Inmóvil en la flor de loto, una libélula roja descansaba sus alas. Perfecta quietud. Accioné el disparador de mi cámara cinco veces, y el insecto no se movió. Tal vez estaba embelesado por el fulgor de la superficie del agua; o quizás sus alas, exhaustas luego del vuelo, no se recuperaban todavía; ¿podría ser también que estuviese esperando que las nubes se abrieran para revelar un rayo de luz? Cualquiera fuese la razón, ese rey del vuelo había hecho del capullo color durazno un perfecto trono para él.
Era el 15 de julio de 1991; la estación estival lluviosa de Tokio no había terminado aún. Bajo un cielo levemente nublado, tres maceteros con plantas de loto se alineaban alrededor de la orilla de un estanque, sobre un rincón de la sede central de la Soka Gakkai. Las anchas hojas del loto tapaban completamente las macetas. Me acerqué un poco más. Las hojas, con sus gruesas venas me recordaban de alguna manera las alas de un insecto. Por su parte, las alas transparentes de la libélula, con su fino entretejido vascular, parecían las hojas de una planta.
Una sola esencia llamada vida emerge, en algunas ocasiones, como un planeta verde con hojas que susurran a la brisa; en otras, forma un insecto cuyas alas cortan el viento. Pero ahora, esas dos expresiones de la misma fuerza vital parecían fundirse en una sola. No hay obra de arte que pueda capturar la misteriosa belleza de la forma creativa. Fue una enseñanza de cómo las cosas están todas conectadas entre sí.
Cuando yo era niño, las libélulas eran mis amigas. En 1930, Tokio aún tenía muchos bosques y campos verdes. También en el área de mi casa, en Ota, las aguas del río Tama corrían raudas, y a lo largo de las orillas, uno podía disfrutar de una gran quietud. Las libélulas rojas planeaban por todos lados, y por las noches, las luciérnagas danzaban. Durante las vacaciones de verano, por la mañana, yo solía caminar con mis amigos por los caminos llenos de rocío, a través de los campos de arroz, para perseguir libélulas. Muy pronto se levantaban densas nubes a la distancia, y el olor del pasto bajo el ardiente calor era casi sofocante.
Solo nos animaba un propósito: atrapar al rey de las libélulas, la libélula japonesa de anillos dorados. No nos interesaban las de punta blanca. Las de anillos dorados superaban de lejos a todas las demás en tamaño y por sus marcas negras y doradas en forma de franjas. Buscábamos el lugar perfecto, escondíamos nuestras redes, respirábamos sin hacer ruido y esperábamos. Entonces, justo en el momento adecuado, nuestras redes saltaban, y, cuando escuchábamos el sonido de alas de una libélula de anillos dorados capturada, sentíamos una enorme alegría. Con cuidado para evitar que nos picara, sosteníamos las alas entre los dedos. Luego, después de un momento de orgullo triunfal, liberábamos al insecto que desaparecía cielo arriba.
En aquel entonces, la caza de libélulas era una especie de costumbre arraigada entre los niños. Pero esa multitud de atractivos insectos ha desparecido hace mucho tiempo de los cielos de Tokio. Las libélulas rojas se han transformado en aerolíneas, y las luciérnagas han cedido el paso a los carteles de neón. Tristemente, parecería que junto con las libélulas, se ha marchado el espíritu poético de la gente.
Desde tiempos remotos, Japón ha sido un refugio de libélulas. Unas ciento ochenta variedades, más numerosas que en cualquier otro país, existen en este conjunto relativamente pequeño de islas. Uno de los antiguos nombres de Japón era Akitsushima, Isla de las Libélulas. Aquí vuela aún el fósil viviente conocido como la “libélula reliquia japonesa”, que se encuentra solo en este país y en la región de los Himalayas. La forma del insecto no ha cambiado en más de cien millones de años, desde que sus ancestros se deslizaban y surcaban el agua entre los dinosaurios. Sus antepasados originales aparecieron hace trescientos millones de años. Los seres humanos pueblan la Tierra hace solo unos cuantos millones de años. En la comunidad que conforma la vida en el planeta, las libélulas son de lejos nuestras antecesoras. Por trescientos millones de años, su linaje ha sido transmitido perfectamente y sin interrupciones a la descendencia inmediata.
Cuando pienso en ello, me conmueve la profunda solemnidad con que actúa la vida. En ese diminuto cuerpo rojo que veo ante mis ojos, residían eras completas de la historia del planeta. Todo lo que se esfuerza por vivir es como un “célula” de esa vida mayor llamada “Tierra”; cada entidad viviente es, en sí misma, un planeta vivo: una libélula al borde del agua, las flores de loto frescas con la rica humedad que guardan.
En su estado larvario, la libélula vive en el agua, de modo que ese es su primer hogar. Me dijeron que las larvas de algunas especies esperan un momento de calma para convertirse en adultos. En algún momento cerca del amanecer o del anochecer, cuando el viento cesa de soplar, el agua permanece inmóvil, y todo queda envuelto en el silencio y la quietud, el joven insecto se abre paso entre los tallos y juncos, y asoma su cabeza por encima del agua. Luego, con absoluta prudencia observa su entorno y comienza su transformación.
Esos calmos períodos matutinos y nocturnos están relacionados con el flujo y reflujo de las mareas. La pulsación de la marea alta y la marea baja es como la respiración de la Tierra, que inhala y exhala. ¿Cómo es que esa pequeña larva conoce ese ritmo? Se dice que el nacimiento y la muerte de los seres humanos también están conectados con el movimiento de las mareas. Las personas y las libélulas interpretan la misma melodía de nacimiento y muerte.
Alas refulgentes. Diminutas gotas de rocío resplandecientes en las hojas del loto, como si un collar de cuentas de cristal se hubiese derramado. Sin sonido alguno, la libélula cobró altura, revoloteó sobre el estanque y desapareció de la vista.
Existe una versión de que la palabra japonesa para libélula, ‘tombo’ proviene de la frase del mismo idioma, “tobu bo”, que significa ‘vara voladora’. La impresión que dio el insecto cuando se alejó encaja muy bien con esa descripción. Sin la menor duda o vacilación, se lanzó al vuelo, recto como una flecha.
Como si nada hubiese sucedido, el capullo de loto esperó serenamente su tiempo de florecer. En esa noble y decorosa actitud, pude experimentar la música silenciosa de los cielos.
[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 6 de junio de 1999.]
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