a+ a- print

El gandhismo y el mundo moderno (Museo Nacional de Nueva Delhi, India, 1992)

[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 128-140. Disertación pronunciada en el Museo Nacional de la India, Nueva Delhi, India, el 11 de febrero de 1992].

Le estoy agradecido al Gandhi Smriti and Darshan Samiti, por haberme invitado a disertar en el Museo Nacional de la India; me siento honrado de ser su huésped sabiendo que, gracias a la labor que lleva a cabo este centro, la gran herencia espiritual del Mahatma Gandhi (1869-1948) puede transmitirse desde su tiempo y su tierra hacia el futuro y el mundo entero.

La visión precursora de Gandhi

Nadie negará que nuestro mundo necesita nutrirse del espíritu del Mahatma Gandhi. Hemos entrado en una época de cambios trascendentales, en un período de transición de esos que, por su magnitud, acaso se producen una vez cada cien años. En la Unión Soviética, la perestroika implementada por Mijaíl Gorbachov liberó fuerzas históricas que hoy irrumpen, como aguas que desbordan un dique, para inundar y devorar lo que les dio su ímpetu original. Y si bien puede decirse que los últimos años de otros siglos también se caracterizaron por grandes transformaciones, los cambios que presenciamos en estos años recientes —desde el colapso del Muro de Berlín hasta la disolución de la Unión Soviética— han superado holgadamente las predicciones y expectativas de cualquier historiador.

Por un lado, estos sucesos han dado crédito a la idea de que ninguna forma de autoritarismo o de autoridad puede sofocar, indefinidamente, la voz del pueblo anónimo que aspira a la libertad. El otro aspecto no menos innegable de estos cambios es que amenazan con dejarnos a la deriva, en nuevas e ignotas corrientes de la historia, privados de toda ideología o principio rector. Sin orientación clara, lo que cunde es el caos; más que nunca siento la necesidad de que escuchemos la voz del Mahatma Gandhi, cuyo pensamiento apela a nosotros en silencio, como si surgiera de las quietas honduras que se extienden bajo las olas furiosas de la superficie histórica en gestación.

En diciembre de 1931, Gandhi escribía al literato francés Romain Rolland (1866-1944), quien convalecía en Suiza, cerca del lago Leman:

Lo que sucede en Rusia es un enigma. No he analizado mucho la situación soviética, pero siento una profunda desconfianza con respecto al éxito que, a la larga, pueda tener el experimento que están llevando a cabo allí. Me parece que es un desafío a la no violencia. Al parecer va triunfando, pero atrás de ese éxito yace la fuerza, la violencia. […] Cuando los habitantes de la India son expuestos a la influencia soviética, esto provoca en ellos una intolerancia extrema… [1]

Para muchos de los que veían al fascismo como una amenaza creciente y ominosa, el experimento comunista que se llevaba a cabo en la Unión Soviética se presentaba como un faro de esperanza para la humanidad. En 1931, el lado oscuro de la ideología bolchevique —su propensión a la violencia y al terror— aún no había quedado en evidencia frente al mundo. Por tanto, hasta un ardiente pacifista como Rolland creía que su misión era vincular ambas revoluciones —la de Gandhi y la de Lenin—, «de tal suerte que ambas se conjuguen en esta hora, para derrocar el viejo mundo y fundar un orden nuevo». [2]

Dadas las circunstancias históricas y la limitada información de que disponía Gandhi, es en verdad notable que haya podido percibir la violencia y la intolerancia de la ideología bolchevique, dos rasgos que, desde entonces, han sido sus males inveterados. Su visión precursora, de claridad sorprendente, provenía de la experiencia que había acumulado en el término de su vida. En agosto de 1991, los medios de comunicación mostraron al mundo la imagen de los ciudadanos de Moscú, que derribaban y pisoteaban la enorme estatua de Feliks Dzerzhinski (1877-1926), fundador de la KGB. Al observar esa escena imponente, una vez más reconocí, admirado, qué infalible había sido la visión de Gandhi, quien, libre de todo prejuicio, había discernido claramente la naturaleza esencial de los acontecimientos humanos.

