Realicé una visita al castillo de Windsor, muy famoso en aquellos días como residencia de fin de semana de la reina Isabel. El edificio está situado a unos treinta y cinco kilómetros al oeste de Londres. Es en ese castillo donde se llevan a cabo los ritos y ceremonias de la casa real inglesa. Mi esposa y yo fuimos honrados con una invitación a presenciar una de esas ceremonias, que contaría con la asistencia de la Reina. Lamentablemente, nuestro cronograma de actividades no nos permitió concurrir.
Sin embargo, muy agradecidos por la atención que se nos había dispensado, sentimos que debíamos al menos realizar una visita, y ese día partimos hacia el castillo de Windsor.
Terminamos de almorzar en un restaurante situado sobre la ribera del Támesis, acompañados del marqués de Reading, cuya ayuda había sido invalorable en la Exhibición de los “Atuendos reales”, realizada en el Museo de Bellas Artes Fuji de Tokio. (El nombre completo de la muestra, que se inauguró en octubre de 1989, es “Atuendos reales: Exhibición de trescientos años de atavíos ceremoniales ingleses”. Luego de despedirnos del marqués, realizamos un paseo a lo largo de las márgenes del Támesis.
El filósofo y poeta inglés Thomas Gray llamaba cariñosamente “Padre Támesis” al río del que guardaba preciados recuerdos de juventud, y lo describía como una venerable y antigua alma.
Tras una breve caminata, llegamos al Puente de Windsor. Al frente se halla el Colegio Eton, la prestigiosa escuela para varones de la que Thomas Gray fue alumno. La entidad educativa se dedica tradicionalmente a la formación humanística, en la que se destaca la enseñanza de la caballerosidad. Cuando estábamos detenidos sobre la orilla del río, se acercó a nosotros un grupo de cisnes. Les arrojamos un poco de comida y escuchamos un repentino batir de alas sobre nuestras cabezas. Al mirar hacia arriba, vimos algunas palomas que levantaban vuelo.
Invisibles a los ojos
hay rutas en el cielo;
las aves las recorren
al igual que el viento.
La estrellas, por igual,
siguen su propia senda
tal como lo hacen los ríos, los océanos
y los peces que nadan en ellos.
Las personas poseen, asimismo,
un sendero humano que transitar.
El castillo de Windsor se construyó en lo alto de una colina que mira hacia el Támesis. La construcción de este noble palacio de estilo anglonormando, que fue originalmente una fortaleza, se remonta a unos novecientos años en el pasado. Si uno se sitúa en el sendero de piedra que conduce a Royal Town (otro nombre con que se conoce el castillo de Windsor), puede ver un largo camino que se pierde en la distancia. Corre en una sola línea, a través de verdes prados salpicados de pasto y de árboles.
Ese camino de cinco kilómetros se conoce como “Paseo largo”. Sobre la lejana ruta pudimos discernir unas cuantas siluetas de personas, tal vez, una familia que disfrutaba de una caminata. Seducido por el cielo distante, enfoqué mi cámara y accioné el disparador dos o tres veces.
Una sola senda, extendiéndose ilimitadamente. Si seguimos ese único camino, este nos unirá a la tierra. Y, más allá de la amplia expansión de la tierra, nos unirá con el mundo también. Si nunca dejamos de avanzar, de un paso a la vez, por el camino correcto de la vida, la infinita extensión del mundo se abrirá ante nosotros.
Existen también el sendero hacia la fama, el sendero hacia el poder. Pero transitarlos implica que solo la destrucción nos aguarda a lo lejos.
Caminamos por una ruta sencilla, sin artificios. Pero es una senda insuperable, que resplandece con la luz de la misión suprema y la plenitud absoluta.
En un recorrido de quince minutos en auto, al oeste de Windsor, se encuentra Taplow Court. Es el “Castillo enjoyado de la paz y la cultura” de la SGI del Reino Unido. Esa residencia solariega, que una vez fue un centro para la alta sociedad, recibió en sus salones a muchos miembros de la familia real.
Me enteré que un dicho afirmaba que si uno alquilaba un caballo en Windsor, el animal se dirigiría con toda naturalidad hacia Taplow. Dos días antes de mi visita a Windsor, durante una reunión a la que asistí en Taplow, mis jóvenes amigos cantaron con gran brío una canción que habían compuesto, titulada “La senda”:
¡Libertad! Rompan las cadenas,
eleven los corazones.
Están vivos nuevamente,
llegó el momento de romper las cadenas.
¡Es tan hermoso poder dar una vez más
por siempre libres de temor,
mientras transitamos esta senda!
Hay quienes construyen un camino, y quienes lo destruyen. Están los que lo siguen todo a lo largo y los que se desvían. Quiero ser una persona que forje un camino; una persona que persista en transitarlo sin detenerse.
No importa lo que suceda, hasta el final, seguiré caminando, seguiré corriendo. Incluso si caigo en mi recorrido y vuelvo al polvo de la tierra, no tendré el menor arrepentimiento, pues creo profundamente en los jóvenes que me sucederán a lo largo de esta senda.
[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 31 de enero de 1999.]
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