Memorias de mi hermano mayor
(De un ensayo publicado en la edición del 29 de mayo de 2000 del Seikyo Shimbun, periódico de la Soka Gakkai1)
En 1937, yo tenía nueve años. Mi padre estaba empezando a recuperarse de un largo y severo ataque de reuma, y mi hermano mayor era reclutado por el ejército. Su nombre era Kiichi y tenía veintiún años. Era muy serio y sincero; yo lo respetaba mucho. Durante la enfermedad de nuestro padre, trabajó duro para mantenernos; se convirtió en el pilar de la familia.
Primero él, y luego mis otros tres hermanos mayores —todos en la etapa más promisoria de la vida—, fueron arrebatados de nuestro lado. Sobre mis débiles hombros, quedó la responsabilidad de atender a las necesidades de la familia. La tuberculosis hacía estragos en mi cuerpo y la enfermedad de mi padre no cedía. ¡Qué demandas crueles impone el nacionalismo a las personas comunes!
A comienzos de la primavera de 1939, dos años después de ser reclutado, Kiichi fue enviado a pelear al extranjero. Recibimos la notificación de que podíamos ir a verlo antes de que se embarcara. Por entonces, yo estaba en quinto grado de la escuela primaria. Mi madre preparó algo de comida, principalmente bollitos de arroz —un verdadero festín en el Japón de aquellos días—, que generosamente envolvió en grandes hojas de algas porque, como ella decía, «no lo veremos por largo tiempo».
Partimos presurosos. En la estación de Tokio, había alrededor de trescientos soldados que irían al frente. Se habían reunido con sus familias en un área abierta. Comían y conversaban, sabiendo que podía ser su última despedida. Los ojos de muchas madres y jóvenes esposas estaban llenos de lágrimas.
La partida de los soldados se había decidido tan de repente, que los familiares de aquellos que provenían de regiones lejanas, como Yamagata y Akita, no podían llegar a tiempo. Todavía recuerdo con claridad a esos jóvenes enfundados en sus uniformes, sentados muy quietos, con los hombros hundidos, sin tener con quien conversar. Mi madre les dijo a algunos que se unieran a nosotros, y me envió a entregarles bollitos de arroz a los que parecían demasiado tímidos para aceptar su invitación. Sus rostros tristes se animaron y hasta sonrieron; comenzaron a hablar con amistosa camaradería y a saborear el humilde alimento que mi madre había cocido con tanto amor.
* * *
Llegó el momento de la partida. Mi hermano ató sus borceguíes, revisó la espada en el cinto, y regresó a su pelotón. Nosotros, con el corazón destrozado, volvimos en tren a la estación Shinagawa, camino a casa. Estando en la estación, nos dirigimos hacia la plataforma con la esperanza de que el tren de mi hermano pasara por allí, cuando entró un convoy lleno de soldados.
Mi madre pasó rápidamente de ventanilla en ventanilla, buscando ese rostro querido, pero no pudo encontrarlo. Un empleado de la estación de edad avanzada vino hacia nosotros y, comprendiendo la situación, tomó un megáfono y empezó a llamar: “¡Señor Kiichi Ikeda! ¿Está aquí Kiichi Ikeda? Su madre quiere verlo”. Recorrió la plataforma de un extremo al otro.
Cuando el tren se preparaba para salir, uno de los camaradas de mi hermano escuchó el nombre. Creo que era un muchacho de Yamagata que antes había comido con nosotros. Corrió hacia el otro lado del vagón: “¡Kiichi, es tu madre!”.
Las ruedas comenzaban a moverse lentamente. Mi hermano voló hasta la ventanilla. Asomó su cuerpo lo más que pudo y, al avistarnos, agitó vigorosamente el brazo.
“¡Kiichi, Kiichi, cuídate! ¡Prométeme que te vas a cuidar!”, alcanzó a decir mi madre. Él asintió con la cabeza y siguió saludando.
