El budismo Mahāyāna y la civilización del siglo xxi (Universidad de Harvard, EE. UU., 1993)
[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 153-166. Disertación pronunciada en la Universidad de Harvard, Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos, el 24 de septiembre de 1993].
Nada podría hacerme tan feliz como este regreso a la Universidad de Harvard, para hablar frente a los profesores y estudiantes de una institución tan venerable, dueña de una trayectoria académica sin igual. Quiero ofrecer mi sincera gratitud a los profesores Nur Yalman, Harvey Cox y John Kenneth Galbraith, y a todos los que hicieron posible esta visita.
La continuidad de la vida y la muerte
Fue el filósofo griego Heráclito quien afirmó, con su célebre panta rhe, que todo estaba sometido a un fluir constante y que el cambio constituía la naturaleza esencial de las cosas. En verdad, todo cambia sin cesar, a cada momento, se trate del mundo de los fenómenos naturales o de los asuntos humanos. Nada conserva exactamente el mismo estado, ni siquiera al cabo de un brevísimo instante: hasta las rocas y los minerales de aspecto más compacto y sólido están sujetos a la erosión del tiempo. Pero durante este siglo de guerras y de revolución, el proceso normal de cambio parece haber adquirido una magnitud y una velocidad apabullantes. A decir verdad, hemos sido testigos de las transformaciones sociales más extraordinarias.
El budismo denomina «transitoriedad de todos los fenómenos» a este aspecto efímero de la realidad. En la cosmología budista, la idea se describe como un ciclo incesante de formación, continuidad, declinación y desintegración, por el que pasan todos los sistemas. En nuestra vida como seres humanos, experimentamos dicha transitoriedad por medio de cuatro sufrimientos: el sufrimiento de nacer (que implica el dolor de la existencia cotidiana), el sufrimiento de la enfermedad, el de la vejez y, por último, el de la muerte. Ningún individuo puede considerarse exento de estos pesares. Podría decirse que la angustia y, en especial, el problema de la muerte fueron lo que condujo a la formación de sistemas filosóficos y religiosos.
Se dice que Shakyamuni se sintió compelido a buscar la verdad a partir de una serie de encuentros accidentales con estos sufrimientos, en los portales del palacio en que había sido criado. Platón señaló que los auténticos filósofos siempre abordaban la cuestión de la muerte. Y Nichiren, fundador de la escuela de budismo en la cual basa sus actividades la Soka Gakkai Internacional, nos aconseja «primero […] aprender sobre la muerte, y luego sobre las otras cuestiones».[1]
Esta cuestión pende gravemente sobre nuestro corazón, cual recordatorio ineludible de la naturaleza finita que posee nuestra existencia. Y por ilimitados que parezcan ser los poderes o la riqueza que el ser humano es capaz de acopiar, hay algo que se presenta como una certeza y es la seguridad de que habremos de morir algún día. Conscientes de nuestra propia mortalidad, desde tiempos inmemoriales hemos tratado de controlar el temor y la aprensión que circundan la muerte, buscando formas de participar en lo eterno. Gracias a esta búsqueda, hemos aprendido a trascender las formas instintivas de vivir y hemos desarrollado, precisamente, las cualidades que hoy conocemos como «humanas». Este enfoque nos permite comprender por qué la historia de la religión coincide, de manera evidente, con la historia de nuestra especie.
La civilización moderna trató de ignorar la muerte; hemos apartado la mirada de este problema fundamental. El morir, cubierto por un manto de sombras, pasó a contarse entre las cosas de las cuales solo cabe aborrecer. Para la humanidad moderna, la muerte es la simple ausencia de vida, el vacío, la nada. La vida pasó a identificarse con todo lo bueno, con lo que es, con lo racional, con la luz; la muerte solo es el mal, la nada, lo oscuro y lo irracional. Desde todo punto de vista, lo que prevalece es una percepción negativa de la muerte.