En vísperas del final de este siglo, de lucha y violencia sin precedentes, debemos trazarnos el objetivo común de crear un mundo sin guerras. En esta coyuntura crítica, este gran filósofo —cuyo legado espiritual bien podría contarse entre los tesoros invalorables de la historia— debe ser nuestro guía. Hoy quisiera compartir mis reflexiones personales sobre el Mahatma Gandhi, desde cuatro puntos de vista: su visión optimista, su activismo, su populismo, y el carácter holístico de su visión.

Optimismo

Uno de los dones más extraordinarios de Gandhi fue su esperanza inquebrantable e incondicional en el futuro. Desde los tiempos remotos, uno de los sellos distintivos de casi todas las figuras descollantes, ya fuesen filósofos o estadistas, ha sido su fe inamovible en la bondad esencial y universal. Sin embargo, es difícil hallar alguien que se compare con Gandhi en este rasgo. Todas sus acciones y hazañas llevan la marca de su absoluta preocupación por el otro y de su optimismo fresco y puro, libre de toda intención de promocionarse. Como él mismo dijo:

Sigo siendo optimista, no porque pueda mostrar evidencias de que el bien esté prosperando, sino porque tengo una fe inquebrantable en que el bien, finalmente, habrá de prosperar. [3]

Y en otra ocasión, manifestó: «Mi optimismo se debe a que confío en las posibilidades infinitas de cada individuo para desarrollar la no violencia». [4]Como lo sugieren estos fragmentos, la convicción de Gandhi no era relativa, sino absoluta. No se basaba en un análisis de las condiciones objetivas ni en un pronóstico. Su fe en la no violencia y en la justicia surgían de su absoluta confianza en la humanidad. Se trataba de una fe incondicional, construida al cabo de un riguroso proceso de introspección, que lo había llevado a sondear las regiones más profundas de su ser. La convicción indestructible que supo aquilatar fue algo que ni siquiera la muerte pudo quitarle. Su método representa la esencia del pensamiento deductivo oriental, que, como sucede en la típica filosofía asiática, siempre comienza por un regreso reflexivo al yo. Como su optimismo era incondicional, no conocía estancamientos ni treguas; por el contrario, prometía una visión de esperanza y de victoria ilimitadas. Nos enseñó que en la no violencia no puede existir derrota posible; al revés, la derrota es el final obligado de toda violencia. En el tono sereno de sus palabras advertimos una indomable confianza en sí mismo, un clamor triunfal que solo pueden lanzar las almas que alcanzan el verdadero dominio de sí mismo.

El estado interior de Gandhi, forjado en el crisol de la adversidad reiterada, fue como un firmamento perfectamente puro y azul, que se abre sin restricción sobre las nubes densas y oscuras. Siento que Gandhi mantuvo esta ecuanimidad a pesar de todo, incluso durante sus ayunos en prisión, incluso cuando debió dirimir el terrible dilema de cómo enfrentar la amenaza fascista, incluso cuando tuvo que zanjar las violentas luchas comunales de Bengala y de Calcuta. Fue este espíritu el que le permitió sostener el optimismo, en su lucha por enseñar al pueblo indio la suprema virtud humana de la no violencia.

El pacifismo de Gandhi no fue la no violencia cobarde o servil de los débiles, pues se fundaba en la serena fortaleza que brinda la valentía. Vemos la genuina esencia del legado gandhiano en su entereza espiritual y en la convicción con que marchó tras sus ideales. Personificó un claro principio que no puede ser modificado sin alterar su integridad.

Desviarse de él, aun cuando de ello surgieran resultados inmediatos, habría llevado a adulterar el gandhismo y a sustituirlo por otra cosa menos digna de este nombre. El repudio a la violencia fue la línea de vida de este individuo que, según palabras de Rolland, fue «religioso por naturaleza, […] y líder político por necesidad». [5] Para Gandhi, el pacifismo constituía una prueba de nuestra humanidad; la cuestión del éxito o del fracaso mundano siempre tenía importancia secundaria.

