Una Luna que se levanta tempranamente. Una esfera como espejo de plata flota sobre un cielo encarnado por sobre el horizonte. Estoy junto al trípode de mi cámara en el edificio principal del Centro de Capacitación de Miyazaki. Mi esposa señaló más allá de las siluetas de las palmeras y me dijo: “¡Mira, se asomó!”.
Allí está, la Luna, que nos contempla con mirada amistosa. Se desliza a través del mástil que porta la bandera tricolor de la SGI, y se eleva hacia la derecha a medida que busca la mitad del firmamento, siguiendo su órbita blanca y plateada a través de la penumbra crepuscular. Se torna cada vez más brillante y baña la tierra con su delicado resplandor níveo.
La escena de ese drama celestial va cambiando gradualmente desde la deslumbrante actuación de los rayos del sol hacia un majestuoso jardín de serena frescura.
La historia de la Princesa de Bambú habla de una capital en la Luna, una tierra de ensueño en donde se disfruta de amor y misericordia. Yo clamo ante la Luna: “¡Deidad de la Luna! ¡Protege a mis amigos de todo el mundo nuevamente esta noche! ¡Ilumina gentilmente los pasos de quienes transitan nuestra noble senda! Por favor, otorga paz a las personas cuyo corazón está dolorido!”. Y acciono el disparador de mi máquina. Quiero dejar grabada en el álbum de la eternidad la imagen que en este momento se refleja en mi corazón.
Era el 1º de marzo de 1999, una noche antes de la luna llena. Aún en su fase de crecimiento, el disco lunar todavía incompleto era una exhibición divina de la “perfección imperfecta”.
Tres días antes, yo había llegado a Miyazaki desde Okinawa en un avión pequeño. Mi primera visita a la prefectura de Miyazaki en ocho años era también la primera que realizaba a la isla de Kyushu, a la que pertenece la prefectura, en cuatro años y medio. Había transcurrido mucho tiempo. Cuando llegué al centro de capacitación, me reuní de inmediato con algunos miembros, y juntos dimos un paseo por el jardín bajo una leve llovizna. En un extremo, vi algunas personas mayores, miembros del grupo de voluntarios que colaboraban con el mantenimiento de las instalaciones. Me dirigí a ellos y les dije: “Por favor, cuídense mucho y no se resfríen. Ustedes son sumamente importantes para mí. Deseo que vivan muchos años más”. Durante mucho tiempo, esas personas habían cuidado del centro y habían trabajado continuamente, sin hacerse notar.
Siempre anhelo expresar mi gratitud y respeto más profundos primero a quienes trabajan y se esfuerzan entre bambalinas, antes que a aquellos que realizan tareas más lucidas. Por eso, quería tomar una fotografía de la Luna. Ella es como un espejo, clara y pura. El Sol y la Luna son como los dos ojos del cielo, que todo lo observan. La gran diosa Luna envía su luz al corazón de la gente, un símbolo del principio budista de “observación invisible” que establece que la ley de causalidad registra todos nuestros pensamientos y acciones.
La Luna llama a todos sobre la Tierra: “¿Viven con mente amplia y corazón sincero?”. “¿Son buenas personas?”. “¿Son fieles a sí mismos y siguen el rumbo correcto?”. Aunque nadie esté mirando, la Luna lo sabe todo, pues también mora en el firmamento de nuestro corazón.
Ella es como un navío que transporta nuestro espíritu hacia el firmamento. Su luz pura apacigua y purifica los corazones cansados al fin de la jornada. Nos invita a disfrutar de su serenidad sublime y fresca, más allá del alcance de la autoridad, la vanidad o la codicia.
¡Cuántas veces durante mi juventud he recibido el silencioso aliento de la claridad elegante pero también severa de la Luna! Me ha alentado a trabajar durante el día con la potencia del Sol, y a reflexionar a la luz de su fulgor nocturno sobre mí mismo y mi humanidad. Me ha incentivado a considerar la maravilla de mi existencia aquí y ahora, dentro de la eternidad y la vastedad infinita del espacio.
Y así, a las cinco de la tarde, me coloqué frente a mi trípode en espera de la aparición de la Luna. La Conferencia Ejecutiva de Kyushu iba a comenzar en breve; todos estaban esperando. Por mi parte, tenía algunos manuscritos que terminar. Sin embargo, quería asir el momento y conversar con la Luna; a través de ella, quería comunicar mis pensamientos a mis numerosos amigos.
Las hojas de las palmeras ondeaban suavemente, y las banderas de tres colores de la SGI se agitaban con la brisa de primavera de esa provincia meridional. Esta tierra, una vez denominada “Hyuga” o ‘de cara al Sol’ es una región mitológica del astro rey. Bajo la Luna, el azul océano Pacífico va y viene con su bramido, tal como la hace desde tiempos inmemoriales.
Así como la primavera llega sin falta desde la antigüedad más remota, y la Luna se levanta hoy como siempre, nuestro mundo está en cambio constante. En cada época, la gente canta, ríe y llora. La Luna observa serena la frágil temporalidad de la vida humana. Trascendiendo el tiempo y la distancia, imperturbable ante las tinieblas de la confusión y los vientos del cambio, la Luna luminosa se mueve calmada y cuidadosamente por su órbita celeste. A veces gentil; en ocasiones, fría y distante. Puede mostrarse como la compasiva luz blanca del cosmos que abraza a toda criatura viviente; pero también, es el relámpago de la causalidad, la estricta luz de la Ley que impregna los tres mil aspectos de la vida.
Al observar ese palacio de luz, mi mente parece extenderse y desaparecer en el espacio; mi vida, ahora envuelta por el cosmos, lucha por devolver el abrazo. Una vez más me dirijo a la Luna: “¡Desde la altura en que moras desde el comienzo de los tiempos, por favor, ilumínanos aquí, sobre la tierra! ¡Haz brillar tu luz de filosofía sobre el género humano, perturbado y sin rumbo! Derrama tu resplandor plateado sobre el futuro de mis compañeros de la SGI, príncipes y princesas del cosmos, que emergen por doquier de la tierra!”.
[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 28 de marzo de 1999.]
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