La creación del futuro: La diplomacia ciudadana (The Japan Times, 11 may 2006)
[Artículo de Daisaku Ikeda publicado en el diario The Japan Times, el 11 de mayo de 2006.]
Una fría mañana de diciembre de 1941, antes del amanecer, corría yo por las heladas calles de Tokio repartiendo periódicos. Tenía entonces trece años y había encontrado esa manera de contribuir a la economía familiar, pues mi padre estaba postrado a causa del reumatismo, y mis cuatro hermanos mayores habían sido llevados a la guerra.
Hacía ya cuatro años que Japón había invadido China, y un sinfín de personas cuyos familiares se hallaban en el frente de batalla esperaban con ansias la llegada del diario cada mañana, con noticias sobre sus seres queridos.
El ataque sorpresivo de Japón contra Pearl Harbor era la información más relevante de ese día, y aparecía en enormes titulares, como para dejar sentado lo “glorioso” del acontecimiento. Nunca podré olvidar la atmósfera escalofriante que se iba apoderando de la ciudad esa mañana, mientras yo repartía los periódicos.
Tal vez sucesos históricos como ese, que todo lo devoran a su paso –gente, sociedades enteras—, son el producto de fuerzas monumentales, imposibles de detener. Ahora que tenemos que lidiar no solo con nuevas tensiones en todo el mundo, sino con otras que están resurgiendo, el sentimiento de indefensión y de impotencia que nos atenaza se intensifica cada vez más. Así y todo, la vida humana posee en lo profundo el potencial de resistir incluso los más feroces temporales. Estoy convencido de ello.
Estamos muy lejos de ser simples títeres manipulados por las fuerzas que comandan los sucesos y más lejos aun de ser víctimas del pasado. Somos perfectamente capaces de imprimirle una forma y un rumbo a la historia. Por ende, nos cabe ahora la tarea crucial de recuperar nuestra fe en la capacidad de cada ser humano para actuar individual o colectivamente en la construcción de un nuevo futuro.
Las personas de mi generación hemos asistido al desbaratamiento y la destrucción de nuestras familias, amigos y hogares, y también, al despojamiento de cualquier oportunidad de estudiar y aprender, a causa del conflicto bélico. Todos sentimos la misma repulsión por la crueldad y la estupidez de la guerra, y anhelamos intensamente ponerles fin a los ciclos de violencia.
Cuando éramos muy jóvenes, de alguna manera nos habían convencido de la veracidad de los retorcidos mandatos militares, que exaltaban la entrega total y desinteresada de la propia vida en bien del estado. Me tocó presenciar que muchos de mis amigos y compañeros de escuela se ofrecieran como voluntarios para ingresar en el ejército o como miembros de las “brigadas pioneras” en la China. En un momento, yo también intenté hacer otro tanto en la Fuerza Aérea, pero mi padre me lo impidió, pues estaba absolutamente decidido a evitar que yo fuese a la guerra.
Las autoridades que explotan y sacrifican a los jóvenes para sus propios fines no son otra cosa que la encarnación del poder más brutal y demoníaco. En cambio, el verdadero liderazgo está en manos de quienes se consagran a la tarea incansable de forjar a la juventud y de preparar su camino para el futuro.
De igual manera, la educación tiene el potencial de servir a los más nobles o a los peores fines. Cuando se basa en una concepción general distorsionada de las cosas, sus consecuencias son desastrosas. Justamente, porque mi generación fue empujada hacia la violencia y a la guerra a causa de una formación errada, me he comprometido profundamente a promover una educación capaz de guiar a las nuevas generaciones hacia la paz y la coexistencia armoniosa.
Recordaré por siempre lo que dijo mi hermano, durante una licencia que le concedieron del frente de batalla para volver a casa por unos días: “Lo que el Japón está haciendo es horrible”, me confió; “¡Cuánta arrogancia y prepotencia! El pueblo chino es exactamente igual que nosotros. Todo esto es un error terrible”. Más adelante, mi hermano fue abatido en combate, pero el amargo disgusto que manifestó aquella vez fue lo que me impulsó a efectuar el llamado que hice en 1968 para la normalización de las relaciones entre la China y el Japón, y posteriormente, a entablar el diálogo con gente de Corea y del resto de Asia.
Si el Japón tiene intenciones de avanzar, debemos hacer frente a la realidad de nuestra historia pasada; tenemos que aprender esas lecciones, que significaron un costo tan alto, y aplicarlas para construir un futuro de paz, a través de nuestro máximo esfuerzo. Sin embargo hoy, pese a que han transcurrido más de sesenta años desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial, hay figuras del ámbito político que siguen lastimando y provocando un daño inmenso a nuestros vecinos asiáticos, con expresiones arrogantes y actitudes que son todo un insulto. El Japón será una auténtica nación al servicio de la paz solo cuando hayamos conquistado la completa confianza de los pueblos chino, coreano y de toda Asia.
“La guerra es el precio que hay que pagar por el fracaso de la diplomacia”. Son palabras del historiador británico Arnold Toynbee, con quien mantuve un diálogo que fue publicado posteriormente. Esa fue su manera de refutar la desafortunada declaración de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política por otros medios.
La historia abunda en ejemplos de actos bélicos producto de fallas diplomáticas. En el ámbito inmediato de nuestra comunidad o a mayor escala, en las relaciones internacionales, el buen uso de nuestro poder de comunicación para negociar y resolver diferencias es la prueba más contundente de nuestra sabiduría. No podemos permitir que el Japón se embarque nuevamente en el destructivo desatino de sus yerros diplomáticos que culminaron en la Segunda Guerra Mundial.
Las relaciones internacionales, entonces, no deben limitarse a los aspectos político o económico. Es absolutamente vital que existan intercambios educativos y culturales que profundicen el entendimiento recíproco entre los ciudadanos comunes de diferentes países. Por tal razón, me he esforzado para que la gente joven encuentre una vía de comunicación, a través del diálogo que acerca a las personas en la dimensión de su mutua humanidad.
En 1980, durante mi quinta visita a la China, tuve la oportunidad de visitar Guilin, una región de espléndida belleza natural. Mientras mis acompañantes y yo esperábamos nuestro barco, dos niñas que vendían medicamentos se acercaron a nosotros. Entonces, les pregunté, en son de broma: “¿Me pueden vender algún remedio que me haga más inteligente?”. Ellas respondieron de inmediato, sin inmutarse: “¡Qué lástima; acabamos de vender el último!”, lo que nos hizo reír a todos francamente.
Cualquiera sea el país, no hay nada más gratificante que esa clase de contacto con los jóvenes, pues es uno de los modos más certeros en que se revela la cultura y el futuro de cada región. Cuando personas de diferentes orígenes aprenden respetuosamente sobre sus respectivas civilizaciones y experimentan la rica diversidad del legado espiritual del ser humano, comienzan a construir una amistad firme y solidaria, basada en el reconocimiento mutuo, que perdura a través del tiempo. A la larga, la cálida humanidad de quienes perseveran en el ejercicio de esa “diplomacia del pueblo” será capaz de derretir incluso los helados muros de prestigio nacional y de los intereses en conflicto.
Como integrante de la generación que sufrió el mal absoluto de una guerra mundial, abrigo el sentimiento de hacer todo lo que esté en mis manos, trabajando con mis coetáneos y con los miembros de las jóvenes generaciones, para eliminar el flagelo de la violencia y de la guerra. Con la determinación de esforzarnos cada vez más por promover el diálogo y los intercambios, tenemos que trabajar para inculcar en la juventud una sólida fe en el poder de transformar la historia y de crear el futuro que posee cada individuo.