Por momentos, esta forma de vida intensamente filosófica fue causa de perplejidad para camaradas y simpatizantes, como sucedió con Nehru y Rolland, quienes no pudieron llegar hasta sus alturas. Y, claro está, si miramos su proclama de resistencia no violenta al nazismo desde un enfoque a corto plazo, puede parecernos idealista o rayano en la irrealidad. Con todo, la historia de la posguerra nos ha mostrado que, a largo plazo, su enfoque ha sido el mejor. Debemos reconocer la verdad de esta «voz en el yermo» —verdad que siguió afirmando aún durante la guerra—: la no violencia representa el único medio por el cual puede llegarse a la democracia y a la libertad auténticas. La desconfianza y el pesimismo que signan nuestra era vuelven aún más acuciante la necesidad de tener un optimismo como el de Gandhi, una fe en la especie humana como la que él orgullosamente declaró.

Activismo gradual

El siguiente aspecto del legado gandhiano que me gustaría analizar es su activismo. Durante toda su vida, Gandhi fue un hombre de acción descomunal. El alcance y la magnitud de sus esfuerzos llegaron mucho más lejos que los de ningún otro defensor de la no violencia, como pudo serlo Tolstoy. Se dice que Gandhi replicó, una vez, a un brahmán, cuando este le sugirió que se retirara a una vida de meditación, que, si bien sus días se hallaban consagrados al propósito de hallar la libertad espiritual de la iluminación, no veía ninguna necesidad de retirarse a una gruta para lograrlo. Según decía Gandhi, él ya poseía esa caverna y la llevaba consigo a todas partes. El humor típicamente gandhiano de este episodio nos brinda un maravilloso retrato de este santo descalzo.

Con todo, su activismo no debería confundirse con la mera acción, algo de lo cual es capaz incluso un animal, y en ocasiones mejor aún que el ser humano. En cambio, su laboriosidad y energía se asemejan, más adecuadamente, a una práctica espiritual. Gandhi vivía motivado por un imperioso llamado interior de la conciencia. Hacía lo que debía hacer, y luego examinaba sus resultados, con amor y humildad, para ver en qué habían sido deficientes y en qué se habían excedido. Si bien Gandhi fue un individuo de acción resuelta y valerosa, también era humilde a la hora de reconocer las circunstancias reales. Por ende, nunca incurría en la soberbia de monopolizar la legitimidad. Y aunque fue una persona de fe inquebrantable, jamás buscó basar esa convicción en la mera coherencia lógica o teórica. En cambio, supo hallar la base en las profundidades de su propia alma; de allí la generosidad de espíritu y la tolerancia que le permitieron abrazar a todas las personas. El bien —decía— avanza a paso de caracol. En otra ocasión, escribió: «La no violencia es planta de crecimiento lento. Se desarrolla de manera imperceptible, pero a paso seguro». [6] El peso de estas palabras —y la profunda impresión que dejan en nosotros— se deben a que expresan, en silencio, el credo de un individuo cuya creencia y acción concordaron exactamente.

La imagen que tenemos del Gandhi activista contrasta marcadamente con el estereotipo del revolucionario social y político, acérrimo seguidor de las ideologías radicalizadas que dominaron gran parte del siglo xx. La ideología bolchevique, por ejemplo, ha nutrido filas y filas de revolucionarios fogosos que, a pesar de su idealismo y dedicación, cayeron en el dogmatismo y la estrechez de miras. Estos revolucionarios no vacilaron en recurrir a la violencia cuando sintieron que era necesaria para implementar sus creencias. En su celebérrima obra Doctor Zhivago, Boris Pasternak (1890-1960) denuncia a los apóstoles de esta clase de ideología radical, cuando afirma que «nunca comprendieron qué es la vida […], jamás sintieron su hálito, su latido». [7]

Saumyendranath Tagore, sobrino del poeta Rabindranath Tagore (1861-1941), fue aparentemente un trágico ejemplo de este mal. En principio adepto al gandhismo, luego adhirió al comunismo, hasta el punto de criticar con virulencia a Gandhi y de trabajar en su contra. En sus diarios, Romain Rolland describe así al joven Tagore que lo había visitado:

Sin duda, es un generoso joven idealista, muy sincero y dispuesto a sacrificarlo todo por su fe. Lo cual torna mucho más lamentable tener que ver que estas fuerzas inteligentes, puras y buenas se revuelvan contra el más grandioso y puro de los indios. ¡La locura fatal perturba el alma de los individuos que se dejan arrastrar por el torbellino de las revoluciones! [8]

Ciertos observadores de los acontecimientos que condujeron a la caída de la Unión Soviética señalaron que el pueblo ruso había puesto fin a un proceso iniciado con la revolución francesa. Y, en cierto sentido, la muerte del comunismo puede ser definida como el fin del racionalismo radical que se inició con la revolución francesa y continuó con la revolución rusa. Gandhi no tardó en ver la debilidad subyacente a esta clase de ideología. «Los racionalistas —escribió—, son seres admirables; [pero] el racionalismo, cuando reclama omnipotencia, se convierte en un monstruo horrendo». [9] En este trasfondo, nos conmueve mucho más aún la nobleza resistente que mostró Gandhi, al escoger una vida de activismo gradual.

