Las simientes de la esperanza (The Japan Times, 8 jun 2006)
Este artículo fue publicado el 8 de junio de 2006, en The Japan Times, diario en inglés del Japón. El artículo pertenece a una serie de doce ensayos, publicada de mayo de 2006 a abril de 2007.
La risa feliz de los niños es el verdadero índice del estado de la sociedad. Hace diez años, me encontraba en San José, Costa Rica, para la inauguración de una exhibición sobre la amenaza que las armas nucleares representan para la humanidad. Durante la ceremonia de apertura, cuando los participantes estaban entonando con unción las estrofas de su himno nacional, a través de la pared que nos separaba del Museo de los Niños, podíamos oír el son de las voces estridentes y alborozadas de los alumnos del nivel elemental que estaban esperando la apertura de la exhibición. Mientras se desarrollaba el acto oficial, el alboroto que hacían los escolares a veces superaba los discursos que pronunciaban algunos invitados. Eso produjo sonrisas entre los presentes. Era como si las voces vibrantes y ruidosas de los niños fueran un símbolo de la paz. Transmitían una sensación de esperanza que parecía contrarrestar incluso el peligro de las armas nucleares.
Como adultos, tenemos la responsabilidad de asegurar que esas voces puras resuenen con alborozo por toda la sociedad. Y sin embargo en el Japón, en los últimos años, casi no pasa un día sin que nos enteremos de noticias trágicas e incidentes violentos que involucran a menores de edad. Es absolutamente lamentable saber que niños y jóvenes son víctimas de crímenes o que, de alguna manera, se ven envueltos en hechos de violencia.
La vida de los niños refleja como un espejo el estado de la sociedad. Esos desgraciados incidentes son señal de una patología subyacente: la manifiesta indiferencia de los demás y la actitud totalmente desaprensiva hacia el dolor ajeno que impera en el ámbito social.
Me preocupa muchísimo que al promover entre la gente joven únicamente un estilo de vida indiferente y cruel, estemos extinguiendo la llama de la esperanza en el corazón de todos ellos. De ese modo, ante el tremendo vacío de su alma, los más jóvenes caen en la desolación y quedan expuestos, en su vulnerabilidad, a un sistema de valores deforme y retorcido que los clasifica de manera arbitraria en "ganadores" y "perdedores", de acuerdo con su poder adquisitivo.
Tenemos que hacer una severa revisión de lo que significa "ganar" en la vida y de cuáles son las condiciones de una sociedad verdaderamente próspera.
Mi generación también ha tenido que sufrir el padecimiento de descubrir que los valores que nos imponía la sociedad eran algo totalmente vacío y carente de sentido.
Yo tenía diecisiete años cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, una conflagración que dejó un terrible sentimiento de vacuidad espiritual entre los jóvenes. Y no fue solo porque todo había quedado reducido a cenizas, sino porque la fraudulencia del sistema de valores que se nos había inculcado quedó finalmente expuesta hasta la médula.
No era entonces de extrañar que mucha gente joven, en su desesperación, cayera en un estado de profundo escepticismo, convencida de que ya no existía nada en qué creer. Al igual que ellos, sentí que me resultaba imposible confiar en los intelectuales y en los políticos quienes, habiendo cantado las loas de la guerra y precipitado a innumerables jóvenes a la muerte, se habían transformado de la noche a la mañana en apóstoles de la paz y de la democracia.
Hoy me siento profundamente afortunado de haber encontrado, en una circunstancia tan difícil como aquella, a una persona que estaba abiertamente dispuesta a comprometerse con los jóvenes, alguien a quien llegaría luego a considerar mi mentor en la vida.
