Atesorar a cada persona
(Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR): Religión y principios humanitarios, 5 de octubre de 2021)
El mundo actual afronta una compleja simultaneidad de crisis perentorias, sin precedentes en la historia de la humanidad. Además de la incidencia de fenómenos meteorológicos extremos, que se agudizan año tras año a tono con el agravamiento del cambio climático, la pandemia del nuevo coronavirus amenaza la estabilidad social y económica en todo el orbe.
Uso aquí el término «sin precedentes» no solo en referencia a los niveles superpuestos en que se multiplican e interrelacionan las crisis actuales. La humanidad se ha visto ante dificultades de toda índole en el curso de su larga historia; no obstante, nunca había sucedido que una calamidad afectara tan gravemente al mundo entero en forma simultánea, poniendo bajo amenaza la vida, los medios de subsistencia y la dignidad de los pueblos de cada continente y arrojándolos a una imperiosa demanda de asistencia.
Hasta el 1.º de julio de 2021, la COVID-19 ha segado la vida de casi cuatro millones de personas en el planeta. El saldo de muertes causadas por esta enfermedad ya ha superado con creces el número total de vidas que han cobrado los desastres naturales de mayor magnitud en los últimos veinte años. Es difícil imaginar el dolor de quienes han perdido a sus seres queridos de esta manera repentina e inesperada; la congoja se agrava al pensar en que muchas de las víctimas no han podido siquiera pasar sus últimos momentos acompañadas de sus familiares, a causa de las restricciones dispuestas para frenar la propagación del virus.
En nuestra práctica budista cotidiana, no hemos cesado de orar con profunda sinceridad por la pronta erradicación de la COVID-19, así como por el reposo de los que han fallecido durante la pandemia.
Desde septiembre del año pasado, el Instituto Soka Amazonia, cuya fundación he promovido, ha venido plantando un árbol en memoria de cada víctima de la COVID-19 en el Brasil, en el marco de su proyecto «Memorial da Vida» (Recordación de la Vida). Esta iniciativa se propone, con cada retoño plantado, honrar y reconocer a las personas con quienes se ha compartido la existencia en ese gran país; es decir, perpetuar su memoria, a la par de contribuir a la reforestación y el resguardo de la integridad ecológica en la región amazónica.
La sociedad humana ha observado, en todas las épocas, la práctica de despedir colectivamente a los difuntos y de rendir tributo a su legado a través de acciones dignas. En momentos como los actuales, cuando la pandemia sigue extendiéndose en muchos países, es más importante que nunca tener presente el valor de cada individuo y no permitir que la vida se reduzca a un mero dato estadístico.
A medida que la crisis se torna una presencia constante en el marco de la vida cotidiana y que cada individuo establece rutinas personales para protegerse del virus, corremos el riesgo de acentuar el aislamiento y la división social, así como a perder registro de las consecuencias que impone la pandemia a los sectores más vulnerables de la sociedad.
Aun cuando el mundo haya entrado en un largo túnel cuya salida todavía no se vislumbra claramente, y aunque no podamos percibir de manera cabal las circunstancias que experimentan los otros, de ninguna manera debemos perder el rumbo orientador: recordar que somos parte de una misma comunidad humana. Lo que urge es tener sentido de la coexistencia, ser conscientes de que todos compartimos el mismo planeta.
Aunque es cierto que el coronavirus representa una amenaza para todos los países, no se debe ignorar que la gravedad de sus consecuencias difiere enormemente según las circunstancias particulares. Por ejemplo, alrededor del 40 % de la población mundial vive en condiciones que no permiten el lavado frecuente de las manos con jabón, que es el método primario para evitar la infección viral. Esto significa que hay unos 3000 millones de personas privadas de un medio básico para proteger su vida y la de sus seres cercanos.
Asimismo, muchos de los 80 millones de desplazados forzosos que han debido abandonar sus hogares por conflictos armados o por persecución no tienen más remedio que vivir hacinados con otros en campos de refugiados. De más está decir que el distanciamiento físico se torna imposible en estas condiciones, y que estas personas deben sumar a su odisea el riesgo de contagiarse ante un brote de coronavirus.
La crisis que hoy enfrenta el mundo es compleja y se compone de múltiples amenazas superpuestas; esto dificulta la necesaria tarea de identificar las relaciones que hay entre ellas para poder responder al problema. Sin desconocer esta realidad, me inclino a pensar que, en nuestro esfuerzo por desarrollar respuestas integrales, siempre debemos dirigir nuestra atención, ante todo, al sufrimiento de las muchas personas cuya vida se ve directamente afectada.
En este sentido, podría ser útil traer a colación la siguiente perspectiva budista. En la parábola de la flecha envenenada, Shakyamuni relata la historia de un hombre que ha sido herido por una saeta ponzoñosa. Antes de que se la extraigan, insiste en saber quién ha hecho el arco y la flecha, cómo se llama y a qué clan pertenece la persona que le ha disparado. Se niega a permitir otras medidas salvadoras hasta no obtener primero respuesta a sus preguntas. Shakyamuni dice que alguien en esta circunstancia terminaría muriendo, por no quitar de su cuerpo la saeta que está liberando el tóxico letal.
El reconocido historiador de las religiones del siglo xx , Mircea Eliade (1907-1986), concebía las doctrinas de Shakyamuni como una suerte de tratamiento médico dirigido a curar las aflicciones humanas. En efecto, el Buda vivió absolutamente dedicado a extraer esa flecha emponzoñada de la vida de sus semejantes; en otras palabras, a eliminar las causas subyacentes del sufrimiento humano. El origen de lo que hoy conocemos como el budismo fue esta ardiente preocupación de Shakyamuni, expresada en diferentes contextos y oportunidades.