Populismo paternal

Un tercer elemento del legado gandhiano es su populismo, su extraordinaria comunión con las filas del pueblo anónimo, como se lo llama. En nuestro mundo, cada vez más orientado a la democracia, hay gran número de líderes que invocan el nombre del pueblo. Sin embargo, ¿cuántos realmente están trabajando del lado del pueblo y en beneficio de la gente? Muy a menudo, estos líderes tan solo manipulan a las masas, a quienes desprecian en su fuero interno y utilizan para sus propios fines. Por el contrario, Gandhi era un verdadero amigo, un auténtico padre para la gente común. Conocía íntimamente el sentir de su pueblo; su vida altruista y devota, que transcurrió en medio de sus compatriotas, compartió las alegrías y los pesares de la gente. Por esto y por su inmensa comprensión del pensamiento popular, se ganó el título de Mahatma («La gran alma»). El siguiente pasaje demuestra a las claras su amor ilimitado y su disposición a sufrir junto a la gente:

¿Por qué [Dios] me ha elegido a mí, un instrumento tan imperfecto, para llevar a cabo un experimento tan grandioso? Creo que lo hizo deliberadamente. Tenía que servir a millones de pobres, ignorantes y mudos. Un hombre perfecto habría acabado por desesperarlos. Cuando vieron que, rumbo a la ahimsa [no violencia], marchaba uno que tenía sus mismas fallas, pudieron confiar en su propia capacidad. [10]

Nichiren, el fundador del budismo que inspira a la Soka Gakkai Internacional, fue hijo de un ignoto pescador. Sin embargo, enarboló las banderas de su budismo para la gente común, legítimamente orgulloso de sus orígenes. La actitud de Gandhi hacia las personas anónimas me hace pensar en su profunda relación con la vía o práctica del bodisatva que postula el budismo Mahāyāna.

Y, sin embargo, la relación de Gandhi con el pueblo no se limitó a los aspectos «maternales» del afecto, el amor y la solidaridad con el sufrimiento del pueblo oprimido. Cómo ignorar el severo amor paterno con que advertía la necesidad de capacitar y disciplinar al pueblo, mediante la auténtica comprensión de la no violencia, de tal suerte que los indios pudieran superar sus debilidades y tomar conciencia de sus propias fuerzas. Sin dudas, esta fue la convicción que lo sostuvo, en su compromiso incondicional con el avance de los millones y millones de indios que integraban las clases pobres en su época.

«Todo el tiempo he creído —escribió— que lo que es posible para uno es posible para todos. […] Mis experimentos no han sido llevados a cabo en el retiro, sino en la intemperie». [11] Lo que aquí Gandhi menciona como «posible para uno» es la no violencia del individuo fuerte y valiente; práctica que, como él señala, «implica una autopurificación tan completa como sea humanamente posible».[12] Su lucha siempre buscó que el noble ideal de la no violencia fuese posible para todos. Así, pues, urgió y alentó sin cesar al pueblo para que se fortaleciera, mientras organizaba un movimiento de masas sin precedentes ni parangón. Einstein lo elogió como el genio político más grande de nuestra era. Personalmente, sustituiría «nuestra era» por «la historia humana». Sus dones notables quedaron manifiestos en el éxito brillante de la Marcha de la Sal, que se realizó pese al escepticismo y a las dudas de muchos de sus allegados. Por debajo de su genio político, lo que fluía era una singular y penetrante comprensión del pueblo.