Cuando conocí a Josei Toda, en una pequeña reunión de miembros de la Soka Gakkai, él tenía cuarenta y siete años, casi treinta más que yo. Y, sin embargo, respondió a mis preguntas sencilla y francamente. Toda se opuso al régimen militarista, que había despojado al pueblo japonés de sus derechos y libertades, y lo había precipitado en la guerra. Como resultado, tuvo que soportar persecuciones y dos años de cárcel. Las palabras de una persona que había estado en prisión debido a sus convicciones tenían para mí una importancia fundamental. Percibí de inmediato que yo podría confiar en ese hombre.
Toda fue un educador que amó profundamente a los jóvenes. Cuando nos hablaba, con su eterno cigarrillo en la mano, abordaba libremente diferentes temas y compartía con nosotros sus pensamientos sobre los problemas más complejos de la vida. Solía organizar sesiones de estudio al aire libre para gente joven, en hermosos predios que nos ayudaban a recobrar un amplio sentimiento de vitalidad. Recuerdo una ocasión en que, alrededor de una fogata, a la vera de un río, conversamos con él hasta entrada la noche sobre las cosas que nos preocupaban: la relación con nuestros padres, el matrimonio, la vida de cada uno, el futuro…
Mi mentor tenía una sólida fe en los jóvenes y confiaba plenamente en sus aptitudes. Era capaz de percibir en el interior de cada uno un potencial que ni ellos mismos podían imaginar. Con la confianza, el coraje y la esperanza que les transmitió, contribuyó a que todos lograran una gran transformación.
Gracias a mi propia experiencia, adquirí la convicción de que pocas cosas son más cruciales para el sano crecimiento de los niños que el encuentro con alguien que realmente crea en ellos. Los estudios especializados afirman que la gente joven que actúa de manera violenta, a menudo siente que nadie se interesa o preocupa por ellos. El comportamiento problemático de los niños es un crudo reflejo del egoísmo despiadado y de la apatía de la sociedad adulta.
El Sutra del loto narra la siguiente parábola:
Hubo una vez un hombre que tenía un amigo muy rico. Un día, aquel fue de visita a la casa de este último, quien lo recibió y la agasajó hasta que, completamente embriagado, el huésped se quedó profundamente dormido. El amigo rico tuvo que partir de inmediato a atender asuntos urgentes; pero, antes de alejarse, a modo de regalo, cosió una joya de valor incalculable en el dobladillo de la túnica de hombre dormido. Sin haberse dado cuenta de nada, este se despertó al día siguiente y prosiguió su camino. Pero le tocaron tiempos difíciles y no tuvo más remedio que deambular de aquí para allá, hundido en la pobreza. Muchos años después, ambos amigos se encontraron nuevamente. El hombre rico, profundamente consternado ante el aspecto que presentaba su camarada, le contó a este que le había obsequiado algo muy valioso, algo que, por cierto, el pobre hombre había llevado cosido a su túnica todo el tiempo.
Cada persona posee un tesoro interior de valor infinito. Alguien que desconoce dicho tesoro y anda a los tropiezos, sumido en la pobreza espiritual está desperdiciando la propia vida de manera lamentable. Por el contrario, quienes adquieren plena conciencia de la joya invaluable de la dignidad de su propia vida, pueden respetar ese mismo tesoro en los demás.
Todos tenemos oportunidades, dentro de la familia y de la comunidad, de interaccionar con los jóvenes. Espero que los adultos dediquen tiempo y esfuerzo a escuchar atentamente sus voces, puesto que una demostración de sincero interés contribuye a refrescar y a colmar el corazón juvenil. Debemos luchar, cada uno, para convertirnos en una sólida fuente de calidez y de nutrición espiritual para la gente joven.
Si bien tal cosa representa una labor constante y ardua, creo que, gracias a ese empeño, que hace surgir la empatía y la confianza entre una persona y otra, emergen individuos profundamente receptivos de los sufrimientos de sus congéneres, dispuestos a emprender acciones altruistas por el bien de otros. Ese es el primer paso hacia la construcción de valores que contribuirán al surgimiento de una sociedad realmente sana y próspera. He ahí las simientes de la esperanza para el futuro que podemos plantar hoy.