No obstante, ¿cómo ignorarla? Este afán de negación ha cobrado un precio gravoso a la humanidad moderna. El clima horrendo e irónico de esta civilización moderna es lo que Zbigniew Brzezinski (1928-2017) ha dado en llamar el «siglo de la megamuerte». Más en lo inmediato, una serie de problemas de variada índole demandan que se reevalúe y se reexamine el auténtico significado de la muerte. Entre ellos, la muerte cerebral, la eutanasia, la atención de los enfermos terminales, los distintos ritos y ceremonias fúnebres y las investigaciones sobre la muerte y el fallecimiento que llevaron a cabo autores como Elisabeth Kübler-Ross.
La humanidad parece estar a punto de reconocer, por fin, el error fundamental de las nociones que veníamos albergando sobre la vida y la muerte; parece dispuesta a comprender que el morir es más que la ausencia de vida; que la muerte —junto con la vida activa— es imprescindible para la formación de un todo más grande y esencial. Ese todo más amplio que menciono refleja la profunda continuidad de la vida y la muerte que experimentamos como individuos y expresamos mediante la cultura. Uno de los desafíos más imperiosos que nos aguardan en el siglo venidero es establecer una cultura basada en la comprensión de la vida y la muerte, y en la eternidad esencial de la vida. Esta actitud no implica desestimar la muerte, sino enfrentarla en forma directa, para situarla dentro del contexto más amplio de la vida.
El budismo habla de una naturaleza intrínseca, que también se designa como «naturaleza del Dharma». Existe en las profundidades de la realidad fenoménica; depende de las condiciones ambientales y responde a ellas; esta naturaleza intrínseca manifiesta estados alternos de aparición y de latencia. Todos los fenómenos —entre ellos la vida y la muerte— pueden ser vistos como fases cíclicas de aparición (en estado manifiesto) y de replegamiento (al estado de latencia).
Los ciclos de vida y muerte se asemejan a los períodos alternos de sueño y de vigilia. La muerte, de tal forma, puede ser concebida como una fase de descanso y recuperación, antes de una nueva vida, así como el sueño nos prepara para los quehaceres del día siguiente. Cuando uno logra ver la muerte desde esta perspectiva, lejos de repudiarla, encuentra en ella, al igual que en la existencia, un beneficio digno de apreciar. El Sutra del loto, esencia del budismo Mahāyāna, señala que el propósito de la existencia, del ciclo eterno de vida y muerte, es «sentirnos felices y en paz». Además, enseña que la fe y la práctica constantes nos permiten experimentar en la muerte (y no solo en la vida) una profunda e intensa alegría; es decir, sentirnos igualmente «felices y en paz».[2] tanto en una como en otra fase de la existencia. Nichiren describe el logro de esta condición como «la mayor de todas las alegrías». [3]
Si las tragedias de este siglo de guerras y de revolución nos han dejado alguna enseñanza, con seguridad esta ha sido la futilidad de ver como único determinante de la felicidad humana la reforma de factores externos —por ejemplo, los sistemas sociales—. Estoy convencido de que, en el siglo venidero, se dará prioridad al cambio interior de los sujetos, que incluya una nueva comprensión de la vida y de la muerte.
Sobre las premisas que acabo de citar, quisiera analizar tres áreas específicas en las que, siento, el abordaje del budismo Mahāyāna podría contribuir a resolver los problemas antes planteados y ser aporte positivo para la civilización del siglo xxi. Consideremos, entonces, los enfoques del budismo que ofrecen guías concretas y viables.
