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Una nueva conciencia global (Universidad de Macao, Macao, 1991)

[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 97-107. Disertación pronunciada en la Universidad de Macao,[1] Macao, el 30 de enero de 1991].

En primer lugar, deseo expresar mi gratitud al doctor Jorge A. H. Rangel, presidente de la Fundación Macao, al doctor Hsue Shou Sheng, rector de la Universidad, y a los muchos miembros de la distinguida comunidad docente. Me siento honrado de estar aquí y, especialmente, de recibir el primer profesorado honorífico que confiere la Universidad de Macao.

Macao, una ventana abierta

Desde el siglo xvi, Macao ha sido centro del comercio portugués con el Lejano Oriente; por tal razón, ha cumplido un papel clave en los vínculos entre Oriente y Occidente. También ha servido como puerto de tránsito en la ruta mercantil entre la China y el Japón, y a menudo fue la ventana mediante la cual esta última nación pudo establecer sus primeros contactos con la civilización europea. Es esta, mi primera visita a Macao, me ha impresionado sobremanera la belleza singularísima de la isla, cuyas tradicionales estructuras chinas se funden con las construcciones típicas del Portugal. Para mí, esta ciudad es prueba viviente de que las culturas oriental y occidental pueden convivir de un modo complementario y armonioso.

En abril de 1990, el doctor Rangel dio una esclarecedora conferencia en la Universidad Soka del Japón. En esa ocasión, señaló que, desde el punto de vista de la historia de las civilizaciones, Macao había cumplido, durante cuatrocientos cincuenta años, el trascendente papel de mostrar al mundo que era posible la fusión entre las culturas de Oriente y de Occidente. En esta era de globalización, creo que Macao será reconocido mundialmente por su valioso ejemplo de coexistencia cultural y por haber trazado el precedente de una armonía capaz de trascender las fronteras.

El tenor internacional de este lugar también se observa en la Universidad de Macao que, además de ser la única de la isla, se prepara para celebrar su décimo aniversario. En esta institución se congregan distinguidos académicos de la China, el Reino Unido, Portugal, Francia, los Estados Unidos, Canadá, Alemania, Australia, Nueva Zelandia y el Japón. Esta casa de estudios ha celebrado un acuerdo de intercambio académico con la Universidad Soka y está promoviendo, con ávido interés, actividades semejantes con muchas otras universidades e institutos de investigación de todo el mundo.

Cuando se realizaron las ceremonias inaugurales de esta universidad, en 1981, asistieron 135 rectores y cancilleres de 26 países de todo el globo. Esto refleja, para mí, la firme determinación que poseen sus docentes, su plantel administrativo y su alumnado de cumplir un papel protagónico en la era internacional que se avecina. Pero, por otro lado, también veo en ello las grandes expectativas que las instituciones educativas del mundo han depositado en esta casa de estudios. Comparto idénticas esperanzas y siento que la Universidad de Macao está llamada a cumplir un papel decisivo en el Oriente, en esta inminente era sin fronteras. Sin duda, promete ser un brillante sol de esperanza que asoma por sobre la tierra de Macao, para iluminar el mundo del siglo xxi.

La guerra del Golfo [de 1991] ha desplegado el manto de una grave crisis, sobre un mundo que aún no posee un nuevo sistema capaz de reemplazar el eje bipolar dominado por la Unión Soviética y los Estados Unidos. Todavía no se vislumbra un nuevo paradigma que allane la ruta hacia la unificación espiritual de la humanidad. Por el contrario, nuestra época parece signada por el caos. El derrumbe de las ideologías ha conducido al surgimiento explosivo de pasiones nacionalistas en todo el mundo. No puede negarse que la nacionalidad y la naturaleza étnica son puntos fundamentales, a los cuales uno se remite en su búsqueda de la identidad, pero ninguna de las dos ofrece, por sí misma, una vía para empezar a construir este nuevo orden mundial del que hablamos. Norman Cousins (1915-1990) aseguró, una vez, que la misión primaria de la educación era inculcar en el pensamiento de la gente no una «conciencia tribal» sino una «conciencia humana». En otras palabras, el tribalismo que forma parte de todos nosotros en un nivel subconsciente debe ser reemplazado —mediante la educación, la filosofía y la religión— por otra clase de conciencia, más abierta y universal, dirigida a la humanidad en conjunto. Sin ella, jamás surgirán nuevos mecanismos eficaces para mantener la estabilidad global.