Uno de los hombres más cercanos a Gandhi y, por lo tanto, más capacitados para observar de cerca sus cualidades fue Jawaharlal Nehru (1889-1964), su amigo y aliado. En El descubrimiento de la India, Nehru describe el advenimiento de Gandhi como «una poderosa corriente de aire fresco, como un rayo de luz». Gandhi promovió una transformación drástica en la conciencia de su pueblo. Como dijo Nehru, Gandhi «penetró la oscuridad y quitó las vendas de nuestros ojos, cual torbellino que hubiese agitado muchas cosas, pero, sobre todo, el pensamiento popular». [13]

Para fortalecer y vigorizar al pueblo, el primer paso es liberarlo del miedo a la autoridad, saldo de largos años de régimen colonial. Y este miedo suele verse acompañado de cobardía y resignación. Gandhi alentaba a sus compatriotas, y les enseñaba que, para ser eficaces, la fortaleza y la bondad debían formar dupla con la sabiduría y la inteligencia.

A la bondad hay que sumarle saber. De poco sirve la bondad, por sí sola. […] Uno debe cultivar la refinada cualidad del discernimiento, junto con el coraje espiritual y la personalidad.[14]

Según Nehru, la contribución más grande que hizo Gandhi al pueblo indio fue su sencilla exhortación: «¡No tengan miedo!». Lo que anuncia el alba de una era realmente democrática es la acción de los ciudadanos comunes, cuando se liberan del miedo al poder y a la autoridad. En tal sentido, el mensaje de Gandhi seguirá iluminando los siglos venideros, no solo como un don para el pueblo indio sino para toda la humanidad.

Visión holística

Por último, quisiera abordar la naturaleza holística del pensamiento gandhiano y sus principales consecuencias para la civilización. Si tuviera que expresar en pocas palabras la falla central de la civilización moderna occidental, diría que consiste en el aislamiento y el carácter fragmentado que introdujo en todas las áreas de la vida y la sociedad. El enfoque occidental del mundo traza líneas divisorias entre el ser humano y el universo, entre la humanidad y la naturaleza, entre el individuo y la sociedad, entre los distintos pueblos, entre el bien y el mal, entre medios y fines, entre lo sagrado y lo secular, y así sucesivamente. En medio de esta fragmentación cada vez mayor, el individuo se ha visto inmerso por fuerza en una suerte de aislamiento. La historia moderna ha presenciado la acelerada búsqueda de la igualdad, la libertad y la dignidad humana, pero, al mismo tiempo, ha sido escenario de una alienación creciente.

El alegato constante que Gandhi encarnó con su propio ser, durante toda su vida, es la antítesis de nuestro aislamiento moderno. Si bien puede verse algo extremo en su crítica a la civilización, simbolizada por su famosa charka (rueca de hilar), hay un legado invalorable en su sensibilidad global —e incluso cósmica— que impregnaba, del modo más natural, cada una de sus palabras y acciones. Su enfoque totalizador de la vida, opuesto a toda fragmentación y aislamiento, aspiraba a la integración y a la armonía.

No podría estar llevando una vida de religiosidad a menos que me identificara con todas las personas, lo cual, por otra parte, no podría hacer si no interviniera en la política. El amplio espectro de las actividades humanas de hoy constituye un todo indivisible. No se pueden dividir las tareas de índole social, económica, política y puramente religiosa en compartimientos estancos. No conozco ninguna religión alejada del quehacer humano. La religión brinda una base moral a todas las demás actividades que, de otro modo, carecerían de ella, con lo cual la vida quedaría reducida a un laberinto de «sonidos y furores desprovistos de significado». [15]

Su idea se presenta de un modo perfectamente claro. Y, creo yo, coincide con el enfoque del budismo Mahāyāna, que subraya el carácter indivisible de la vida cotidiana y la religión. Aunque la separación entre el Estado y la Iglesia es un principio inmutable de la política moderna, esto no implica que la religión deba restringir su campo de acción a la vida interior y personal de cada individuo. Antes bien, la religión es una fuente de energía e inspiración para todo tipo de quehaceres. Lo que Gandhi reclamaba era un mundo donde los valores religiosos esenciales enriquecieran y mejoraran todos los aspectos de la sociedad.

