El mar resplandecía y sonreía a la luz del sol. Yo estaba de regreso en Hong Kong después de haber volado desde allí hasta Nepal y Singapur. Era enero de 1995. “La perla de Oriente” me saludó con su exquisita sonrisa. Barcos de todo el mundo llegaban y partían sobre las aguas del Puerto Victoria, tachonado de gemas de luz cegadora.
Siempre hay drama en Hong Kong. La atmósfera está cargada de energía, como si algo estuviese a punto de ocurrir: peatones que caminan apurados; carteles coloridos y anuncios de neón; gente de negocios hablando a los gritos por sus teléfonos celulares, y vidrieras como caleidoscopios.
Llena de vida, la gente camina enfrascada en ruidosas charlas. Por todas partes, vigor incansable, alegría restallante. Simplicidad honesta. Amo Hong Kong, que en cierta forma me recuerda a Kansai.
Si uno camina por la vibrante avenida principal, puede ver hileras de ropa colgada, como una formación de banderas internacionales que cuelgan de edificios de departamentos colmados de gente. Se puede oír el son bullicioso de la vida y el olor de la comida que se cuece en los puestos de venta callejeros.
La gente de Hong Kong vive con toda su fuerza y energía. Con ingenio, valentía y perseverancia, todos buscan su oportunidad, todos luchan desesperadamente con las realidades de la vida.
En Hong Kong no cabe el sentimentalismo; no hay tiempo para ello. Toda la ciudad es un enorme torbellino en busca de algo esplendoroso. Y el centro de ese torbellino es el Puerto de Victoria. A lo largo del lado norte y del lado sur del estrecho, prosperan las ciudades de Kowloon y la Isla de Hong Kong.
El Puerto de Victoria es profundo; tiene aguas calmas, porque las montañas del norte y del sur bloquean el viento. En general hay poca diferencia entre las mareas alta y baja, de modo que el puerto provee un excelente fondeadero para los barcos y facilita la carga y descarga de mercaderías. Es un verdadero puerto natural. Por esa razón, Hong Kong ha sido siempre un lugar muy requerido y ha sufrido muchas vicisitudes y reveses.
Los británicos anexaron Hong Kong como resultado de la Primera Guerra del Opio (1839-1842). Se cuenta que el puerto una vez estuvo rodeado de depósitos para almacenar opio. Años después, hubo enfrentamientos armados en la zona del estrecho. El ejército japonés atacó a los británicos en la isla de Hong Kong, descargando su artillería sobre los tanques de petróleo ingleses. Los británicos respondieron bombardeando a los japoneses en la península de Kowloon, de modo que el puerto se convirtió en un mar de llamas en ambos lados. Después, por tres años y ocho meses, Hong Kong tuvo que vivir la pesadilla de la ocupación japonesa.
No obstante, superó cada una de sus feroces olas de adversidad, entre ellas, una dura época económica. En cada ocasión, el pueblo luchó con valentía y triunfó. Se negó obstinadamente a permitir cualquier clase de derrota.
Como punto de encuentro entre Oriente y Occidente, Hong Kong ha aceptado ávidamente todo lo que ambos le ofrecieron, se tratara de materiales, personas, información o tecnología, y supo hacer el mejor uso de ello. Como resultado la isla, una vez refugio de piratas, se ha convertido en uno de los puertos más prósperos del comercio internacional. La aldea ruinosa donde una vez los niños cabalgaban sobre búfalos entre los banianos disfruta hoy de un poder económico que supera el de algunas naciones europeas.
¡Cuánta energía debe de haber requerido para superar la adversidad del colonialismo y transformar la isla desprovista de recursos naturales en una selva de rascacielos! La historia de Hong Kong es un testimonio de que las personas pueden hacer posible lo imposible, si se dedican a ello seriamente.
Tengo la convicción de que mientras Hong Kong mantenga su optimismo y vitalidad, su futuro será aun más prometedor y brillante, como ese puerto que relumbra bajo los destellos del sol.
[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 21 de marzo de 1999.]
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