Si pienso en el desafío que nos impone esta tarea, casi inevitablemente imagino el sentido del orden y de la armonía que fluye, como subterránea corriente, debajo de estos tres mil años de historia que ha acuñado la civilización china. Esta misma corriente espiritual puede rastrearse en las cinco virtudes cardinales —benevolencia, justicia, decoro, sabiduría y sinceridad— que constituyen el lema y el ánimo fundador de la Universidad de Macao. En años recientes, el acelerado desarrollo de la economía japonesa, así como el de las NIES (nuevas economías industrializadas) de Corea del Sur, Taiwán y Hong Kong, ha concitado la atención del mundo. El éxito en este campo, a su vez, ha despertado interés en las religiones, el pensamiento y otros aspectos de las culturas asiáticas. Se ha intentado agrupar a estos países y territorios, junto con la China continental, en una esfera cultural asiática también llamada «esfera cultural ideográfica china». Es claro que la trascendencia de la cultura asiática excede el plano económico y debe ser examinada desde el punto de vista de la historia de la civilización.

Individualismo y liberalismo

En 1983, el profesor William Theodore De Bary, eminente académico y sinólogo de la Universidad de Columbia, publicó una colección de conferencias originariamente pronunciadas en la Universidad China de Hong Kong, con el título The Liberal Tradition in China (La tradición liberal de la China). En ese libro, analiza conceptos centrales de la cultura china, tales como el aprendizaje que parte de uno mismo, el dominio de sí, el decoro y el respeto, la responsabilidad moral sobre los propios actos y la autorrealización. En fin, sostiene que, cuando se examina de cerca el neoconfucianismo postulado por Zhu Zi (1130-1200) en el siglo xii, se advierten en él elementos lógicamente relacionados, al menos en parte, con el individualismo y el liberalismo de la Europa moderna, a pesar de que, por lo general, se le atribuye haber constituido la base ideológica del feudalismo chino.

Todos los conceptos neoconfucianos que analiza De Bary se centran en el yo individual; hay un vínculo lógico entre la iluminación del sujeto y la libertad; el tono básico que impera en todas estas expresiones es la autonomía individual, basada en el autocontrol. Por ejemplo, la idea de buscar el conocimiento por decisión y deseo propios se postula a partir de la autoconciencia. No tiene nada que ver con la enseñanza obligada y unidireccional, como la que se impartió en la China bajo el clásico sistema de exámenes. La adquisición del conocimiento por su propio valor intrínseco, como hizo notar el doctor Rangel, es de naturaleza introspectiva y autorreflexiva.

Si bien el profesor De Bary no lo menciona específicamente, también hay algo muy cartesiano en esta formulación de un individuo autónomo e introspectivo. Descartes (1596-1650) vivió y trabajó, y llegó a su célebre máxima: «Pienso; por lo tanto, existo» (Cogito ergo sum) en medio del caos filosófico que produjo el derrumbe del escolasticismo medieval. Este pronunciamiento, rebosante de sentido, fue fruto de un exhaustivo proceso de autocontemplación, sobre cuya base construiría luego todo el andamiaje de su pensamiento filosófico. Es como si viéramos la figura imponente de un Descartes amo de sí mismo, transitando con dignidad el camino de su propia elección… Esta sola imagen justifica a todo el que lo defina como padre de la filosofía europea moderna.

Sin embargo, es útil notar que, si bien el cartesianismo postula la autonomía del individuo libre de toda traba, casi carece de toda referencia al «otro» y, en este sentido, difiere radicalmente del individualismo o del liberalismo que expresa la filosofía china.