El énfasis budista en el diálogo
Desde sus inicios, la filosofía budista se relacionó con la paz y el pacifismo. Esto, en mi opinión, deriva principalmente del constante rechazo a la violencia que ella postula, sumado a un permanente énfasis en el diálogo y el intercambio como medios para resolver conflictos. La vida de Shakyamuni es buen ejemplo de ello: la suya fue una existencia totalmente libre de dogmas, signada por el diálogo abierto, como emblema de apertura espiritual. El sutra que narra los viajes con que Shakyamuni culminó su práctica budista comienza con un episodio que nos muestra al Buda, a los ochenta años, valiéndose del poder de la palabra para evitar una invasión.[4]
Magadha era un extenso país ansioso de concretar sus metas hegemónicas a través de la conquista del vecino país de Vajji. Pero Shakyamuni, en lugar de amonestar frontalmente al ministro de Magadha, expuso de modo convincente los principios por los cuales las naciones prosperan o declinan. Así, logró disuadir al ministro de la invasión que planeaba ejecutar. El capítulo final de este mismo sutra concluye con una conmovedora descripción de Shakyamuni en su lecho de muerte. En el umbral de su último aliento, urge a los discípulos a que le formulen sus preguntas sobre la Ley budista (dharma) o sobre la práctica, para que no se lamentaran de tener dudas irresolubles, después de su muerte. Hasta su último minuto de vida, Shakyamuni buscó cada oportunidad de conversar con sus semejantes; la epopeya de su última travesía, desde el comienzo hasta el fin, aparece iluminada por la luz del lenguaje, talentosamente esgrimido por quien fue un genuino «maestro de la palabra».
¿Por qué pudo Shakyamuni emplear el lenguaje con tal libertad y provocar semejantes efectos? ¿Qué lo llevó a ser un maestro incomparable del diálogo? Para mí, su elocuencia se debía a la expansión abarcadora de su estado iluminado, absolutamente libre de todo prejuicio, dogma o apego. Sirven de ejemplo las siguientes palabras que se le atribuyen: «Percibí una flecha única e invisible, incrustada en el corazón de los hombres».[5] Esta flecha alude a la saeta de la conciencia discriminatoria, el interés irrazonable en lo que nos diferencia. La India de su época pasaba por un período de transición y de revueltas; el horror del enfrentamiento y de la guerra se cernían sobre la vida de todos, como una realidad ubicua y permanente. Pero los ojos sagaces de Shakyamuni veían con certeza la causa subyacente de dicho conflicto en el apego a diferencias como, por ejemplo, las de etnia o de nacionalidad.
En los primeros años de este siglo, Josiah Royce (1855-1916), uno de los importantes filósofos que Harvard brindó al mundo, declaró lo siguiente:
En estos asuntos, la reforma debe provenir, en todo caso, del interior. […] El pueblo, como un todo, es lo que resulta determinado por los procesos —positivos o negativos— que tienen lugar en la mente de los individuos. [6]
Como Royce señala, la «flecha invisible» del mal que debemos superar no se encuentra en las razas o clases —categorías externas—, sino incrustada en el corazón de cada uno. La conquista de nuestra propia mentalidad prejuiciosa, de nuestro apego a la diferencia, es el principio rector del intercambio abierto. A su vez, la posibilidad de dialogar así es condición esencial para establecer la paz y el respeto universal por los derechos humanos. Lo que le permitió a Shakyamuni exponer la Ley con un enfoque tan flexible y adaptar su estilo de enseñanza a la capacidad y personalidad de sus interlocutores fue su completa liberación de los prejuicios.
En los diálogos de Shakyamuni hallamos una nota distintiva: el afán de hacer que los demás tomen conciencia de la flecha de su mal interior, ya fuese al intermediar una disputa comunitaria sobre derechos hídricos, al guiar hacia la reflexión a un violento criminal o al amonestar a quien censuraba la práctica de la limosna. Fue el poder de su personalidad extraordinaria lo que hizo decir a un soberano coetáneo de Shakyamuni: «A quienes no pudimos obligar a rendirse a través de las armas, los habéis vencido desarmados».[7]
Una religión puede elevarse, trascender su enfoque tribal y ofrecer una perspectiva amplia y holística de la fe solo cuando supera el apego a la diferencia. Nichiren, por ejemplo, relativiza al regente del sogunato japonés que se ensañaba con él diciendo que era «el gobernante de este pequeño país insular».[8] Su visión es mucho más amplia, y apunta a establecer un espíritu religioso capaz de encarnar valores universales y de trascender los confines de una sola nación.