Nos quedamos allí, con los brazos en alto, hasta que el tren desapareció por completo.
* * *
En 1941, Kiichi fue licenciado temporalmente y regresó a casa desde China. Fue entonces cuando me dijo, temblando de ira: “El ejército japonés es tan cruel que no se puede expresar con palabras”.
Mi padre le comentó en privado a mi madre: “No sabemos cuándo enviarán nuevamente a Kiichi al frente. Debería pensar en casarse mientras puede”. Y le dijo a Kiichi: “Como hijo mayor, debes elegir una esposa. ¿Qué dices?”. Esto se convirtió en una preocupación para la familia. Pero, en el Japón de entonces, completamente dominado por el militarismo, un matrimonio feliz era impensable. A todos se nos había enseñado que el más grande honor era luchar y morir heroicamente por la patria.
Al año siguiente, Kiichi fue convocado otra vez. En una carta desde el frente, escribió: “Como hijo de un recolector de algas marinas [y, por lo tanto, acostumbrado a trabajar con bajas temperaturas], esperaba ser enviado a un lugar frío, pero quiso la suerte que fuera enviado ¡a la Birmania tropical!”. Cuando recuerdo esas palabras, siento otra vez una punzada de pena.
Algún tiempo después, Kiichi se convirtió en una víctima más de la Campaña Imphal [un abortado intento japonés de apoderarse de Imphal, en el noreste de la India, a través de Birmania, durante las etapas finales de la Segunda Guerra Mundial], famosa por ser una de las operaciones japonesas peor concebidas. Murió en Birmania (actual Myanmar), en enero de 1945. Tenía veintinueve años.
* * *
¡Estoy en contra de la guerra! ¡Me opongo absolutamente a ella!
Muchos de los jóvenes de mi generación fueron incitados a ir orgullosamente al frente de batalla y a dar sus vidas. Las familias que quedaban atrás eran alabadas por su sacrificio como “madres militares” y “familias de soldados en el frente”, términos que se consideraban títulos de honor. Pero, en realidad, ¡qué cúmulo de dolor, pena y miseria se arremolinaba en las profundidades de sus corazones! ¡Qué hondas heridas causaban las artificiales alabanzas y la simpatía de quienes desconocían esa angustia interior infligida a las dolientes madres y a los abandonados hijos!
El amor y la sabiduría de una madre no pueden ser engañados por frases falsas como “por el bien de la nación”.
Durante la guerra, todas las estaciones del año parecían invierno. Cuando, por fin, terminó el horror, un nuevo sol de paz comenzó a surgir en el horizonte, quietamente, pero brillando con intensidad.
El 15 de agosto escuché por la radio al Emperador; anunciaba el fin de la guerra. Estaba en la casa de unos parientes en Magome, en el distrito Ota de Tokio, donde nos habíamos refugiado con nuestra familia debido a que nuestra casa había sido demolida siguiendo órdenes de evacuación. Tenía diecisiete años, y los complejos sentimientos que experimenté entonces permanecen grabados, indelebles, en la esencia de mi ser.
Yo me oponía absolutamente a la lucha armada. Por eso respetaba tanto al señor Makiguchi y al señor Toda —encarcelados por el gobierno militar— y los consideraba auténticos baluartes de la verdad y la justicia. Por esa razón elegí convertirme en discípulo de esos grandes mentores de la Soka Gakkai.
Por encima de todo, estoy orgulloso de seguir los pasos de esos dos presidentes que dieron la vida, abnegadamente, por su fe en Nichiren Daishonin, el Buda de la paz eterna.
Estoy decidido a luchar contra todos los que apoyan o defienden las acciones bélicas. ¡Libraré batalla contra las oscuras fuerzas perversas de la destrucción! ¡Un batallón de diez millones de budas, armados con la fortaleza de su espíritu y comprometidos con la causa de lograr una paz duradera y genuina, se me unirán en esta contienda!