En el precepto chino de ser amo de uno mismo y observar el decoro, por ejemplo, vemos un compromiso claro y positivo de ese yo introspectivo con el otro mediante el vehículo de las normas y ritos sociales, que definen la conducta correcta y aceptable. Las corrientes liberales e individualistas del pensamiento chino difieren de sus equivalentes europeos en que siempre presuponen la existencia de la sociedad, como nexo orgánico de la vida y de las actividades individuales. Al respecto, me parece sobresaliente el sentido de la armonía tan realista que evidencia el pensamiento chino tradicional, y que podría definirse como la aceptación de la responsabilidad que le cabe a todo individuo con respecto al mejoramiento de la sociedad y de su existencia individual. El profesor De Bary señala:

Aquí parecería quedar excluido un individualismo radical, para dejar paso, en cambio, a lo que denomino personalismo confuciano: el concepto según el cual la persona llega a ser plenamente sí misma cuando alcanza con mayor plenitud la comunión con sus semejantes.[2]

Es evidente que el «individualismo radical» que aquí se menciona es el que corresponde a la perspectiva europea, cuyos límites intrínsecos se han puesto en evidencia con el transcurso del devenir social.

El contraste entre el individualismo chino y su contraparte occidental ha generado un serio interés en los estudiosos de Occidente que están analizando el florecimiento de las culturas del noreste asiático. El académico Léon Vandermeersch, destacado orientalista francés, señala que su propósito ha sido exponer la tendencia perniciosa de lo que denomina «ultraindividualismo» occidental e infundir una mayor conciencia de sí mismos y una reflexión más valorativa en dicha cultura.[3]

Desde luego, nada de esto debe tomarse como un afán de negar o de subestimar la gran trascendencia histórica ni los frutos del individualismo europeo. Por citar solo un ejemplo, nuestra concepción contemporánea de los derechos humanos no existiría sin las ideas expresadas en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Este documento fue promulgado en Francia hace doscientos años para proteger la dignidad del sujeto frente a la intrusión de la poderosa autoridad estatal. Pero tampoco hubiera existido esta Declaración sin el espíritu del individualismo vigente en esa época, que le dio sustento y marco conceptual. Debo admitir que, en el Japón, la conciencia popular de los derechos humanos se encuentra muy rezagada con respecto a Occidente.

De todas formas, creo que el defecto central del individualismo radical o del ultraindividualismo encarnado por Occidente estaría en situar al individuo desnudo y vulnerable frente al Estado. Por otro lado, se hace tanto hincapié en los derechos individuales que se desestabiliza la trama social orgánica en la cual transcurren, en definitiva, las actividades de los individuos. Tal como lo ilustró la Revolución Francesa, cuando se imprime demasiado énfasis a la confrontación entre el individuo y el Estado se erosionan las comunidades pequeñas y medianas que existen entre ambos extremos.

Aunque esta misma tendencia sucede, a menudo, en sociedades que han vivido una expansión y una centralización de la autoridad estatal, en la práctica es raro que se produzca un enfrentamiento directo entre el individuo y el Estado; pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en interacciones más reducidas: el hogar, el ámbito de trabajo, la comunidad vecinal. Este es el verdadero escenario de nuestro compromiso directo e inmediato con los semejantes y, por lo tanto, también es el marco de nuestro propio descubrimiento, pues allí percibimos nítidamente la realidad de nuestra vida y valoramos la dicha de estar vivos.

Cuando el individuo que vive en un entorno comunitario inestable se ve obligado a enfrentarse con el Estado, es probable que caiga en un estado de anomia o sucumba a la influencia del totalitarismo. En el transcurso de este siglo xx, hemos presenciado este fenómeno no pocas veces.

Las cuatro virtudes cardinales

Hay una célebre anécdota referida al legendario y sabio emperador Yao, que nos sorprende por su marcada diferencia con el perfil de liderazgo político al que estamos acostumbrados. La historia describe la vida cotidiana de una aldea que transcurre en un idílico estado de paz y de satisfacción. Un día, deseoso de saber si su gobierno realmente procuraba la felicidad al pueblo, el emperador Yao se disfraza de plebeyo y se aventura a las calles de su reino. A poco de entrar en la aldea, se cruza con un viejo campesino de blancos cabellos, que canta una tonada mientras hace girar un trompo de madera y, satisfecho, se golpetea la panza:

Con el Sol me despierto para la labranza,
y cuando el Sol se pone, descanso;
si tengo sed, cavo un pozo,
si tengo hambre, siego el campo.
¿Para qué querría yo
el poder de un emperador?

