar es el tránsito de la soberanía nacional a la soberanía humana. Innegablemente, los Estados soberanos y las cuestiones de soberanía nacional han sido, en gran parte, protagonistas de las guerras y de la violencia que ha sufrido el siglo xx. Las guerras modernas, pensadas y libradas como un ejercicio legítimo de la soberanía estatal, involucraron arbitrariamente a pueblos enteros y los sumieron en un dolor difícil de superar.
La Liga de las Naciones y, luego, las Naciones Unidas —ambas fundadas en las postrimerías de amargos conflictos mundiales—, han representado, en cierto sentido, el afán de crear un sistema transnacional que restrinja y atempere los alcances de la soberanía de las naciones individuales. Sin embargo, cabe reconocer que el osado proyecto de la ONU aún no ha logrado sus metas originales. Hoy, este organismo supranacional se acerca a su quincuagésimo aniversario bajo el peso de problemas difíciles y numerosos.
Para convertirse en un auténtico parlamento de la humanidad, las Naciones Unidas tienen que basarse en el denominado soft power del consenso y del acuerdo, que solo es posible a partir del diálogo. Por otro lado, para cumplir sus fines, el organismo debe distanciarse del tradicional enfoque militarizado de la seguridad. Si se me permite una sugerencia, la creación de un nuevo «Consejo de Seguridad para el Medio Ambiente y el Desarrollo» podría dotar a la ONU de facultades que le permitan abordar los problemas de la seguridad humana con lucidez y energías renovadas.
De todas formas, es fundamental que efectuemos un giro paradigmático desde la soberanía nacional hacia la soberanía de la humanidad. Esta idea se expresa cabalmente en las palabras «Nosotros, los pueblos…», con las cuales comienza la Carta de las Naciones Unidas. En concreto, tenemos que promover una educación popular que forje ciudadanos del mundo dedicados al bienestar común del género humano y fomentar lazos de solidaridad entre congéneres.
En su carácter de organización no gubernamental, la Soka Gakkai Internacional desarrolla eficaces actividades de alcance global. Estas iniciativas, centradas en los jóvenes, buscan informar y crear conciencia pública sobre el significado de la ciudadanía mundial. Creemos que el quincuagésimo aniversario de la ONU es una oportunidad invalorable para llevar a cabo estas tareas.
Desde el punto de vista del budismo, la transición de la soberanía nacional a la soberanía humana implica preguntarnos cómo desarrollar los recursos de la personalidad para atemperar y encauzar valientemente los poderes sobrecogedores de la autoridad externa.
En el curso de nuestros diálogos, el historiador británico Arnold J. Toynbee (1889-1975) definió el nacionalismo como una creencia marcada por el culto al poder colectivo de las comunidades humanas. Siento que esta definición se aplica tanto a los Estados soberanos como a la clase de nacionalismo que, en sus manifestaciones más tribales, es responsable de los conflictos regionales y subnacionales que sacuden el mundo actual. Toynbee planteaba, además, que cualquier religión que aspirase a influir en la humanidad entera debía ser capaz de contrarrestar los nacionalismos fanáticos y «los males que hoy amenazan gravemente a la supervivencia humana». El historiador expresó con franqueza las expectativas que, en este sentido, le inspiraba la filosofía budista, que describió como «sistema universal de leyes de la vida». [17]
A lo largo de su trayectoria milenaria, el budismo siempre ha trascendido y relativizado la autoridad secular, mediante el fortalecimiento de la ley moral interior. Por ejemplo, cuando un brahmán llamado Sela le pidió a Shakyamuni que fuese rey de reyes, autoridad de los hombres, el Buda repuso que él ya era soberano… de la verdad suprema.
En otro episodio fascinante, Shakyamuni se ve en la necesidad de detener los planes de Magadha, un Estado imperial que se proponía exterminar a los clanes confederados de Vajji. En presencia del ministro de Magadha, que se había presentado ante Shakyamuni para anunciar sin pudor la invasión inminente, Shakyamuni le hizo a su discípulo siete preguntas sobre los ciudadanos de Vajji. He aquí sus preguntas, ligeramente parafraseadas:
- ¿Los pobladores de Vajji valoran el diálogo y el intercambio de ideas?
- ¿Valoran la solidaridad y la cooperación?
- ¿Valoran las leyes y las tradiciones?