Nichiren (1222-1282), quien expuso y difundió las enseñanzas del budismo en el Japón del siglo xiii basado en el Sutra del loto —quintaesencia del pensamiento de Shakyamuni—, dijo que el poder de las palabras de este último era como el efecto de «agregar aceite a una lámpara u ofrecer un bastón a una persona anciana». Dicho de otro modo, Shakyamuni no desplegaba poderes sobrehumanos para salvar a las personas; antes bien, valiéndose de su prédica, daba a sus interlocutores el medio para que estos descubrieran y activaran el potencial y la fuerza que poseían en su interior.
El tratado Sobre el establecimiento de la enseñanza correcta para asegurar la paz en la tierra fue escrito por Nichiren en un período de reiterados desastres naturales, hambrunas y epidemias que diezmaban a la población del Japón. En él recalcó la importancia crucial de emprender acciones para eliminar las desdichas y la desesperanza de la gente.
En otro de sus escritos, Nichiren describe las intensas penurias del pueblo japonés, vapuleado por un desastre tras otro:
Llevamos varias décadas padeciendo las tres calamidades y los siete desastres, que han cobrado la vida a media población. Los que sobreviven han perdido a sus padres y hermanos, esposas o hijos, y sus lamentos plañideros nos recuerdan a los insectos del otoño. Las familias han quedado rotas y dispersas, como los troncos y las plantas después de las nevadas invernales.
En un período de tanta convulsión, Nichiren no dejó de brindar aliento al pueblo, decidido a iluminar con la luz de la esperanza una sociedad de caótica y confusa penumbra.
En una oportunidad, le escribe a una discípula que había enviudado: «Su difunto esposo tenía un hijo enfermo y una hija. Me es inevitable pensar en la angustia que él pudo haber sentido, sabiendo que se marchaba de este mundo, probablemente acongojado por las criaturas y dejando sola a su anciana esposa[…]».
Y sin embargo, le asegura: «El invierno siempre se convierte en primavera». Con estas palabras, Nichiren se proponía infundir el siguiente mensaje alentador: En este momento, quizá se sienta abrumada por la desesperación, como si la azotaran los vientos helados de los meses invernales. Pero esto no durará eternamente. El invierno nunca deja de convertirse en primavera. De este modo, Nichiren la exhorta a vivir hasta el final con valentía y fortaleza. Y, antes de concluir el texto, la anima y tranquiliza con la seguridad de que él siempre estará velando por sus hijos; con estas palabras, entibia de luz primaveral el alma de una mujer para quien el tiempo se había detenido y, a raíz de la pérdida de su pareja, sentía que su vida había quedado congelada en un invierno perpetuo.
Aunque las circunstancias que hoy vivimos no sean las mismas que reinaban en la época de Nichiren, el desorden provocado por esta pandemia ha empujado a muchas personas a un abismo de desesperación; les ha hecho sentir que su vida se detenía de manera inesperada, sin que pudieran vislumbrar una salida futura o procurarse de algún medio de subsistencia.
El mundo se torna inhóspito para quienes, hallándose en este estado, deben afrontar su aflicción en soledad, sin el apoyo de una red de seguridad social o de vínculos humanos. Pero, a mi entender, basta con que otra persona repare en su situación y salga a su encuentro, basta con que alguien ilumine sus circunstancias con una atenta y cálida luz, para que puedan armarse de entereza, recuperen el sentido de su dignidad y reconstruyan su vida.
Los miembros de la SGI, herederos del legado espiritual de Nichiren, hemos mantenido en 192 países y territorios nuestra práctica de fe y de compromiso social, basados en la determinación de no dejar atrás a quienes luchan en medio de una profunda desdicha. Esta convicción animó a mi maestro Josei Toda a decir: «Mi deseo es que nunca más haya que usar la palabra “sufrimiento” para describir a una persona, a un país, a este mundo en que vivimos...».
Lo importante aquí es el interés de Josei Toda en erradicar la aflicción en todas las dimensiones de la vida: desde lo personal hasta lo nacional y mundial.
Sin dejarnos desanimar por la persistencia de las desigualdades globales, los problemas que afrontan los diversos países o las complejas circunstancias que abruman a la gente, debemos seguir bregando juntos por eliminar el sufrimiento innecesario y por superar las divisiones que nos separan. Basados en este espíritu, continuaremos estrechando los nexos de cooperación para establecer sinergias con otras organizaciones no gubernamentales (ONG) y con movimientos de inspiración religiosa que tengan valores afines, en busca de salidas a los retos globales.
En cierto sentido, la historia humana es una serie ininterrumpida de amenazas; desde esta perspectiva, tal vez sea inevitable tener que seguir enfrentando problemas diversos. Con más razón entonces, es fundamental construir resistentes basamentos sociales para eliminar el dolor de la gente, de manera tal que, incluso frente a dificultades o crisis de enorme magnitud, jamás se deje atrás a las personas más vulnerables, que son las más damnificadas ante la adversidad.
En la actual crisis de la COVID-19, que nos impone normas preventivas de distanciamiento físico, se vuelve más difícil aún discernir las condiciones en que viven los semejantes. No puedo sino sentir que los movimientos y las organizaciones de inspiración religiosa tienen una importante función que cumplir a la hora de apoyar y mantener en foco el rumbo primordial: reconocer que todos somos congéneres e integrantes de una misma comunidad humana y de que coexistimos en la misma Tierra.
La pandemia ha tenido consecuencias graves en nuestro mundo; encontrar la salida a este laberinto no será una tarea sencilla. Así y todo, creo que el «hilo de Ariadna» que nos permitirá a cada uno salir de la crisis solo quedará a la vista cuando reconozcamos la significación real de cada vida y, a partir de allí, consideremos cuáles son las necesidades más acuciantes para proteger y apoyar a ese ser humano individual.