Al levantar la mirada, veo la luz del sol centellear trémula entre las hojas. Los árboles de Oirase se yerguen como sabios venerables. Al mirar hacia arriba desde el lecho del arroyo, veo las hojas intensamente verdes de agosto, llenas de vida, que se elevan desde las copas y las ramas hacia las pequeñas ventanas del cielo azul.
Nada es más digno de alabanza que un árbol que ha perdurado. Exuda una belleza casi divina. Nada le falta. Es perfección. Su tronco, macizo. Su corteza, gruesa.
El nombre japonés del roble de agua (mizunara) deriva de la gran cantidad de agua que almacena. Estos árboles crecen hasta los treinta metros de altura, y me dijeron que su edad promedio es de trescientos años.
Sigo mirando hacia lo alto y el murmullo del arroyo de la montaña purifica mis oídos. Percibo el gorjeo de los pájaros de aquí y de allá. ¿Qué ave no cantaría? ¿Qué árbol no se extendería hacia el cielo? El árbol dedica su existencia a una cosa: desplegar plenamente la fortaleza que esconde en su interior. “¡Viviré la vida! ¡Creceré y seré mejor!”. Sin confusión o titubeo, el árbol, lleno de orgullo y de majestad vive la vida como es, fiel a sí mismo.
En la tierra de Oirase, esos nobles gigantes conforman arboledas verdes en los bordes del río. Y el nombre Aomori, la prefectura donde está situado Oirase, significa “arboledas verdes”.
Era mi primera visita a Aomori en quince años. Verano de 1994. Había volado desde Sapporo, en la isla de Hokkaido al norte de Japón, hacia el aeropuerto de Misawa. Desde allí, me dirigí a uno de los centros de la Soka Gakkai de la región de Tohoku.
Había realizado mi última visita a ese lugar en enero de 1979. En ese entonces, la Soka Gakkai y yo personalmente, habíamos avanzado en medio de una intensa tempestad de oposiciones y dificultades. Era la época en que aquellos individuos que el Sutra del loto describía como “el demonio y los secuaces del demonio”, estaban haciendo estragos. Pero los miembros resistieron ese invierno increíblemente largo. Con los dientes apretados, perseveraron durante quince años. Así, ante la luz indomable del sol de la justicia, el sórdido hielo de la vileza se derritió y desapareció. La “arboleda” de amigos capaces y victoriosos prosperó radiante y vigorosa.
A unos trescientos metros debajo del terreno de nuestro centro fluye la corriente que viene de las alturas de Oirase.
Mientras conversaba con mis preciados compañeros de la región de Tohoku, caminaba por ese hermoso escenario, que era una obra maestra de la naturaleza. Un torrente fresco y límpido. Una lluvia refulgente salpica las rocas recubiertas de musgo. A medida que las olas golpean las piedras, se vuelven espuma blanca y luego, mansamente, regresan una vez más a la cristalina corriente esmeralda. Las altibajos del terreno forman rápidos, lagunas, cascadas, que crean panoramas en constante cambio. En las sesgadas pendientes de las hondonadas, hay flores amarillas y blancas que se inclinan ante la corriente. Yacen árboles caídos, siempre húmedos por la cercanía del agua.
En algunos lugares, los árboles han crecido entre pesadas rocas, a veces, desplazándolas; otras, agrietándolas e incluso, levantándolas de su lugar. ¡Cuánta tenacidad! Simplemente siguen ejerciendo presión directamente hacia el cielo, más allá de lo que se interponga en su camino. Cuanto más arriba llegan, más profundamente hunden su raíz en la tierra. De esa manera, un árbol se convierte en un puente que conecta el cielo con la tierra. Aunque pequeño, ese puente está completamente vivo: es una antena viviente a través de la cual la tierra conversa con el cosmos.
Todo en el universo es una batalla continua. Lo mismo sucede con el crecimiento de las plantas y de los árboles. Al ganar esa batalla, todos crecen en verdor y florecen.
En los anillos del roble, queda grabada la historia de todas las adversidades que ha sorteado el majestuoso árbol, sus contiendas y sus triunfos gloriosos. En ellos están los inviernos que doblegaron sus ramas con el peso de la nieve y los veranos de jubilosa profusión.
Las grietas en la corteza del roble sugieren la piel arrugada y tostada por el sol de un hombre maduro. A ese árbol, le pregunto desde el corazón: “¿No quisieras algún día partir hacia otro lado?”. Pero él parece sonreír dulcemente y responder: “¡Por cierto que no! ¡Este es mi lugar ¡Es aquí donde he luchado y triunfado! ¿Acaso podría haber un sitio mejor que este?”.
¡Oh! Árbol precioso, siempre profusamente dotado y perenne en la Tierra de la Luz Eternamente Tranquila. Tu solemne aspecto me recuerda a un gran filósofo que ha despertado a la verdad del universo.
[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 21 de febrero de 1999.]
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