- ¿Respetan a sus mayores?
- ¿Respetan a los niños y a las mujeres?
- ¿Respetan las creencias y la espiritualidad?
- ¿Respetan a las personas cultas y sabias, sean de Vajji o no; son abiertos a las influencias culturales del exterior?
El discípulo respondió afirmativamente a todas las preguntas. Entonces, Shakyamuni explicó al ministro de Magadha que mientras los ciudadanos de Vajji siguieran observando esos principios, prosperarían y se verían a salvo de toda decadencia. En síntesis, sería imposible conquistarlos. Estos son los célebres «siete principios que impiden la declinación» —siete pautas rectoras de la prosperidad social— que Shakyamuni expuso durante sus últimas travesías. [18]
Es interesante notar el paralelo que hay con las gestiones contemporáneas para establecer seguridad, no a través del poderío militar, sino mediante la promoción de la democracia, el desarrollo social y los derechos humanos. Por otro lado, el incidente es, también, un vivo retrato de la dignidad y la estatura de Shakyamuni como rey de la verdad suprema, en su trato con el poder secular.
Con este mismo enfoque, Nichiren redactó en 1260 su célebre tratado Sobre el establecimiento de la enseñanza correcta para asegurar la paz en la tierra. El documento, destinado a las autoridades más influyentes del Japón de la época, amonesta a los líderes políticos y religiosos por hacer oídos sordos a los lamentos del pueblo. [19] Desde ese momento, la vida de Nichiren fue una sucesión de hostigamientos interminables, que a menudo pusieron en riesgo su vida. No obstante, él expresó así su sentido de la libertad interior: «Aunque, por haber nacido en los dominios del gobernante, muestre que lo obedezco en mi forma de actuar, jamás lo obedeceré en mi fuero interno». [20] En otra parte, escribe: «Oro, antes que ninguna otra cosa, para poder guiar y orientar al gobernante y a todos los que me persiguieron». [21] Y, también, «cuando uno practica el Sutra del loto en tales circunstancias, surgirán dificultades, que habrán de considerarse “prácticas pacíficas”». [22]
El ser humano experimenta un indestructible estado de seguridad y de satisfacción cuando lucha por basarse en la ley eterna interior y elevarse por sobre el movimiento tumultuoso del poder efímero, en busca de la no violencia y del humanismo. Estoy convencido de que estas declaraciones de radiante dignidad resonarán profundamente en el corazón de los ciudadanos del mundo que crearán la civilización global del siglo xxi.
Las tres transiciones a las que me he referido van juntas en el proceso de la revolución humana. Son simultáneas a la reforma del yo interior, para expandirse y fusionarse con un yo superior de sabiduría, solidaridad y bravura. Mi certeza más rotunda en la vida es que la revolución humana, aunque sea la de un solo individuo, puede generar una conciencia y una fuerza solidaria capaces de liberarnos de nuestro milenario destino de violencia y de guerra.
Durante la segunda guerra mundial, Tsunesaburo Makiguchi (1871-1944), fundador de la Soka Gakkai y creador de la educación creadora de valores, vivió un duro enfrentamiento con las autoridades militares del Japón. Aun en la cárcel, donde murió a los setenta y tres años, buscó el debate asentado en la honestidad de los principios; varios de quienes lo sentenciaron y encarcelaron llegaron a apreciar el budismo e, inclusive, a abrazar la fe en esta filosofía.
Resuelto a mantener dicho legado espiritual, hace treinta y cinco años inicié mi propio diálogo con ciudadanos del mundo aquí en Hawái. Quiero dedicar el resto de mi vida a la labor de promover la sabiduría de la paz, para crear una nueva era de esperanza y de seguridad en el siglo venidero. Confío en que ustedes me acompañarán en esta tarea.
Por último, quisiera citar las siguientes palabras del Mahatma Gandhi (1869-1948), cuya permanente devoción a los temas que hoy hemos tratado me inspira, desde siempre, el afecto y el respeto más profundos.
Tienen que ponerse de pie contra todo el mundo, aunque al ponerse de pie se den cuenta de que están solos. Tienen que mirar al mundo de frente, en la cara, aunque cuando lo hagan se den cuenta de que el mundo los mira con ojos inyectados en sangre. No teman. Confíen en ese algo diminuto que habita en su corazón…[23]