Yo solo disponía de unos pocos segundos para tomar la fotografía.
Era el 3 de noviembre de 1995. Me dirigía a una colina de las afueras de Katmandú, en Nepal. Habíamos viajado en automóvil por espacio de una hora, más o menos, por un camino muy abrupto y desigual. El cielo, que se veía profundamente azul cuando partimos, se estaba tiñendo de los tonos rojizos del atardecer. Si el Sol se ponía por completo, yo perdería la oportunidad de tomar una foto. Y deseaba obtener esa imagen a toda costa; quería compartirla con los jóvenes.
Katmandú es una ciudad cercana a los cielos, aunque cuando uno está en sus calles, no puede obtener una buena visión de los picos nevados de la cordillera del Himalaya. Y, si el día no está despejado, las montañas no se dejan ver ni siquiera desde el cerro hacia donde nos dirigíamos. De hecho, cuando nos acercábamos, las cumbres heladas seguían ocultas detrás de un velo de nubes blancas.
Sin embargo, el panorama cambió completamente cuando llegamos a la parte más elevada de la colina y nos bajamos del auto. La cortina de nubes que cubría los picos se había abierto de pronto. Ahora, sobresaliendo detrás de las nubes, se veían los altos picos con su nieve de plata que relumbraba a la luz desfalleciente del Sol. Las cumbres más altas, de entre siete y nueve mil metros, como el Monte Manaslu, se erguían contra el firmamento como una procesión de reyes y emperadores.
Los Himalayas muestran una gallarda imagen, como un grupo de figuras heroicas que se alzan triunfales por encima del mundo. Firmes, resueltos, se remontan, como en un vuelo, en dirección al cielo. No hay montaña en el Japón que pueda igualarlas en altura y majestuosidad. Así como otras elevaciones están formadas por la acumulación de tierra y rocas, los Himalayas se ven como una sucesión de montañas sobre montañas: son los verdaderos colosos de su clase.
Esos picos, tan nobles y sublimes, eran tal como los había imaginado. Con el corazón sobrecogido de emoción y reconocimiento, levanté mi cámara fotográfica y apreté el disparador seis, tal vez siete veces.
Los gigantes montañosos parecen estar vivos, respirando. Detrás de ellos existe una inmensa fuerza vital. A través de esas tremendas torres de oración, la energía primigenia del planeta se yergue hacia las altura y llama a los cielos. Los Himalayas se alzan como un monumento a la actividad infatigable e inmortal de la Tierra.
Al cabo de unos instantes, la oscuridad de la noche comenzó a envolver las cumbres, y una Luna inmensa empezó a brillar con resplandor de plata. En un poblado situado más abajo, se podía ver cómo brotaba el humo de las casas donde se preparaba la comida de la noche.
Justo en ese momento, se acercó a nosotros un alegre grupo de chiquillos. Eran más o menos veinte, y habían venido a jugar a la colina desde una aldea cercana. Al comienzo, prefirieron observarme a la distancia. Pero, tal vez incapaces de dominar su curiosidad, se fueron acercando un poco más, cada vez que yo me movía.
Los niños iban vestidos pobremente, pero sus ojos refulgían como joyas. No me pude contener y, dirigiéndome a ellos, les dije:
“Somos creyentes budistas. Y esta es la tierra natal del Buda. Él creció mirando estos magníficos Himalayas y se esforzó duramente para llegar a ser semejante a estas montañas. Logró ser un triunfador en la vida, una persona de gran altura y dignidad, tal como estos espléndidos picos. Ustedes son iguales que él. Viven en el mismo maravilloso lugar. ¡Sin falta, llegarán a ser grandiosos!”.
¡Ah, la cumbre más alta de la Tierra! Se dice que todavía hoy los Himalayas continúan creciendo y elevándose cada vez más. Son montañas jóvenes que aún están en su época de formación.
Como seres humanos, nosotros también aspiramos a las alturas. Queremos escalar los picos más altos que se alzan ante nosotros. ¡Siempre hacia arriba! ¡Siempre hacia delante!
Los Himalayas parecen estar efectuando un llamado a todos las criaturas vivientes: “¡Superen sus circunstancias actuales! ¡Pónganse de pie, remonten vuelo hacia el firmamento!”.
¡Desafíen lo imposible! ¡Marchen hacia esa cumbre a la que nadie ha llegado! ¡Escalen los precipicios!
¡Desde las alturas, contemplen sin inmutarse a quienes alientan ambiciones viles, cubiertos por el lodo de los deseos egoístas! ¡Hagan a un lado a quienes solo tratan de envolverlos con palabras engañosas, incapaces de acción alguna!
En las cimas más altas hay tormentas, relámpagos y vientos feroces. Pero en ese trono enjoyado existe también honor eterno, nobleza y paz.
[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 10 de enero de 1999.]
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