El diálogo, nótese, no se limita a un plácido intercambio que va y viene como la caricia de una brisa primaveral. En ocasiones, para aflojar la arrogancia que cierra a una de las partes, el discurso ha de ser como una lengua de fuego. Es típico que se relacione a Shakyamuni y a Nāgārjuna con una imagen de mansedumbre; pero fue por la ocasional contundencia implacable de su discurso que se los conoció, en sus respectivas épocas, como «quienes lo niegan todo».[9]
Del mismo modo, Nichiren, tan dispuesto a brindar afecto familiar y bondadosa consideración a la gente simple, jamás hizo concesiones en su enfrentamiento con la autoridad corrupta y perversa. Siempre inerme en una época y en un país atravesados de violencia crónica, confió incondicionalmente en el poder de la persuasión y de la no violencia. Fue tentado por la promesa del poder absoluto, si renunciaba a su fe, o amenazado con la decapitación de sus padres, si mantenía sus convicciones. Así y todo, su coraje en la fe jamás tambaleó. El siguiente pasaje, escrito mientras se hallaba exiliado en una remota isla, de donde nadie esperaba que regresase vivo, ejemplifica su postura valerosa, como el rugido de un león: «Sean cuales fueren los obstáculos que deba enfrentar, mientras las personas de sabiduría no demuestren que mis enseñanzas son falsas, ¡jamás claudicaré! Cualquier otra aflicción será, para mí, como polvo en el viento».[10]
La fe de Nichiren en el poder del lenguaje fue absoluta. Si más y más personas resolvieran entablar el diálogo con la misma confianza inclaudicable que él demostró, seguramente hallarían soluciones armoniosas las inevitables reyertas de la vida humana. El prejuicio cedería paso a las relaciones empáticas, y la guerra daría lugar a la paz. El diálogo genuino conduce a la transformación de las perspectivas opuestas; estas dejan de ser cuñas que separan, y se convierten en puentes que unen.
Durante la segunda guerra mundial, la Soka Gakkai —organización basada en las enseñanzas de Nichiren— desafió abiertamente las fuerzas del militarismo japonés. A raíz de su postura, fueron arrestados muchos de sus miembros; entre ellos, su fundador y primer presidente, Tsunesaburo Makiguchi. Lejos de claudicar, este último siguió explicando a sus guardianes e inquisidores los principios del budismo; es decir, los mismos conceptos por los cuales se lo consideraba un «delincuente ideológico». Murió entre rejas, a los setenta y tres años.
Josei Toda fue heredero del legado espiritual que dejó Makiguchi y segundo presidente de la Soka Gakkai. Sobrevivió a la odisea de dos años de cárcel y, una vez libre, reafirmó su confianza en la unión de la familia humana global. Se consagró al diálogo amplio junto a las filas de los ciudadanos anónimos, que padecían las secuelas devastadoras de la guerra. Toda también nos legó a nosotros, sus jóvenes discípulos, la misión de construir un mundo sin armas nucleares.
Con esta base histórica y filosófica, la Soka Gakkai Internacional reafirma, en cada una de sus actividades, la función del diálogo en pro de la paz, la cultura y la educación. Actualmente, estamos dedicados a crear lazos de solidaridad entre los ciudadanos de ciento quince países y regiones del orbe.[11] En lo que a mí respecta, mi compromiso es seguir esforzándome en el diálogo; quiero entablar intercambios con personas de todas partes del mundo, para contribuir, aunque más no sea de esta pequeña manera, a una mayor felicidad del género humano.
Restaurar el humanismo
¿Qué papel puede asumir la filosofía budista en la restauración del humanismo y en el rejuvenecimiento de los individuos? En una época de amplio renacimiento religioso, siempre es necesario preguntarnos: ¿Fortalecen las religiones al individuo o, más bien, lo debilitan? ¿Alientan las religiones lo bueno que hay en el ser humano o lo malo que hay en él? ¿Se torna más o menos sabias las personas, a partir de la religión?
Si bien la autoridad de Marx como profeta del materialismo histórico se vio bastante cuestionada por el derrumbe del socialismo en Europa oriental y en la antigua Unión Soviética, hay una importante cuota de verdad en su analogía de la religión con el opio de los pueblos. De hecho, hay razones para preocuparnos: no pocas de las religiones que están surgiendo en el último tramo de este siglo llevan el sello de un dogmatismo y un aislamiento contrarios a la veloz tendencia actual, que se orienta hacia la interdependencia y la interacción transcultural.