¡Qué afirmación tan jubilosa y sensata de la vida nos muestra esta historia! Para mí, captura el espíritu que dio nacimiento a la excelsa tradición china del individualismo, y que ahora está desempolvando la mirada estudiosa de Occidente. Una pregunta que merece nuestro serio análisis es por qué esta tradición, que contiene el germen de tantos conceptos liberales, no ha dado plenos frutos.

Y, sin embargo, esta herencia espiritual está vigente y comienza a ser reconocida. Si hay algo que impregna los tres mil años de historia china —y que uno se siente tentado a definir como la «conciencia intrínseca del pueblo chino»— es la idea de que la armonía constituye el orden normal y correcto de las cosas; es una sensibilidad que procura orden al individuo y, a la vez, se eleva al nivel de un espíritu cosmopolita. Esta singular espiritualidad se refleja muy bien en el budismo chino y en el Mahāyāna del Japón, con su «enseñanza perfecta», intensamente afirmativa y abarcadora de la totalidad. Dicha dimensión del pensamiento chino inspiró a De Bary y a Vandermeersch la esperanza de ofrecer salida al estancamiento en el que parecía estar sumida la civilización de corte europeo. Sun Yat-sen, quien pasó parte de su juventud en Macao, escribió que la moral correcta era esencial para sostener en forma permanente el bienestar del pueblo y de la nación. Pero la moralidad a la cual se refería no es la que se logra mediante la adhesión formal a las reglas de cortesía y a los rituales propios de la civilización china, sino mediante el contacto con esta veta más profunda que designé «conciencia intrínseca» y que postula un orden de armonía más general y abarcador. En este mismo tenor, las cinco virtudes cardinales que componen el lema de esta universidad —benevolencia, justicia, decoro, sabiduría y sinceridad— cobrarán nueva vida y hallarán un nuevo significado como patrones para el siglo xxi cuando se las interprete a la luz de esta notable tradición china.

El budismo tiene mucho que decir con respecto a la importancia de estas cinco virtudes, y a raíz de ello deseo considerar su significado en un contexto contemporáneo. La primera de ellas, la benevolencia, implica tomar conciencia del humanismo y de los actos compasivos; más ampliamente, se refiere a la clase de amor que se dirige a toda la colectividad y la especie.

La segunda virtud, la justicia, comienza con la conquista de los impulsos egoístas. Hoy el mundo vive una etapa de transición; aunque debe mantenerse el respeto a la soberanía de las naciones, también hay que superar los nacionalismos excesivos y sectoriales. El individuo necesita afirmar la supremacía de la humanidad en conjunto, y actuar en beneficio de todo el colectivo humano. En tal sentido, trascender los impulsos egoístas pasa a ser una condición indispensable para poder forjar ciudadanos del mundo.

La tercera virtud cardinal, el decoro, se refiere a reconocer y respetar la existencia de los demás. Nuestro mundo es una suma de muchos pueblos y naciones diferentes, y todos poseen culturas y tradiciones distintas, que definen su identidad. La base de toda coexistencia pacífica entre naciones consiste en reconocer y tratar de comprender respetuosamente la diversidad cultural.

La cuarta virtud, la sabiduría, es la fuente de todas las actividades creativas del ser humano. La sabiduría podría ayudarnos a tratar de manera justa y constructiva desastres como la actual guerra del Golfo, que, además de segar valiosas vidas, ha precipitado la contaminación del ambiente natural en escala apabullante. Hechos como este amenazan nuestra vida y nuestro mundo, pero para darles solución, necesitamos librarnos de las formas rígidas y establecidas de pensar. Abrirnos a posibilidades diferentes nos dará acceso a nuevas fuentes de sabiduría, y esto traerá consigo una actitud flexible y adaptativa, orientada a resolver los problemas colectivos.