En 1979, visité la India y conocí a Jaya Prakash Narayan (1902-1979), uno de los discípulos más cercanos de Gandhi. Nuestro diálogo, de casi una hora, tuvo lugar en su residencia rural situada en Patna, sobre el tramo medio del Ganges. Narayan ya había adelantado previamente el concepto de la «revolución total»; en el curso de nuestra conversación, coincidimos en que el primer paso debía ser una «revolución humana», que involucrara la transformación espiritual interior de cada sujeto. Este proceso, a su vez, generaría cambios en la política, la educación y la cultura. Aunque, en ese momento, Narayan se debatía contra la enfermedad, en su voz vibraba una firmeza, una fuerza, que parecía desmentir la gravedad de su estado. Entonces, sentí claramente que este discípulo representaba el linaje ininterrumpido de Gandhi y de su espíritu vivo y palpitante, que, fortalecido por la lucha contra la adversidad, iba en busca de las generaciones venideras.

Hace más de treinta años, el sociólogo norteamericano Daniel Bell (1919-2011) predijo el arribo de la actual era posideológica. En The Winding Passage (El pasaje sinuoso), Bell escribió: «¿Habrá un retorno de lo sagrado, un surgimiento de nuevos modos de religión? No me cabe la menor duda». [16] Su observación se corresponde notablemente con la espiritualidad que postuló Gandhi cuando escribió: «Religión no significa sectarismo, sino fe en el gobierno moral y ordenado del universo».[17] Gandhi creía en el inmenso potencial espiritual y religioso que todas las personas poseían por igual. Pensaba que no debíamos condenar a la latencia esa fuente interior de energía y de fortaleza. En cambio, insistía en que había que despertarla y hacerla surgir.

La religiosidad que personificaba Gandhi era esta clase de fortaleza espiritual que no reconocía «más Dios que la Verdad» y repudiaba con franqueza el sectarismo. Es la misma espiritualidad que curará y revivirá el pensamiento y el corazón de los seres humanos, gravemente heridos por las ideologías violentas, para abrir paso a un nuevo capítulo de la historia.

Cuando, el otoño pasado, estuvo en mi país el doctor Radhakrishnan, director del Museo Nacional de la India, pudimos dialogar sobre varios temas de nuestro interés. En un momento de la conversación, ambos recordamos a nuestros maestros y comentamos la herencia espiritual que se transmite de mentor a discípulo. Mi maestro de vida fue Josei Toda (1900-1958), segundo presidente de la Soka Gakkai. Nacido en el albor del siglo, Toda fue treinta años más joven que el Mahatma Gandhi. Durante la segunda guerra mundial, mientras Gandhi emprendía su lucha final en la cárcel, Toda también era encarcelado por su oposición a las autoridades militares del Japón. Como Gandhi, Toda fue un pacifista de convicciones profundas. Él me enseñó el sublime camino de la paz, cuando yo tenía diecinueve años, y todos sufríamos las secuelas gravosas de la derrota bélica. El maestro Toda fue, también, un adalid de la gente común, inspirado en un profundo sentido de la solidaridad y la benevolencia. Por último, al igual que Gandhi, Toda también fue un creativo reformista social. Cada actividad que lleva a cabo la Soka Gakkai Internacional por la paz, la cultura y la educación, surge de la labor y del espíritu que nos legó el fallecido presidente Toda.

Durante cuarenta y cinco años, viví para cumplir su legado. Mi deseo y mi determinación son seguir desarrollando una red mundial de solidaridad espiritual, con miras a construir un mundo sin guerras. En esta empresa, confío en que me acompañarán mis estimados amigos de la India; sé que, en este desafío, siempre estará en mi corazón la imagen de Gandhi.

Para concluir, quisiera compartir con ustedes parte de un texto de Rabindranath Tagore, el hombre que concedió a Gandhi el título de «Mahatma». Este poema es un himno al ritmo eterno de la vida que anima a todos los pueblos, a las sociedades y al universo.

El mismo caudal de vida que corre, día y noche, por mis venas, es el que corre por el mundo y danza en rítmico compás. Es la misma vida que salta de gozo por el polvo de la tierra, en innumerables briznas de hierba, que irrumpe en tumultuosas olas de hojas y de flores.

Es la misma vida que, en pleamar y bajamar, mece la cuna del océano, cuna del nacimiento y la muerte.

Y siento que mi cuerpo se glorifica al contacto con este universo de vida; y me lleno de orgullo, porque el latido milenario de la vida es el que, en este mismo momento, danza en mi sangre.[18]


Comparte esta página en

  • Facebook
  • X