En tal sentido, es útil examinar el peso relativo que los diferentes sistemas religiosos asignan a la autonomía, como opuesta a la dependencia en poderes externos al sujeto. Ambas tendencias corresponderían, en líneas generales, a lo que en el cristianismo se denomina «libre albedrío» y «gracia de Dios».
La transición que vivió Europa entre el Medioevo y la Modernidad coincidió, aproximadamente, con un distanciamiento del determinismo teocéntrico y un mayor énfasis en el libre albedrío y en la responsabilidad del sujeto. Se hizo hincapié en las facultades humanas, mientras que la sujeción a los poderes externos perdió preponderancia, giro que habilitó el desarrollo de la ciencia y la tecnología en los tiempos modernos. Si bien la fe en la omnipotencia de la razón y de sus frutos científicos fue ganando cada vez más adeptos, la confianza ciega en el poder de la tecnología condujo, por momentos, al exceso de suponer que no había nada fuera del alcance humano. Si la anterior confianza en una fuerza externa puede hacernos subestimar la plena dimensión de nuestras posibilidades y responsabilidad, la fe excesiva en nuestros poderes tampoco es la respuesta, en cuanto genera una peligrosa hipertrofia del ego.
Hoy, la civilización busca un tercer camino, un nuevo equilibrio que combine la fe en nuestros propios poderes y el reconocimiento de eso que se extiende más allá de nosotros. Estas palabras de Nichiren ilustran el sutil y sugestivo enfoque del Mahāyāna sobre el acceso a la iluminación: «Están empoderadas por sí mismas […] y están empoderadas por el otro».[12] El convincente argumento del budismo es que, a partir del equilibrio y de la fusión dinámica entre fuerzas internas y externas, se obtiene el máximo bien.
En una tónica similar, John Dewey, en A common faith (Una creencia común), afirma que lo importante y vital es «lo religioso», más que los credos específicos en sí. A diferencia de las religiones, que tan fácilmente incurren en dogmatismos fanáticos, lo religioso tiene el poder de «unificar intereses y energías»; «dirigir la acción, generar el calor de la emoción y la luz del intelecto». Del mismo modo, permite la concreción del capital humano que Dewey identifica con «los valores del arte en todas sus formas, del saber, del esfuerzo y del reposo tras la labor, de la educación y la hermandad, de la amistad y el amor, del crecimiento de mente y cuerpo».[13]
Dewey no identifica un poder externo específico. Para él, lo religioso es un término general para definir lo que sostiene y alienta a las personas en su aspiración activa hacia el bien y los valores positivos. Lo religioso, tal como lo define Dewey, sirve de asistencia a quienes se ayudan a sí mismos.
Como Dewey supo ver —y como muestran las lamentables consecuencias de la veneración que el ser humano se ha rendido a sí mismo—, desprovistos de cierto respaldo, somos incapaces de manifestar a pleno todo nuestro potencial. Solo a través de fusionarnos y de vincularnos con lo eterno —con lo que yace más allá de nuestra condición de individuos finitos—, podemos manifestar todo el espectro de nuestras potencialidades. Aunque necesitamos ser asistidos, dicho acervo latente no nos es ajeno o extraño: se encuentra en nosotros, es nuestro y lo ha sido desde siempre.
Por otra parte, creo que el equilibrio que trace cada tradición religiosa entre las fuerzas externas y las inherentes tendrá gravitación decisiva en su viabilidad futura. Todos los que tenemos interés en la religión debemos estar muy atentos a este equilibrio, para no tener que repetir otra historia de esclavitud a los dogmas y a la autoridad religiosa; para cerciorarnos de que el impulso religioso sirva como vehículo capaz de restaurar y rejuvenecer a la humanidad.