La última de las cinco virtudes cardinales es la sinceridad, que también incluye el sentido de la fidelidad. Esta es la cualidad básica que permite transformar la desconfianza en confianza, la hostilidad en comprensión, el odio en amor compasivo. La confianza y la amistad no pueden cultivarse con una actitud estratégica; en definitiva, los pueblos del mundo nunca abrirán el corazón y el pensamiento a los demás si no existe entre ellos confianza genuina.

Zhou Enlai y Wen Tianxiang

Un hombre que ejerció estas virtudes naturalmente y sin artificios fue el fallecido primer ministro Zhou Enlai, a quien tuve el privilegio de conocer en mi segundo viaje a la China, en diciembre de 1974, poco más de un año antes de su muerte. También he sido honrado con la constante amistad de la señora Deng Yingchao, viuda del Primer Ministro. Nuestro encuentro tuvo lugar en la sencilla sala de un hospital de Beijing, donde el primer ministro Zhou se recuperaba de una enfermedad. Aún convaleciente, insistió en ponerse de pie y en ir hasta la puerta para recibirme y para despedirse de mí. Hasta el día de hoy, conservo el recuerdo imborrable de su cortesía conmovedora. Consciente de que la sala estaba amoblada con gran austeridad, reconoció francamente que la China «no estaba pasando por momentos de prosperidad».

Se abocó a analizar las posibilidades de amistad entre los pueblos, una amistad basada en el espíritu de la igualdad y de los beneficios recíprocos, y, por ende, capaz de perdurar a lo largo de las generaciones. En nuestro diálogo, demostró una maravillosa humildad, combinada con un armonioso sentido del equilibrio y del dominio propio. A estas cualidades, se le sumaba una enérgica disposición a disciplinar su vida en función de sus íntimas convicciones, y un autocontrol evidente en su forma de hablar y en la expresión de su rostro.

Otro hombre que tuvo el coraje de vivir de acuerdo con sus principios fue Wen Tianxiang (1236-1282), nacido en la dinastía Sòng meridional en el siglo xiii. Uno de sus más excelsos poemas describe la inmensidad del mar que rodea a Macao. Aprobó con honores los clásicos exámenes para ingresar en el servicio oficial y llegó a ser general, cargo en el cual hizo gala de su gran inteligencia y valor. Pese a su empeño por impedir la invasión de las fuerzas mongólicas, finalmente fue capturado. Los mongoles o yuan, admirados de su gran temple y personalidad, intentaron convencerlo de que se sumara a las filas de ellos y trocara su lealtad. En ese momento, escribió un poema cuyo significado se resume así:

Cuando fui derrotado por los yuan
a orillas de los rápidos de Huangkong,
en Jiangxi, fui presa del miedo y del pavor,
y en el mar de Lingding lamenté mi soledad.
Desde los tiempos remotos,
¿quién ha podido escapar de la muerte?
Si he de morir, quiero al menos
dejar al mundo
un legado de lealtad y de sinceridad
cuyo brillo alumbre la historia.

En este poema, Wen Tianxiang expresó su repudio a la deslealtad, aun cuando sabía que la decisión de no obedecer le valdría la muerte. Fue ejecutado, en efecto, pero su nombre continúa brillando aún hoy, como ejemplo de esos héroes magníficos que viven a la altura de sus convicciones hasta el último momento de la vida. El episodio nos emociona hasta el día de hoy, pues pone de relieve aspectos verdaderamente universales del humanismo, cuyo significado trasciende las circunstancias específicas de la vida y la muerte.

Aquí, en Macao, Sun Yat-sen se consagró a la reforma de la China feudal. Este es un lugar perfecto para la inspiración, un escenario ideal para que los jóvenes tomen conciencia de las metas que desean concretar en la vida. Siento que los estudiantes de la Universidad de Macao serán pioneros de un nuevo espíritu, precursores de una auténtica conciencia humanista. Y los veo zarpar desde este «puerto de la nueva sabiduría mundial» hacia el gran océano de un pacífico siglo xxi.