Acaso porque nuestro movimiento budista está tan centrado en el ser humano, el profesor Harvey Cox, de la Facultad de Teología de Harvard, lo ha descrito como una lucha por definir la dirección humanística de la religión. En efecto, el budismo no es una mera construcción teórica; por el contrario, lo que pretende es ayudarnos a orientar nuestra propia vida hacia la felicidad y la creación de valores, mientras la vivimos a cada instante. Por eso, Nichiren afirma:
Si en un solo instante de la vida condensamos los dolores y las pruebas de millones de kalpas, instante tras instante se manifestarán en nosotros los tres cuerpos del Buda de los cuales estamos intrínsecamente dotados. [14]
La expresión «el esfuerzo de cien millones de eones» indica la actitud de enfrentar cada uno de los problemas de la vida con todo nuestro ser, habiendo despertado la integridad total de nuestra conciencia y sin dejar de activar ninguno de nuestros recursos interiores. Al abordar de frente y de lleno los desafíos de la existencia diaria, dejamos aflorar desde nuestro ser interior las tres propiedades inherentes al estado de Buda o «tres cuerpos del Buda». Lo que alienta y guía a cada instante nuestros actos hacia lo correcto y verdadero es la luz de esta sabiduría interior.
En tal contexto, la mención polifónica y vibrante de tambores, cuernos y otros instrumentos musicales en diversos momentos del Sutra del loto se interpreta como una exhortación metafórica a manifestar la voluntad humana de vivir. La función de la naturaleza de buda siempre es alentarnos a ser fuertes, buenos y sabios; el mensaje es, siempre, de restauración humana.
La interrelación de todos los fenómenos
El budismo brinda una base filosófica para postular la convivencia simbiótica de todos los seres. Entre las muchas imágenes del Sutra del loto , una que encuentro especialmente poderosa es la de una lluvia imparcial que humedece, con benevolencia, la vasta extensión de la tierra, para que brote nueva vida de todos los bosques y plantas, grandes o pequeños. Esta escena, plasmada con la vivacidad, grandeza y exquisitez que caracterizan al Sutra del loto , simboliza la iluminación de todos los que toman contacto con la Ley budista. A la vez, es un magnífico tributo a la rica diversidad de la existencia humana, y de todas las formas de vida animada e inanimada. Cada una de ellas manifiesta la iluminación intrínseca de su naturaleza, y todas florecen y armonizan en un espléndido concierto de simbiosis. Para describir las relaciones simbióticas, el budismo emplea el término «origen dependiente». Nada ni nadie existe en forma aislada. Cada ser individual cumple la función de dar vida al ambiente, y este, a su vez, sustenta las otras formas de existencia. Todos los entes, en una relación mutuamente sostenible, forman un cosmos viviente; para decirlo con los términos de la filosofía moderna, establecen un todo semántico. Este es el marco conceptual desde el cual el budismo Mahāyāna considera el universo natural.
Goethe (1749-1832) expresa, en boca de Fausto, una visión semejante. «Todo forma una urdimbre; todo infunde poder/ en cuanto existe, para desenvolverse y vivir».[15] El poeta, que hoy nos deja azorados por su penetración tan afín con el budismo, fue criticado por su joven amigo Eckermann, por «no tener con qué confirmar sus intuiciones».[16] Los años transcurridos desde entonces nos han brindado un coro de asentimiento cada vez más enfático para subrayar la certera visión deductiva que hay tanto en Goethe como en el budismo.
Tomemos como ejemplo el concepto de causalidad. Si analizamos las relaciones causales desde el punto de vista del origen dependiente, difieren fundamentalmente de la idea mecanicista de causa y efecto que, según la ciencia moderna, controla el mundo objetivo natural. En el modelo científico, la realidad está separada de las preocupaciones subjetivas. Cuando ocurre un accidente o un desastre, por ejemplo, las teorías mecanicistas de la causalidad pueden ser útiles para identificar y explicar cómo sucedió el accidente, pero quedan mudas a la hora de responder por qué ciertos individuos —y no otros— se vieron involucrados en el trágico acontecimiento. Por cierto, para sostener una visión mecanicista de la naturaleza es imprescindible dejar a un lado, en forma deliberada, los interrogantes existenciales.
En cambio, la noción budista de la causalidad es de naturaleza mucho más amplia, por cuanto incluye y contiene la existencia humana. Este enfoque busca responder de manera directa esos urticantes porqués, como lo demuestra el siguiente intercambio protagonizado por Shakyamuni a comienzos de su trayectoria religiosa: «¿Cuál es la causa de la vejez y de la muerte? El nacimiento es lo que las origina a ambas». [17]
En una época posterior, mediante un proceso de exhaustiva disquisición personal, Zhiyi —fundador de la escuela china de budismo Tiantai— desarrolló una estructura teórica que comprende conceptos como el de los «tres mil aspectos contenidos en cada instante vital». Dicho sistema de pensamiento no solo es vastísimo en su enfoque y riguroso en su formulación, sino íntegramente compatible con la ciencia moderna. Y, aunque el tiempo me limita para explayarme sobre este tema, sí vale la pena mencionar que muchos campos contemporáneos de investigación —entre ellos, la ecología, la psicología transpersonal y la mecánica cuántica— tienen interesantes puntos en común con el budismo, tanto en su enfoque como en sus conclusiones.
Cabría objetar que se podría perder de vista la identidad individual, si se les otorga tanto énfasis a la interdependencia y a la relación de reciprocidad. Los siguientes pasajes de las escrituras budistas resultan pertinentes, al respecto:
Eres tu propio maestro. ¿Quién podría serlo sino tú? Cuando hayas podido controlar tu propio yo, habrás encontrado un maestro de rarísimo valor. [18]
Otro pasaje sostiene:
Sé tu propia lámpara. Confía en ti mismo. Aférrate a la Ley como antorcha; no te fíes de ninguna otra cosa.[19]
Ambos pasajes nos exhortan a vivir independientemente, fieles a nosotros mismos y no a merced de los demás. Sin embargo, el «yo» al que se hace mención no es lo que el budismo llama «yo inferior», capturado en las redes del egoísmo. El texto, en cambio, habla del «yo esencial o superior», que se fusiona con la vida universal, y mediante el cual las causas y los efectos se entrelazan en los infinitos confines del tiempo y del espacio.
Este yo cósmico y esencial resuena profundamente con el yo integrador y unificador que Carl G. Jung (1875-1961) percibió en las profundidades de la vida. También es similar al que describió Ralph Waldo Emerson (1803-1882): «La belleza universal, con la cual cada fragmento y cada partícula se hallan relacionados; lo Eterno».[20]
Estoy convencido de que podríamos construir un mundo de convivencia creativa y simbiótica en el siglo venidero, si tomáramos conciencia de este yo superior en mayor escala. Recordemos los versos que compone Walt Whitman (1819-1891) para cantar loas al espíritu humano:
Mas cuando el Yo
se dirigió a Ti, ay, alma,
Tú fuiste mi auténtico Yo.
Y ¡hete aquí que
fuiste amo del orbe,
hete aquí que sojuzgaste al Tiempo,
que sonreíste, satisfecho,
en la contemplación de la Muerte,
y que henchiste,
que colmaste hasta rebosar
el vastísimo espacio celeste! [21]
El yo esencial que elucida el budismo Mahāyāna es otra forma de expresar la apertura y la amplitud que puede alcanzar la personalidad humana, cuando es capaz de abrazar el sufrimiento de todos los seres como si fuese el propio. Este yo siempre busca la forma de aliviar la congoja de los semejantes y de aumentar su felicidad, aquí, en medio de las circunstancias llanas de la vida cotidiana. Únicamente la solidaridad nacida en esta nobleza natural de las personas logrará romper el aislamiento del yo moderno, para abrir horizontes de nueva esperanza en la civilización venidera. Es más, lo que nos permite experimentar la vida y la muerte con idéntico deleite es el latido dinámico y vital de este yo superior. Por eso, como dijo Nichiren: «Empleamos los aspectos del nacimiento, la enfermedad, la vejez y la muerte para adornar la Torre [de los Tesoros] que es nuestro cuerpo». [22]
Mi oración y mi deseo más sincero es que, en el siglo xxi, cada miembro de la familia humana extraiga el esplendor natural de esa «Torre de Tesoros» que lleva dentro de sí. Entonces, la humanidad envolverá este planeta azul con los acordes del diálogo abierto y, por fin, avanzará sin desvío hacia el nuevo milenio.